Miren al Dios de Misericordia – Salmo 123

Del texto que hemos leído quiero con la ayuda del Señor tratar tres grandes puntos:

1)      Primero, la necesidad de mirar solamente a nuestro Señor.

2)     Segundo, la forma correcta de mirar al Señor, y

3)      Tercero, la razón por la cual debemos mirar al Señor.

Y antes de pasar a estos tres asuntos, es necesario que prestemos atención al contexto de este salmo. No vamos a poder exprimir toda la vitamina de este salmo sin ponernos un momento en los zapatos, o mejor dicho, en las sandalias de estos peregrinos que cantaban estos salmos hace más de 3.000 años atrás.

Como se ha mencionado en cada sermón de esta serie, los salmos 120 al 134 es una colección de cantos llamados “salmos peregrinos” o “cánticos de ascenso gradual”. Consistían en himnos que cantaban los peregrinos que transitaban desde sus hogares hacia la ciudad de Jerusalén. La ley mandaba que, cada cierto tiempo, el pueblo debía reunirse en el Tabernáculo de Reunión, ubicado finalmente en Jerusalén, y aquellos que vivían en lugares apartados debían efectuar estos peregrinajes hacia la ciudad santa. Los salmos peregrinos son algo así como el himnario o el cancionero que utilizaban estos caminantes, y con ello nos revelan temores, ansiedades, luchas, pero también acciones de gracia, peticiones, certezas y verdades.

Y me gustaría que por un momento nos imaginemos cómo debió haber sido ese. Primero, la vasta región de Canaán tenía miles de kilómetros, por lo que los peregrinos podían tardar semanas en llegar a Jerusalén. En aquellos tiempos no existían los medios de transporte que tenemos hoy, no había vehículos o aviones. El trayecto debía hacerse a pie. Y piensa que mientras más largo es el viaje, más pesado es el equipaje. Debían llevar litros de agua. Recordemos que gran parte de dichas zonas eran desérticas, por lo que debían llevar mucha agua. También debían llevar el alimento para cada día y mucho vestido, para poder dormir en las frías noches del desierto de Palestina.

Y quizás no te parezca mucho tener que llevar todo eso en la espalda, si es un camino plano. Pero si consideramos lo que dice el segundo versículo del salmo 125, veremos que es una ciudad que estaba en altura, era una ciudad rodeada de montes. Gran parte del trayecto era pendiente arriba. Y si estaba entre montañas, el camino podía ser rocoso, lleno de piedras pequeñas y grandes, que dificultaban el caminar. En aquellos tiempos no existían zapatos especiales para excursión o ropa adecuada, apenas podían arreglárselas con unas sandalias artesanales.

Y para hacerlo aún más difícil, debemos considerar que el clima no era muy simpático con ellos. La temperatura promedio en tierras palestinas es de unos 29 grados. Gran parte de la zona es seca y árida. Imagina lo difícil que es avanzar con todas estas dificultades, y con el sol pegando de frente.

Con todo lo que he dicho, quiero hacerle una pregunta. Si usted fuera uno de estos peregrinos, cargado con todo ese peso, pisando suelo rocoso e inestable, y con el sol sobre su cabeza, ¿dónde estarían tus ojos? Yo creo que estaríamos de acuerdo en pensar que nuestros ojos siempre estarían en el suelo, en la tierra. Imagina tus pies dentro de esas sandalias buscando dónde dar el siguiente paso en medio de rocas filosas. La carga y el sol nos obligarías a mantener los ojos en el suelo. Nuestra postura siempre estaría agachada.

Y teniendo todo esto en mente, quiero que comencemos con nuestro primer punto: la necesidad de mirar solamente al Señor. En medio del agobio, cansancio y sudor de este peregrinaje difícil, uno de los peregrinos se anima a cantar “A ti alcé mis ojos”, y el resto se une a su canto: “A ti que habitas en los cielos” (v. 1). Ellos se animaban mutuamente con este himno, a no preocuparse por las aflicciones del camino presente, sino a fijar sus ojos en el cielo, donde Dios habita y reina. Sólo una mirada a su Dios bastaba para espantar todos los temores, cansancios y agobios del camino. Y esto creo que todos podemos entenderlo, cuando hemos estado pasando por dificultades y escuchamos un himno basado en la Palabra que es un verdadero bálsamo a nuestras heridas y nos reinyecta ánimo y fe.

Quiero que notemos la similitud y a la vez profunda diferencia entre el inicio de este salmo con el inicio del salmo 121. Ambos inician con la misma acción: alzar los ojos. El salmo 121 dice “Alzaré mis ojos hacia los montes”, mientras que el salmo 123 dice “A ti (a Dios) alcé mis ojos”. En ambas canciones los peregrinos se animan a despegar los ojos del suelo. La diferencia es que en el salmo 121 no alzan su vista hacia el cielo, sino que, en el proceso de elevarla, la detienen en los montes. Y el no poner sus ojos en el cielo, despierta de inmediato sus temores, porque esto es lo que dicen inmediatamente después: “Alzaré mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi socorro?”.

Cuando despegan sus ojos del piso, pero no los ponen en el cielo, sino en lo más alto que la tierra les pueda ofrecer, les sobrevienen todo tipo de miedos, ansiedad y confusión. Pero cuando lees el salmo 123 no encuentras esos temores, y esto es porque no hay temor alguno en Dios. El salmo 123 parece decirnos que estos peregrinos aprendieron la lección del 121, y no pondrán más sus ojos en otra cosa más que en el Buen Dios, que guarda su alma por siempre.

Y al igual que estos peregrinos judíos, la Escritura nos dice que, al creer en Cristo Jesús, nosotros, también somos peregrinos en esta tierra. Estamos en este mundo, pero no somos de este mundo. Como dijo el apóstol Pedro en su primera epístola, somos “extranjeros y peregrinos” sobre esta tierra (1 Pe.2.11). Somos llamados a conducirnos en temor todo el tiempo de nuestra peregrinación (1 Pe.1.17). La imagen que nuestros vecinos deben tener de nosotros es de personas con las maletas hechas, personas de paso, porque nuestra patria no se encuentra en este lugar, sino en la Jerusalén Celestial, allá es donde nuestros ojos deben estar.

“Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3.1-2). Dijo el Señor “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra” (Is. XX). La carta a los Hebreos nos dice que debemos despojarnos de todo peso y del pecado que nos asedia, y correr con paciencia la carrera que tenemos por delante puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (He.12.1-2). Allá, dijo el diácono Esteban, allá está el Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios. Si insistes en poner tus ojos en esta tierra, perecerás con ella. Pero si pones tus ojos en el Salvador, donde Él esté, tú también estarás.

Cuando digo que debemos poner nuestros ojos en el cielo, no estoy siendo literal. Esto no se trata de caminar de ahora en adelante mirando las nubes y andar chocando con medio mundo. Poner la mira en las cosas de arriba se relaciona con la dirección en la que se dirige nuestra vida y nuestra persona. Cada ánimo, fuerza, segundo de tiempo y peso gastado, deben reflejar que vivimos para el reino de Dios, y no para este mundo. Estás llamado a invertir cada minuto de tu vida en el santo deleite de mirar a tu Señor.

Lamentablemente, muchas veces caemos en no mirar al Señor, sino en mirarnos a nosotros mismos. Sacamos nuestros ojos de esta tierra, preferimos poner nuestra mirada en lo más alto que podemos ofrecer. Somos nuestros montes favoritos a los que alzamos nuestros ojos. Tú sabes de qué hablo. Cuando viene la tentación, aquella que siempre te hace caer, en lugar de aferrarte a Cristo con todas tus fuerzas, prefieres luchar por tu cuenta unos momentos. Y cada segundo que desatiendes a Cristo, más seguro se vuelve tu fracaso. No demores en poner tus ojos en Cristo cuando te enfrentes a la más mínima tentación.

Cuantas veces, al enfrentar circunstancias difíciles, de esas que te descolocan, prefieres agotar todas las opciones, y una vez que todas han quedado descartadas, acudes al Señor en último lugar. Prefieres acudir a los montes seguros de tus finanzas, la rapidez de tus reacciones, la fortaleza de tus emociones, la firmeza de tu salud, y cuando uno a uno se derrumban esos collados, te encuentras con el Señor, en quien deberías vivir siempre confiado. No demores en elevar tu mirada al cielo, porque perecerás.

Tú has sido testigo de cómo los hombres en muchas circunstancias sacan sus ojos de la tierra para ponerlos, no en el cielo, sino en lo más alto que ellos pueden vislumbrar. Ellos se aburren de su forma de vida, sienten ciertos remordimientos y deciden cambiar poniendo su mirada en lo más elevado que esta tierra les puede ofrecer. Tú has visto como muchos hombres presos de la droga y el alcohol, al ver los daños que han producido, deciden reformarse a sí mismos, algunos con éxito, muchos recayendo. Pero ellos no ponen sus ojos en el Señor, sino en su propia fortaleza o en la ayuda que otros hombres les puedan brindar. Tú has visto cómo algunos se aburren de comer carne, se hacen sensibles del sufrimiento de los animales y ponen sus ojos en dietas vegetarianas o veganas que reflejan una vida más consciente y naturalista. Otros quieren dejar de ser insensibles con la pobreza que hay a su alrededor, y ponen sus ojos en proyectos políticos o sociales, que les prometen el paraíso en la tierra, y se vuelven adeptos a ello, incluso podrían entregar su vida por esas causas.

Y en esto vemos una constante en la vida de los que no ponen sus ojos en Dios, de los que no confían en Cristo para vida eterna. Mantienen constantemente su vista en la tierra, sus ojos permanecen en las cosas que ofrece este mundo.

Nos recuerda a aquel hombre que mencionó Jesús, al que, cuando le abandona un espíritu inmundo, barre y limpia su corazón, siendo que otros siete espíritus vienen por él, y su postrer estado, viene a ser peor que el primero (Lc. 11.26). Ellos no miran al cielo, sólo se miran a sí mismos. Pero la Biblia y la historia nos han confirmado, que su postrer estado siempre es peor que el primero.

Por lo mismo no quites tus ojos de Jesucristo. Recuerda cuán rápido se hundió Pedro cuando sacó sus ojos de Cristo, mientras caminaba sobre el mar. Recuerda cuán grande pecado cometió David al quitar sus ojos de Dios, y ponerlos en una mujer extraña. Recuerda lo que causó Adán al quitar sus ojos de la obediencia, y ponerlos en un fruto agradable a la vista.

Antes bien, fija tus ojos en el Señor, porque allí está tu salvación. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, esa serpiente de bronce a la que los israelitas moribundos miraban y eran sanados del veneno mortal, así el Hijo del Hombre, Jesús, ha sido levantado, para que todo aquel que en Él crea, que en Él ponga sus ojos, no se pierda, no se extravíe, no sea condenado, sino que tenga la vida eterna (Jn. 3.14). Sólo poniendo nuestros ojos en el cielo, allí donde está Cristo, podremos ser salvos.

Nuestro segundo punto, es la forma correcta de mirar al Señor. Ya vimos que debemos alzar nuestros ojos al cielo, donde Dios habita y reina. Pero la pregunta es ¿cómo debemos mirarlo? Tú sabes que cuando miramos a una persona, podemos mirarla con cariño o con desprecio, con alegría de verla o con deseos de no haberla encontrado. No sólo basta con dirigirnos hacia Dios, sino también la actitud con la que nos dirigimos. Nos dice el versículo 2: “He aquí, como los ojos de los siervos miran a la mano de sus señores, Y como los ojos de la sierva a la mano de su señora, Así nuestros ojos miran a Jehová nuestro Dios, Hasta que tenga misericordia de nosotros” (v. 2). Los peregrinos dicen “Alcemos los ojos a Dios con la actitud de un siervo que clama por misericordia”.

Y para entender esto también es necesario que pongamos en contexto la figura de un siervo, sobre todo en la cultura del Antiguo Testamento. Gracias a Dios en nuestro tiempo la esclavitud ya no existe en gran parte del planeta, muchos abolicionistas fueron precisamente cristianos, que se entregaron por entero para devolver a los hombres su verdadera dignidad como hechos a la imagen de Dios, y no ser tratados como mercancía. Pero en los tiempos bíblicos, la esclavitud y los trabajos forzados eran parte de la vida diaria. Muchas civilizaciones antiguas surgieron precisamente por el trabajo de los esclavos. Egipto alcanzó buena parte de su gloria sobre las espaldas rasgadas de los esclavos hebreos. En aquellos tiempos había un mercado activo para comprar y vender personas que trabajaban, por lo general, en labores domésticas.

Una de las cosas más crueles de la esclavitud es que los esclavos no eran considerados como personas sino como cosas. Y como eran considerados como cosas, lo que pasara con sus vidas era sólo un asunto de negocios. Y como Israel debía distinguirse del resto de las naciones, en la Ley de Moisés también existían ciertos apartados en los que se prohibía efectuar abusos en contra de esclavos, sino que incluso se obligaba a que, después de cierto tiempo, estos pudieran ser libres (Deut.15.12).

Los Hebreos sabían lo que significa ser esclavos. Ellos ya habían pasado por esto durante 400 años en Egipto, y también fueron hechos siervos de las naciones que les invadían en tiempos de los jueces. Dios les dijo que debían recordar que fueron siervos en Egipto al momento de despedir libre a uno de sus esclavos (Deut.15.15). Ellos sabían muy bien lo que pasaban los siervos a manos de sus amos. Y entendían lo que significan estas palabras que leímos: “Así como los ojos de los siervos miran la mano de sus señores, así nuestros ojos te miran Jehová”.

El mirar la mano de sus señores, era parte del procedimiento de respeto que debían tener los esclavos con sus amos. Los siervos siempre se dirigían a sus amos con completa reverencia. Ellos no podían exigir nada de sus amos, sino que debían esperar de ellos que les vieran con piedad para alimentarlos. Los esclavos no eran trabajadores con sueldo, sino que vivían de lo que su amo quería darles. Y esta era la forma acostumbrada en la que los esclavos suplicaban a sus amos el mantenimiento diario. Ellos miraban con esperanza si sus amos les concedían el alimento. Ellos al ser completamente responsables ante sus dueños y depender totalmente de su diaria piedad, no estaban en una posición de exigir algo de ellos, sino que siempre debían esperar, mirando a ver si su amo tenía misericordia y les daba lo que ellos necesitaban.

Y aunque esto pudiera parecernos inhumano y difícil de entender en nuestro tiempo, los peregrinos dicen que esta es la forma correcta de alzar los ojos al cielo. No es exigiendo de Dios misericordia alguna, sino esperarla sólo por gracia.

Porque el hombre natural está en una peor condición que los esclavos antiguos. Aquellos, por lo general, no tenían culpa de haber sido esclavizados y ser puestos a servir a una persona ajena, que se arrogaba el dominio de sus vidas. Todos nosotros hemos nacido en pecado y desde la niñez nos hemos vuelto tras nuestros males. Del mal tesoro de nuestro corazón sacamos malas cosas, nos hemos pervertido al extremo. La misma Escritura declara en Romanos 3 que: “No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3.10-12). Nuestra condición como pecadores es la de estar excluidos de la gloria de Dios, por las tinieblas que tenemos por naturaleza. Todos hemos pecado, todos estamos exiliados de la presencia de Dios.

Por esta razón, lo único que deberíamos recibir de Dios es la condenación. Como se ha dicho en varios lugares: cualquier cosa que Dios nos dé, distinta del infierno, es sólo por gracia. ¿Has tomado hoy un buen desayuno? ¿Puedes decir que el pan que comías estaba lleno de gusanos? ¿Puedes decir que el té o café que tomabas era insípido y asqueroso? ¿Puedes acaso decir que lo que comiste estaba lleno de veneno? Pues, por la maldición de Adán, eso es lo que deberíamos comer. Si hoy has comido un desayuno delicioso, ha sido sólo por la gracia de Dios.

Nuestro pecado merece la ira de Dios. Y cada segundo de vida que has tenido, en donde has gozado de salud y enfermedad, de alegría y de penas, de recibir en tu rostro la lluvia o el calor del sol, de ir a trabajar o de descansar, de sentir hambre y de estar satisfecho de tanto comer, cada cosa que implica estar vivo ha sido por la gracia de Dios. Merecemos todo lo contrario, retorcernos cada segundo de vida en el dolor, la miseria y la necesidad, merecemos la muerte y el infierno.

Sin embargo, ha sido sólo la misericordia de Dios la que nos ha dado cada latido de nuestro corazón, a pesar de nuestros pecados. El Salmo 103 dice que Dios no ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. Dice Jeremías en Lamentaciones que sólo “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias” (Lm.3.22). Dios no nos ha tratado conforme a nuestras impiedades, sino conforme a su misericordia.

Debemos alzar nuestros ojos con esta actitud, sabiendo que de Dios no merecemos nada, pero dependemos de su provisión (…). Sin embargo, nosotros muchas veces tenemos una visión distorsionada de la misericordia de Dios. Pensamos que Dios debe perdonarnos, no sólo podría hacerlo, sino que debe hacerlo. Y esto se hace muy manifiesto cuando somos tentados. Cuando se nos presenta el pecado en bandeja, nuestra carne se convierte en un experimentado teólogo. Esta aprendió de su maestro el diablo, que no olvidemos que intentó hacer caer a Cristo mismo con la Biblia en la mano. Cuando nos vemos tentados, nuestra carne toma algunos pasajes de la Biblia y construye todo un sistema de creencia cuyo principal argumento es que, si Dios tiene misericordia, tienes una licencia temporal para pecar, pero con la condición que después te arrepientas. Y como Cristo venció la tentación del diablo rebatiéndole también con la misma Escritura, así también nosotros debemos vencer con la Palabra de Dios este menudo argumento.

Quiero que pienses un momento en lo siguiente. Cierto es que la Biblia enseña que Dios no rechaza al corazón contrito y humillado. Pero la Biblia también enseña que Dios tiene misericordia de quien Él quiere. Nuestro Dios no es como esas máquinas expendedoras de bebida, donde uno inserta una moneda de arrepentimiento y obtiene un perdón a cambio. Dios dice en su Palabra que Él es soberano en perdonar a quien desea. ¿Y te has puesto alguna vez en el caso de que no seas perdonado? ¿Ha pasado por tu mente que Dios no tenga de ti misericordia? ¿Acaso piensas que tus lágrimas sorprenderán a Dios? ¿O tu remordimiento podrá hacerle cambiar de opinión? Tan sólo recuerda a Judas. Él no pudo aguantar su culpa, y se ahorcó. Pero no fue perdonado.

Dice la Palabra de Dios que su misericordia es para los que le temen (Sal. 103.17). Y temer a Dios, dice Pr. 8.13, es aborrecer el mal. Aquellos que alcanzan misericordia son aquellos que odian el pecado. Si piensas que puedes pecar para que la gracia abunde, te pareces más a los que pisotean la sangre de Cristo, que a los que temen a Jehová. Sepa usted que el infierno está lleno de aquellas almas que pensaron que mañana alcanzarían misericordia. Lucha contra aquellos pensamientos que ningunean la misericordia de Dios.

No encontrarás en ningún lugar de la Biblia que la misericordia de Dios es un deber divino o es un derecho de los que se arrepienten. Que esto sea humillando a tu carne con sus penosos argumentos, y te lleve a rogar por misericordia siempre. Como nos ha dicho nuestro Pastor Esteban en reiteradas oportunidades, la Escritura nos dice que podemos ir confiadamente al trono de la gracia, pero no confianzudamente. Acudamos con esta actitud de los peregrinos, sabiendo que en Dios está lo que necesitamos, que sólo Él puede dárnoslo, pero que Él es soberano para darlo y negarlo a quien Él quiera. Ten cuidado también de no ser como aquellos que pasan del extremo de pensar livianamente de la misericordia de Dios, al extremo de no creer en ella, al extremo de negar que Dios pueda compadecerse de ti y salve tu vida. Abandona cualquier pensamiento que te aleje de Cristo y te impida postrarte a sus pies.

Esto nos lleva a nuestro tercer y último punto, la razón por la cual debemos mirar a Dios. Porque ya hemos visto la necesidad de alzar nuestros ojos, la forma correcta de hacerlo, con humildad y reverencia, pero ahora veamos por qué debemos mirar a Dios. Los versículos 3 y 4 nos dicen: “Ten misericordia de nosotros, oh Jehová, ten misericordia de nosotros, Porque estamos muy hastiados de menosprecio. Hastiada está nuestra alma Del escarnio de los que están en holgura, Y del menosprecio de los soberbios”. Lo principal por lo que debemos alzar nuestros ojos a Dios es para rogar misericordia. “Ten piedad de mí, Oh Dios, conforme a tu misericordia, conforme a la multitud de tus piedades, borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Sal. 51).

El corazón contrito y humillado no es despreciado por Dios. Aquellos que en verdad se sienten dolidos por su mal actuar, no encuentran en Dios rechazo, sino perdón verdadero. Pero ellos no dan por sentado su perdón, ellos en verdad lo desean. Saben que no lo merecen, sino que lo ruegan con súplicas sinceras. Son como el publicano que oraba al lado del fariseo. No se atrevía a elevar sus ojos al cielo, sino que clamaba diciendo “Dios, sé propicio a mí que soy pecador”.

Los hombres sin Dios pueden incluso disfrutar de la misericordia de Dios sin reconocerlo, sólo que esa misericordia es sólo para aplazar el juicio que se les avecina. Pero aquellos que han creído en Cristo, humillándose a sus pies y rindiendo sus vidas al Salvador, han degustado la misericordia de la redención de Dios, algo que los hombres que no han nacido de nuevo no pueden conocer.

Sólo los que han nacido de nuevo pueden entender lo que implica la misericordia de Dios. Solamente ellos pueden adorar verdaderamente a Dios y reconocerlo como Dios de toda gracia. El salmo 108 dice “Te alabaré, oh Jehová, entre los pueblos; a ti cantaré salmos entre los pueblos. Porque más grande que los cielos es tu misericordia” (Sal. 108.3-4). Solamente ese corazón que ha sido perdonado puede sentir la bienaventuranza del salmo 32: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32.1-2). No hay mayor gozo que saber que hemos sido perdonados por Dios. No hay nada más bello que la alegría de decir “Alcancé salvación”. Imagina la ovación de esas miles de voces de Nínive al saber que fueron perdonados. ¿Qué podría ser mejor?

El salmo 103 dice “Misericordioso y clemente es Jehová; Lento para la ira, y grande en misericordia” (v. 8). ¡El Señor quiso presentarse con estas credenciales! Grande en misericordia. Él desea que le reconozcamos así. Los esclavos de la antigüedad podían encontrar en sus dueños a hombres desalmados que se desquitaban con ellos mediante abusos y violencia. Pero el Dios del cielo no es como esos hombres, sino que, aun debiendo exigir de nosotros nuestro juicio, nos otorga gracia sobre gracia.

Y la razón por la cual podemos, como dice Hebreos, acercarnos al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro, no es por la elocuencia de nuestro arrepentimiento. No es por mis lágrimas y sollozos. No es por mi disposición al bien o por mi rechazo al mal. No es por mi arrepentimiento continuo. Porque, como dice la Escritura, “Engañoso es el corazón, mas que todas las cosas, y perverso, ¿quién podrá conocerlo?” (Jer.17.9). No ha existido el hombre que haya podido ver todos y cada uno de sus pecados como para arrepentirse de cada uno de ellos. En este sentido nuestro arrepentimiento siempre es imperfecto e incompleto. Como decían los puritanos: “Debo arrepentirme de mi falso arrepentimiento”. Donde Dios ve un océano de pecado, nosotros apenas logramos percibir un vaso de agua.

No es, por tanto, nuestro arrepentimiento lo que nos permite alcanzar misericordia. Es la vida perfecta del Señor Jesucristo la que nos abre el cielo. Él fue santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos (He. 7.26). Por lo tanto, al haber muerto en la cruz por nuestros pecados, y haber sido resucitado, puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos (He. 7.25). Que todos sepan que nadie ha hallado alguna misericordia en Dios sino es por Cristo. Si no te has rendido a Cristo, uniéndote a Él por la sola fe, irás a la condenación. El hombre sólo puede ser salvo si tiene fe en el Hijo de Dios.

Por cuanto Cristo vive para interceder por su pueblo, las misericordias de Dios son nuevas cada mañana (Lam. 3.22-23). Así como las olas del mar riegan continuamente el borde de la playa, así la misericordia de Dios se renueva cada día, no por quienes seamos, digamos o hayamos hecho, sino por la perfección, justicia y santidad de Jesucristo. La razón por la cual su misericordia es desde la eternidad hasta la eternidad (Sal.103.17), es porque el sacrificio de Cristo fue suficiente para anular toda el acta de los decretos que nos era contraria. Amigo, usted no hallará misericordia alguna fuera de Cristo.

Los peregrinos dicen que su alma está cansada, hastiada, del menosprecio y escarnio de los hombres que viven en holgura y de los soberbios. Esto demuestra que ellos sufrían cierto menosprecio por parte de los hombres. No debemos pensar que solamente hallaban ese desprecio en aquellos que viven con riquezas, sino que también de los soberbios de toda clase social. La soberbia no es sólo un asunto de ricos, sino más bien un patrimonio común de la humanidad caída. Estos hombres despreciaban continuamente a los israelitas, a tal punto de cansarles.

De la misma forma como ellos encontraban en el mundo oposición, la Escritura nos dice que aquellos que han nacido de Dios recibirán oposición por parte de los que odian a Cristo. Jesús dijo que si los hombres le persiguieron a Él, a sus discípulos también perseguirán. El mismo Señor se refirió a este peregrinaje como un camino angosto, con una puerta estrecha (Mt.7.14). La sola puerta del peregrinaje ya nos anticipa que el camino no será fácil. Nuestro Señor dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt.16.24). También en otro lugar dijo: “En el mundo tendréis aflicción” (XX). En sus palabras no vemos ninguna duda, es un hecho que sus discípulos entrarán en el reino de Dios por medio de tribulaciones.

Hemos sido llamados a seguir las pisadas de Cristo. Y cuando te acuerdas de Cristo, ¿cómo fue el mundo con Él? Ni sus propios hermanos de sangre creyeron en Él mientras ejerció su ministerio en la tierra. Varias veces intentaron apedrearlo. Los más “sabios” de su época le hacían preguntas difíciles para tentarle y hacerle quedar mal. Cuando fue entregado a los hombres, le abofetearon, escupieron, blasfemaron, azotaron, le obligaron a cargar los maderos en los que sería crucificado, cuando tuvo sed le dieron vinagre, y al calor le dejaron agonizar hasta que expiró. Si Cristo, en su peregrinar en esta tierra, no tuvo donde recostar su cabeza, ¿qué haces tú anhelando el cómodo y suave colchón de una vida mundana? El camino hacia la Jerusalén Celestial está lleno de estas situaciones, y todo el que quiera evitarlas no es apto para el reino de Dios.

Y así como estos israelitas debían quitar sus ojos del suelo y elevarlos al cielo, así nosotros, como peregrinos de Dios, debemos quitar nuestros ojos de las dificultades del camino, de la hostilidad de este mundo, y ponerlos en el reino de Dios. Dijo el Señor: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia” (Mt. 6.33). Este peregrinar es difícil. Primero, debes cargar con la cruz que Cristo le asignó a cada uno de sus discípulos. Debes enfrentar el sol fatigador de la incesante lucha contra el pecado y las tentaciones. Debes transitar por un camino angosto lleno de rechazo y hostilidad de este mundo. Pero la Palabra te dice: “Levanta tu cabeza y pon tus ojos en tu Señor”.

Hermano amado, amigo que me escuchas, si en esta mañana el Espíritu Santo te ha movido a ver tu vida y odiar el pecado en el que estabas cómodo, no demores un segundo más en elevar tus ojos al Señor. Si te sigues mirando a ti mismo y a este mundo, sólo encontrarás tinieblas y miseria. Con los lentes correctos, llegarás a la conclusión que es imposible salvarte. Pero si pones tus ojos en Cristo Jesús, no hallarás en el mal alguno. Si has tenido una vida detestable, si has tomado livianamente la gracia de Dios, si has pecado contra el Señor, hoy debes arrepentirte. Debes clamar por misericordia, confiado en que Dios es como un Padre Bueno, da el Espíritu Santo a quienes se lo pidan. Nadie que ha ido por misericordia a los pies de la cruz ha vuelto con las manos vacías. No ha existido el hombre que ha dicho: “en verdad rogué la misericordia de Dios, pero Él me la negó”. No, en el camino de los que van hacia Cristo, nadie viene de vuelta rechazado. Porque Él mismo dijo: “el que a mí viene no le echo fuera” (Jn. 6.37).

Y quiero finalizar con algo que ya hemos recordado antes. Quiero que recordemos que el Señor, como judío, también hizo estas peregrinaciones. Él también tuvo que caminar junto a su familia por largos días para llegar a Jerusalén. Y también cantó estos salmos peregrinos. También cantó este salmo que leíamos en un inicio. Y quiero que pienses en la sonrisa de nuestro Jesús mientras cantaba, porque Él sabía que Él sería el que aseguraría esa misericordia a su pueblo.