Muere para la gloria de Dios

Domingo 26 de enero de 2020

Texto base: Juan 21:18-23.

¿Qué ocurriría si hoy te dijeran cómo vas a morir? ¿Haría eso un cambio en tu vida? ¿Te llevaría a enfrentar el día a día de manera distinta?

Luego de haber restaurado a Pedro en su fe, su comunión y su ministerio, el Señor Jesús anuncia la clase de muerte que Pedro sufrirá, que sería un fin violento a manos de otros por causa de su fe. En relación con esto, reflexionaremos sobre nuestro llamado y nuestro destino como discípulos, entendiendo que ya sea que muramos en paz o en medio de un martirio atroz, nuestra muerte debe ser para la gloria de Dios.

     I.        El destino del discípulo

Pedro, al parecer un hombre de mediana edad al momento de estos hechos, ha vivido experiencias realmente intensas en los últimos tres años de su vida, y particularmente en el último mes. Todo comenzó cuando su hermano Andrés, quien en ese entonces era discípulo de Juan el Bautista, llegó a él con una noticia increíble: “... Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús...” (Jn. 1:41-42). En ese entonces, Jesús lo miró y le anunció que sería llamado Cefas (aram.), que, tal como el nombre Pedro (gr.), quiere decir ‘piedra’, y con esto el Señor estaba anunciando desde el momento en que lo conoció, que Simón sería un líder en medio de sus hermanos.

Desde que dejó la barca y las redes para seguir a Jesús en su ministerio terrenal, la personalidad impulsiva y arrojada de Pedro, tanto como su liderazgo, quedaron bastante claros desde temprano, y esto lo llevó a tener puntos muy altos, como cuando muchos discípulos dejaron a Jesús, pero él confesó con firmeza: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (ver Jn. 6:60, 67-68). O también cuando confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente, lo que Jesús aclaró que se lo había revelado el Padre que está en los Cielos.

También disfrutó de grandísimos privilegios siguiendo a Jesús. Fue parte del grupo selecto de Jesús junto con Jacobo y Juan, y se le dio autoridad para predicar el Evangelio del Reino de Dios con prodigios y señales, una noticia que los santos profetas del Antiguo Pacto sólo pudieron anunciar desde lejos, pero que este discípulo podía proclamar como algo presente y visible. Incluso pudo ver a Jesús transfigurado, junto con Moisés y Elías (Mt. 17:1-13).

Sin embargo, también tuvo puntos muy bajos, relacionados con esa impulsividad y también con una necia y excesiva confianza en sí mismo, pecados que cuando van juntos, son una mezcla explosiva. Esto podemos verlo cuando se lanzó a caminar sobre el mar confiando en sí mismo, para luego terminar hundiéndose; y luego cuando tomó aparte a Jesús y lo reprendió por querer ir a padecer y morir a manos de los líderes religiosos. Este fue particularmente un momento malo, ya que hasta fue llamado “satanás”, por poner la mira en las cosas de los hombres y no en las de Dios.

Pero, aunque habían sido tres años realmente potentes, llenos de hechos impresionantes, es en la última semana del ministerio terrenal de Jesús donde todo se intensifica al máximo: Luego del momento conocido como “entrada triunfal” de Jesús en Jerusalén, Pedro pudo apreciar cómo la multitud de la ciudad pasó de recibirlo como el Mesías a gritar para que fuese crucificado.

En esta semana se produce la gran caída de Pedro, cuando negó a Jesús en el patio del sumo sacerdote, justo después de que se había jactado de que él nunca dejaría a Jesús, aunque todos los demás discípulos lo dejaran, asegurando estar dispuesto a morir por Él (Mt. 26:33,35). Además de haber negado a Cristo, estuvo ausente en su sepultura y en el momento de su resurrección, debido al temor de los hombres y probablemente a la vergüenza.

Después de esta gran caída, increíblemente el Señor se apareció para restaurar la fe de todos sus discípulos, y en el contexto de este pasaje, se dedicó personalmente a restaurar el corazón de Pedro y restituirlo en el ministerio.

Parece un gran camino recorrido, y suena como si esa restauración fuera el final de una gran historia. Pero lejos de que todo termine aquí, más bien estaba empezando. Ya había vivido cosas increíbles, pero quedaban todavía grandes maravillas que Dios haría a través de él y de sus compañeros, ya que con la muerte y resurrección de Cristo se inauguró la era del Nuevo Pacto, que el Señor acompañó con grandes prodigios y señales milagrosas. Pedro sería también uno de los líderes de la Iglesia de Cristo.

Antes, cuando anunció que Pedro le negaría, Jesús usó la frase solemne: “de cierto, de cierto te digo”, que indicaba que iba a decir algo muy serio y que necesitaba de toda la atención. Ahora nuevamente usa esta frase solemne, pero ya no para anunciar una caída, sino para informar a Pedro que moriría como un mártir a manos de otros, por su fe en Cristo.

Lo que significa el dicho del Señor es que cuando era joven, Pedro hacía lo que le parecía, pero cuando fuera viejo, otros lo iban a forzar a hacer algo que él no quisiera, y esto tendría relación con su muerte. La expresión de “extender las manos” era usada por autores griegos y por los primeros cristianos para referirse a la crucifixión. Pedro había presenciado la crucifixión de Cristo, así que estas palabras de su Señor deben haber tenido un significado muy claro para él.

Esto también debía dejar claro a Pedro que el Señor veía cada uno de sus días hacia el futuro, y sabía cuál sería su fin. La historia de vida de cada cristiano es conocida por el Señor, y esto es un consuelo maravilloso, ya que no se trata de que el Señor simplemente vea nuestro futuro y no pueda hacer nada al respecto, sino que Él ha decretado ese futuro, cada día está en su plan perfecto, y el mismo Dios que se llama nuestro Padre y nuestro Buen Pastor, es el que ha escrito cada uno de nuestros días, y puede decir con seguridad: “... a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Ro. 8:28). Todas las cosas les ayudan a bien, porque el Dios que entregó a su Hijo amado por ellos es quien ha decretado todas esas cosas.

Estas palabras de Cristo debían llevar a Pedro a pensar también que toda su vida estaba en manos de su Señor, incluyendo también su camino recorrido hasta ese punto. Todos sus días el Señor había tratado con él personalmente: lo había formado en el vientre de su madre, lo sostuvo y cuidó en su niñez, y ordenó todas sus vivencias, sus relaciones personales, su aprendizaje, de tal manera que Pedro terminó pensando, hablando, sintiendo y actuando de una manera única, que luego sería usada por el Señor para su reino, que no es la misma forma en que moldeó a Juan, Jacobo, Tomás y al resto de sus llamados.

Así también ha ocurrido con nosotros, aún antes de llamarnos el Señor sabía perfectamente quiénes somos, tal como pasó con Natanael, y es porque Él nos hizo y dispuso toda nuestra vida para que en un momento llegáramos a conocerle, y pudiésemos ser transformados por su reino y usados para su gloria. Podemos también saber y confiar que nuestros días hacia el futuro están en sus manos.

Tu viaje, desde hoy hasta tu día final, puede pasar por estaciones verdes y otras grises, por alegrías y por dolor, por momentos gratos y otros terribles, pero puedes confiar que el mismo Dios que te amó hasta el fin en Cristo, es el Dios que te guardará en cada una de esas estaciones. El Señor Jesús lo prometió: “... y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20).

    II.        El llamado del discípulo

Cuando Jesús habló a Pedro sobre su muerte en el futuro, resultó que los seguía Juan. Pedro, en lugar de interesarse por las palabras de Jesús sobre ocuparse del ministerio de pastorear y apacentar a las ovejas, y sobre el anuncio de su muerte, pregunta sobre el final que le espera a Juan, considerando que Jesús ya le había comentado lo que iba a ocurrir con él mismo.

Ante esto, Jesús lo reprende diciéndole en otras palabras que eso no era asunto suyo. Pedro no debía curiosear en aquello que está en la sola voluntad de Dios. Esto nos enseña que cada discípulo tiene un llamado distinto. En el caso de Pedro, tendría una muerte violenta y por la fuerza a manos de los enemigos de la fe. El caso de Juan fue distinto, ya que este discípulo no enfrentó el martirio, aunque también vivió persecución, de hecho, en al momento de escribir el Apocalipsis estaba preso en la isla de Patmos, producto de una persecución contra los cristianos.

El texto describe a Juan como “el discípulo amado”, sólo en este Evangelio se le llama así, y él mismo usa ese título para evitar mencionar su nombre. No debemos verlo como una muestra de soberbia, ya que no destaca el amor que él tiene por Jesús, sino el que Jesús le ha entregado a él. Es mencionado así por primera vez en la última cena, y la mención de que estaba al lado de Jesús y de su pregunta sobre quién sería el traidor, nos recuerda que este discípulo disfrutaba de una confianza especial que el Señor Jesús tenía hacia él.

Y es que Juan siempre demostró entender más rápido que el resto cuál era la voluntad de Cristo, y, al igual que Pedro, formó parte de su círculo íntimo, presenciando momentos como la transfiguración y estando más cerca de él mientras sufría agónicamente en Getsemaní. Por eso, no era extraño que Pedro se preguntara por Juan, ya que usualmente estos dos discípulos aparecen juntos, además de Jacobo. De hecho, fueron ellos los primeros de entre los doce que acudieron corriendo a ver la tumba vacía el día de la resurrección.

Sin embargo, la preocupación de Pedro, su pregunta, no era por una preocupación por Juan y su seguridad, sino como sugiere la reprensión de Jesús, era más bien una inquietud producto de la curiosidad de este discípulo.

Lo cierto es que el Señor tiene un plan y un propósito para cada uno de sus discípulos, y en este caso, Pedro debía concentrarse en lo que el Señor le dijo, que ya era de suma relevancia, en lugar de preguntarse lo que ocurriría con otro discípulo. Al parecer, Jesús se percató de que Pedro no se había detenido en el mandato que le había entregado, al decirle “sígueme”, y que no había tomado el interés que debía tener en el ministerio que le había devuelto, de pastorear y apacentar a sus ovejas. En lugar de eso, curioseaba sobre la muerte de Juan.

Debemos interesarnos no por la voluntad secreta de Dios, sino por aquella que se nos ha revelado, concentrándonos en la misión y el ministerio que el Señor nos ha puesto por delante:

Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios. Pero esto, hermanos, lo he presentado como ejemplo en mí y en Apolos por amor de vosotros, para que en nosotros aprendáis a no pensar más de lo que está escrito, no sea que por causa de uno, os envanezcáis unos contra otros. Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Co. 4:5-7).

Pedro debía obedecer en el camino de vida que recibió, sin importar el camino que Dios trazó para los otros discípulos. Pedro fue llamado a una muerte por martirio, mientras que Juan fue llamado a una larga vida, siendo el último de los Apóstoles en morir, y pudo dar testimonio por escrito de la revelación que recibió. La forma en que somos llamados a servir varía de discípulo a discípulo, y no podemos tener la actitud de aquellos que aparecen en la parábola de los obreros de la viña: esos que se quejan con el padre de familia porque paga el mismo sueldo a los que trabajaron menos horas que ellos. La respuesta de aquel padre, que es la de Dios, fue: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?...” (Mt. 20:15).

El Señor no trata a todos de la misma forma, sino que prueba a cada uno como considera apropiado. Que cada uno mantenga su posición, sin mirar para el lado sobre cómo Dios trata con sus hermanos. Sólo el Señor tiene la potestad de definir cómo vive y muere cada uno de los suyos.

Entonces, como discípulos tenemos distintos llamados y distintos ministerios, tal como dice la Escritura claramente: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo” (1 Co. 12:4-5). No es nuestra tarea entrometernos en el plan que el Señor ha trazado para cada uno de los suyos y que está en su sola voluntad. De eso sólo vemos la mínima punta del iceberg.

El mismo Juan habló a Jesús sobre un hombre que echaba fuera demonios en nombre de Cristo, pero que no seguía a los doce, por tanto, le prohibieron seguir haciéndolo. Jesús le respondió: “... No se lo prohibáis; porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. 40 Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es” (Mr. 9:39-40). A veces queremos que todos se ajusten a nuestro molde de cómo deben ser las cosas, pero que no está en la Escritura, sino en nuestra tradición. Debemos ser lo suficientemente humildes y también diligentes en estudiar la Palabra de Dios para saber dónde está el límite.

Pero hay casos como este, en que el Señor está usando a uno de sus discípulos de un modo que no nos parece el tradicional, pero ese hermano de verdad ama y sirve al mismo Señor que nosotros, y no está yendo en contra de las Escrituras, sólo que no hace las cosas exactamente como nosotros. El Señor quiso que quedara este caso registrado para que, si vemos que en una persona hay fe en Cristo y ánimo de servirlo, no le impidamos hacerlo, porque aunque quizá no nos sigue a nosotros, lo sigue a Él, que es lo que importa en definitiva.

Basta recordar aquí el caso del que fue el endemoniado gadareno y de la mujer samaritana. Ambos predicaron en sus pueblos y regiones y no andaban con los doce, pero el Señor los estaba usando allí donde vivían, porque tenía un plan con ellos ahí, que no comunicó a los doce, y que daría sus frutos con mayor fuerza luego de la muerte y resurrección de Cristo, cuando comienza a expandirse la Iglesia del Nuevo Pacto por Judea, Samaria y luego hasta lo último de la tierra.

También está claro que no todos viven la salvación exactamente de la misma manera. Algunos son llamados como con un relámpago, y de manera milagrosa dejan la vida terriblemente perversa que llevaban, y comienzan a servir con gran rapidez como si el mundo se fuera a acabar mañana. Otros que también están verdaderamente entre los llamados, parecen más lentos en un comienzo y luego van tomando fuerza, a medida que avanzan a un paso más lento, por momentos casi imperceptible, pero si se mira hacia atrás puede comprobarse que han avanzado un inmenso trecho.

En relación a esto, “El Espíritu Santo siempre guía a los creyentes a las mismas verdades esenciales y al mismo camino al Cielo. En esto invariablemente hay uniformidad, pero el Espíritu Santo no siempre guía a los creyentes a través de la misma experiencia, o a la misma velocidad. En esto hay mucha diversidad en Su forma de obrar. No juzguemos a otros impulsiva ni apresuradamente. Pensemos que los comienzos de un hombre en la religión pueden ser muy pequeños, pero su final puede demostrar un gran crecimiento” (J.C. Ryle).

Vemos entonces que la Iglesia de Cristo es una y debe vivir en unidad, pero no es lo mismo que la uniformidad. No se parece a un muro pintado de un mismo color, sino a un enorme mosaico de muchísimas piezas, y de diversos colores y formas, pero que juntas hacen la imagen de Cristo.

   III.        La muerte del discípulo

Por último, no debemos pasar por alto lo que señala este texto, diciendo que Pedro glorificó a Dios con su muerte. Estas líneas dan a entender que, al momento de escribirse, Pedro ya estaba con el Señor. Esto es tremendamente significativo, ya que después de haber negado cobardemente a su Señor para salvar su pellejo, terminaría entregando su vida en martirio porque no podía dejar de decir lo que había visto y oído. En esto vemos reflejada la plena restauración de Pedro, quien pasó de ser un negador cobarde de Cristo, a ser un mártir consagrado a su Señor.

Pensemos que, desde que recibió este anuncio, Pedro vivió aprox. 30 años más. Cada día que le quedaba en esta tierra, se despertaba y se dormía sabiendo que moriría violentamente a manos de otros por su fe en Cristo. Y eso, por momentos, podría ser una tentación para desmayar, pero finalmente prevalecía el estímulo de que su Señor lo guardaba y que su fin estaba ya bien dispuesto, y allí Pedro ratificaría su fe con su propia sangre.

Incluso, en la antigüedad, se esperaba que en su vejez los ancianos dejaran sus labores para retirarse al descanso de sus últimos años. En lugar de eso, Pedro enfrentaría la persecución y el martirio. Jesús dijo que lo llevarían por la fuerza, es decir, Pedro habría evitado la muerte de haber podido, pero la soportó voluntariamente, porque era la voluntad de Dios. Y no sólo por esa convicción mental de que es lo que Dios quiere, sino por la gracia y el auxilio extraordinario del Espíritu Santo, que le dio fuerzas en ese momento para pasar por esa prueba. Sin esa fortaleza del Espíritu, nada podríamos hacer ante el temor de la muerte.

Por eso se explica lo que vemos en el libro de Hechos: cuando Herodes persiguió a la Iglesia y acababa de matar a espada a Jacobo, el hermano de Juan, también arrestó a Pedro y quería matarlo para agradar a los judíos. Sin embargo, “… cuando Herodes le iba a sacar, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas...” (Hch. 12:6). En lugar de estar espantado de terror ante su inminente ejecución, Pedro dormía como un niño entre dos soldados que probablemente iban a ser sus verdugos. Aunque el Señor terminó sacando a Pedro de la cárcel milagrosamente, esto nos muestra cómo el Espíritu puede fortalecernos con poder en los momentos donde en nuestras propias fuerzas habríamos colapsado ante el miedo.

Finalmente, llegó el día donde Pedro entregó su vida. Tertuliano, un padre de la Iglesia, dice: “En Roma Nerón fue el primero que manchó con sangre esta fe creciente. Luego Pedro es ceñido por otro cuando se le clava a la cruz” (Antídoto contra la picadura de escorpión XV). Eusebio, por su parte, comenta: “Pedro parece haber predicado en Ponto y Galacia y Bitinia y Capadocia y Asia, a los judíos de la Diáspora, y por fin, habiendo llegado a Roma, fue crucificado con la cabeza hacia abajo, porque así pidió sufrir” (Historia Eclesiástica III, I).

En otro tiempo, Pedro había dicho con arrogancia que estaba dispuesto a ir a la muerte por Jesús, aunque nadie más lo hiciera (Mt. 26:35). Ahora vería cumplido su deseo. Iría a la muerte por Jesús, pero no la soberbia de creer que va en sus propias fuerzas, sino sabiendo que es un pecador que puede caer hasta lo más bajo, pero que ha sido amado y perdonado por su Señor, y ha recibido el poder del Espíritu para enfrentar las pruebas que vengan sobre él.

Junto con este anuncio de su muerte, Jesús mandó a Pedro: “Sígueme. Luego de haber sido perdonado y restaurado en su comunión y su ministerio, Pedro debía seguir a Cristo y andar en sus pisadas hasta la muerte. Las huellas de Jesús debieron haber quedado marcadas en la arena esa mañana antes de desaparecer de la vista de sus discípulos. Quién sabe si eso es lo que recordó Pedro cuando exhortó después a sus hermanos: “...para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 P. 2:21).

Pedro imitó a Cristo no sólo en el tipo de muerte que sufrió, sino en dar gloria a Dios con su muerte (Jn. 12:27-28; 13:31-32; 17:1). Siempre que un cristiano sigue a Cristo al sufrimiento y la muerte participando así de sus padecimientos, esto lleva gloria a Dios. Esto es parte de la hermosa obra redentora de Cristo, ya que la muerte fue un juicio contra la humanidad debido al pecado de Adán, pero en Cristo, el nuevo Adán, la muerte ya no es un juicio para sus discípulos, sino un medio para glorificar a Dios.

Por tanto, su muerte glorificó a Dios, y eso significa que su vida, aún con sus altos y bajos, también fue para gloria de Dios, ya que sólo aquellos que están entregando su vida para la gloria de Dios son los que en el momento dado, morirían por Él. Por tanto, no pienses que morirías por Cristo si hoy no estás viviendo para Él. Nuestra muerte es el resultado lógico y natural de cómo vivimos: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gá. 6:7).

En esto, tengamos en cuenta que no sólo importa empezar bien, sino terminar bien. Mientras Judas era un discípulo de Cristo a la luz del día, Nicodemo daba sus primeros pasos en la fe acercándose tímidamente a Jesús de noche. Pero más tarde, mientras Nicodemo salía valientemente a dejar el cuerpo de Cristo al sepulcro, habiendo vencido su miedo a los judíos; por el otro lado, Judas huía después de haber traicionado a Jesús, y buscaba ahora un lugar donde ahorcarse.

En resumen, debemos tanto vivir como morir para Dios, perseverando hasta el fin. Debemos trabajar arduamente por su obra mientras tengamos aliento de vida, y soportar con paciencia y fe el momento en que estemos exhalando nuestro último suspiro en esta tierra: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15).

Podemos glorificar a Dios en la muerte al estar listos para ella cuando sea que llegue. El cristiano que es encontrado como un centinela en su puesto, como un siervo con sus lomos ceñidos y su lámpara encendida, con su corazón listo y dispuesto, el hombre para quien la muerte repentina… es gloria repentina, ese es el hombre cuyo fin trae gloria a Dios” (Juan Calvino).

Recuerda que hay sólo dos formas de morir: o morimos en nuestros pecados, o morimos en Cristo y para su gloria. Entonces, mientras estamos vivos y conscientes, oremos para que glorifiquemos a Dios en nuestra muerte. Dejemos que Dios escoja dónde, cuándo, cómo y todas las circunstancias que rodearán nuestro final. Sólo pidamos que, hasta el último suspiro, nuestra vida le haya glorificado, y así sea también con nuestra muerte.

Podemos tener un final ordinario o extraordinario, morir en martirio violento, en una cárcel oscura y fétida, o rodeados de hijos y nietos en nuestra cama, podemos morir en honra o en humillación, podemos seguir el destino de Pedro o el de Juan, pero debemos asegurarnos de morir para la gloria de Dios, y eso pasa por que en esta vida nos hayamos dedicado a pelear la buena batalla.

El mismo Hebreos cap. 12, dice que tenemos en derredor nuestro una gran nube de testigos, haciendo referencia a los hermanos mencionados en el cap. 11. Ellos murieron distintas clases de muertes, pero anduvieron por fe, de tal manera que vivieron y murieron para la gloria de Dios. Entonces, teniendo en cuenta a esos hermanos, nos exhorta: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”. Amén.