No codiciarás

Domingo 22 de noviembre de 2020

Texto base: Éx. 20:17.

Ca. 50 a.C., el general romano Craso se encontraba en la lucha por obtener el dominio sobre el imperio romano. Se internó en medio oriente, y destacó por su voraz codicia, realizando numerosos saqueos, entre los cuales estuvo un asalto al templo de Jerusalén. El historiador Plutarco señala que, a Craso, “los días se le pasaban encorvado sobre las balanzas”, contando sus nuevas riquezas. En medio de un complot tramado por sus enemigos, fue capturado y ejecutado de una manera terrible: le introdujeron oro fundido por la garganta, en alusión a su conocida avaricia.

La historia de Craso nos muestra de manera condensada el pecado prohibido en el décimo mandamiento y sus consecuencias. Quien vive para la codicia, al final no aprovechará lo que obtuvo, sino que será destruido por su propio pecado, que no es otra cosa que idolatría.

La codicia es un pecado especial, pues es madre de otros pecados. Si tomamos todos los pecados que se cometen y rastreamos su origen, llegaremos a una fuente triple: la incredulidad, el orgullo y la codicia. Estos tres pecados están en la base de todos los demás.

Hablamos aquí de un pecado sutil, que se hace pasar por buenas intenciones y que en muchas de sus formas no sólo es tolerado, sino promovido por las personas sin Cristo. Mucha de la codicia hoy se hace pasar como un deseo de superación, o incluso algunos llaman amor a su deseo perverso por otra persona.

Por eso, se hace necesario analizar el décimo mandamiento: qué ordena, qué prohíbe, y cómo nos confronta hoy y ahora.

I. Deber positivo: creer en Dios y estar contentos en Él

A. Naturaleza del mandamiento

Los deberes que se exigen en el décimo mandamiento son: el pleno contentamiento con nuestra propia condición, una actitud caritativa, de la totalidad del alma hacia nuestros prójimos, como también que todas nuestras motivaciones y deseos interiores respecto al prójimo tiendan a y promuevan todo aquel bien que le corresponde” (CMW, P. 147).

No es al azar que este mandamiento sea el último de los diez, porque es la unión que sella el decálogo. Es una especie de cerca para todos los demás mandamientos, centrándose especialmente en la corrupción del alma.

Este último mandamiento es una especie de espejo del primero: mientras el primero, “no tendrás dioses ajenos delante de mí” se centra en el objeto de nuestra adoración; el último, “no codiciarás”, se centra en nuestro deseo por las cosas de este mundo. Pero, a fin de cuentas, hablamos de dos dimensiones de la misma realidad de nuestro corazón. Aquello que nuestro corazón desea y persigue, nos dirá también qué es lo que adora. Así, la Ley de Dios es como una circunferencia que inicia con el primer mandamiento, y cierra perfectamente con el décimo, que se junta con el primero en el punto inicial.

Encontramos aquí una expresión de la soberanía total de Dios, ya que “Él proclama Sus derechos sobre los escondidos ámbitos de los deseos. Su autoridad alcanza el alma y la conciencia y pone una obligación sobre nuestros mismos pensamientos e imaginaciones, la cual ninguna ley humana puede llevar a cabo” (Pink, 91).

Sólo el Señor conoce y escudriña el corazón humano, y sabe lo que ocurre en lo más íntimo de nuestros deseos y pensamientos. Él no sólo se agrada de una obediencia externa, sino que reclama para sí todo nuestro corazón. Por eso, Salomón oró al Señor diciendo: “sólo tú conoces el corazón de los hijos de los hombres” (2 Cr. 6:30), y dice también: “El Seol y el Abadón están delante de Jehová; ¡Cuánto más los corazones de los hombres!” (Pr. 15:11). Ante Él no hay pensamientos ni deseos escondidos, todo brilla ante sus ojos como bajo la luz del mediodía.

B. Deberes de este mandamiento

Siendo esto así, en este mandamiento ordena que todo cuanto imaginamos, decidimos, deseamos y hacemos, busque la gloria de Dios y el bien del prójimo (Calvino, 299). Se trata de un corazón lleno de amor a Él y al prójimo, porque el amor es justamente lo opuesto del pecado. Un corazón lleno del amor de Dios no admitirá las imaginaciones ni los deseos de hacer lo malo.

Este mandamiento trata, por tanto, con el contentamiento y la moderación:

i. El contentamiento no se trata de no sentir deseos por nada. Tampoco se trata de desear exclusivamente a Dios, sino de no desear nada en el lugar que corresponde sólo a Dios, sabiendo que lo bueno que disfrutamos es una expresión de su infinito amor. Se trata de encontrar sólo en el Señor la plenitud de nuestra alma.

Este deber positivo se refleja en la exhortación de la Escritura: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5). El corazón contento es uno reposado en Dios, tranquilo con lo que Él ha dispuesto que debemos tener hoy y ahora; un alma llena de gratitud a Dios, porque sabe que lo que Él nos da es y siempre será muchísimo más de lo que merecemos, pues lo que deberíamos recibir es la condenación eterna.

Pensemos un momento en esto: esa condenación que merecemos implica una ausencia absoluta del amor de Dios, recibiendo sólo el cáliz puro de Su ira por toda la eternidad. Es ausencia total de bien, sufriendo sólo la maldición más completa e intensa, sin luz, sólo rodeados de las más densas tinieblas, sin ningún momento de alivio ni reposo, sin ninguna satisfacción, ni la más mínima, sólo dolor y tormento, en todo momento, con la mayor intensidad y sin fin.

En consecuencia, si somos conscientes de que esto es lo que merecemos, incluso un instante de respirar tranquilo es una inmensa gracia de parte de Dios. ¡Y las misericordias de Dios que recibimos cada día son muchísimo más que eso!

Por tanto, un alma contenta en Dios es una que encontró su paz en Él, que sació la sed de su alma en Cristo, la fuente de agua viva (Jn. 4:14); y calmó el hambre de su corazón en Cristo, el Pan de Vida (Jn. 6:35). Es una que da gracias en todo, porque esa es la voluntad de Dios (1 Ts. 5:18), una que está llena del gozo que es fruto del Espíritu Santo (Gá. 5:22), de manera que puede declarar: “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti” (Sal. 16:2); y que puede decir: “En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre” (v. 11).

Por eso el Apóstol afirmó: “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Ti. 6:6), es decir, cuando se tiene la verdadera fe y se tiene esa paz y satisfacción en el Señor, que llevó al salmista a declarar: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra… en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; He puesto en Jehová el Señor mi esperanza” (Sal. 73:28). Mientras mayor sea la gracia de Dios sobre nosotros y nuestra comunión con Él, menor será la codicia.

ii. Lo anterior se manifiesta en moderación, una que nos lleva a decir: “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen; todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Co. 6:12). Un corazón contento en el Señor, es uno que no se deja dominar por las cosas creadas. No cae en obsesiones ni adicciones. Pongamos atención aquí, porque esas adicciones no se dan sólo respecto del alcohol y las drogas, sino que pueden darse hacia una persona, el trabajo, el entretenimiento, el placer sexual o de otro tipo, el ocio, la violencia, la adrenalina o literalmente cualquier cosa que existe bajo el cielo.

Lo cierto es que, si no estamos contentos en el Señor, seremos esclavos de las cosas creadas. Si no amamos a Dios con todo nuestro corazón, sentiremos una pasión obsesiva y desordenada por las cosas hechas, cayendo en idolatría y esclavizando nuestra alma a aquello que deseamos.

En contraste, esta moderación santa permite usar las cosas creadas para el fin que fueron hechas, que es para glorificar a Dios y para bien del prójimo. Quien tiene este contentamiento y moderación, es alguien que disfruta de la verdadera libertad en Cristo. Esta es la “gran ganancia” de la que habla el Apóstol.

iii. Este contentamiento en el Señor llevará también a una disposición de amor al prójimo, que no se queda en un sentimiento ni una idea abstracta, sino que se expresa en buenas obras y servicio hacia el otro. Un ejemplo concreto de esto lo encontramos en el buen samaritano, quien no sólo deseaba el bien, sino que se ocupó de hacerlo en beneficio de su prójimo, quien no podía devolver el favor que estaba recibiendo. Por eso, esta disposición no depende de recibir un bien en respuesta, sino que se hace por la convicción de que Dios se agrada de lo que hacemos y Él nos ha ordenado reflejar su carácter, que es bondadoso y generoso.

Por eso, el Señor nos mandó promover ese bien hacia nuestro prójimo, incluso si es nuestro enemigo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:44-45).

Este amor al prójimo nos lleva a dejar egoísmos, mezquindades y rivalidades, de modo que se nos dice: “Gozaos con los que se gozan; llorado con los que lloran” (Ro. 12:15), sintiendo verdadera empatía por el prójimo, alegrándonos con el bien que reciben y sintiendo como propio el dolor que sufren. No menos que esto es lo que se nos ordena en el décimo mandamiento.

II. Prohibición de todo deseo contrario a la Palabra de Dios

A. Esencia de la prohibición

Los pecados que se prohíben en el décimo mandamiento son: el descontento por nuestra propia condición; el envidiar y el dolerse por el bien de nuestro prójimo, junto con motivaciones y deseos desordenados por cualquier cosa que pertenece a nuestro prójimo” (CMW, P. 148).

Manda, pues, en resumen Dios, que no solamente nos abstengamos de defraudar y hacer mal y que dejemos a cada uno poseer en paz sus bienes, sino además que no nos mueva la menor sombra de codicia, que incite nuestro corazón a hacer algún daño al prójimo” (Calvino, 300).

Aquello que está aquí prohibido es la concupiscencia o un deseo ilegítimo de lo que es de otro hombre” (Pink, 87). Este mandamiento pesa sobre nuestros pensamientos y deseos, impidiéndonos ambicionar todo aquello que Dios nos ha prohibido. Este mandamiento ataca incluso los primeros deseos que nacen hacia cualquier cosa de la que Él nos ha privado.

La codicia es desear tanto algo de este mundo, que perdemos nuestro contentamiento en Dios. Alguien puede decir que cree en Dios y tener hábitos cristianos como ir a la iglesia, pero si busca su plenitud en algo de este mundo, incluso en cosas buenas como el matrimonio y la familia, ya no está contentándose en Dios, sino que está siguiendo sus deseos desordenados que llevan a la destrucción.

El mandamiento trata con la concupiscencia, que son aquellos deseos desordenados, esos pecados secretos e internos que son la base de los pecados que cometemos externamente. “Es una violenta propensión e inclinación hacia lo que es malo, hacia lo que es contrario a la santa voluntad y el mandamiento de Dios” (Pink, 88).

Esta concupiscencia no debe confundirse con la tentación. Esta última es cuando se nos ofrece la oportunidad de pecar, pero el hecho de ser tentado no es pecar. Nuestro Señor Jesús fue tentado, pero nunca pecó. La concupiscencia es distinta: es ese deseo del pecado, ese apetito de lo malo que ya es en sí misma pecado, y que a su vez mueve a cometer otros pecados.

Esta es la maldad que estuvo tras el primer pecado: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Gn. 3:6). Todo el mal en la tierra comenzó cuando la mujer no estuvo contenta con lo que Dios le había dado, que era nada más y nada menos que el huerto de Edén, y codició algo más, que estaba fuera de la voluntad de Dios para la vida del hombre. Esa es la raíz de todo pecado que se comete.

 

Antes del pecado de Adán y Eva en el huerto, nuestra alma se contentaba en el Señor como su bien supremo, pero como consecuencia del primer pecado, nuestros pensamientos, deseos y afectos fueron deformados, y ahora nos inclinamos a adorar las cosas creadas. Dice la Escritura: “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos” (Ro. 1:25).

De esta forma, el hombre sin Cristo ambiciona cosas que son prohibidas por Dios, e incluso cosas que no son malas en sí mismas, pero que al ponerlas en el lugar de Dios se vuelven pecado para quien las desea desordenadamente.

Así, este mandamiento prohíbe la mundanalidad, ese amor desordenado y el deseo insaciable de las cosas de este mundo. “El peligro es cuando el mundo se mete en el corazón. El agua es útil para navegar un barco, pero el peligro es cuando el agua se mete al barco” (Thomas Watson, 201).

El puritano Ezequiel Hopkins distingue cuatro grados de la concupiscencia:

1. Las primeras imaginaciones y deseos de aquello que es pecado. Debemos resistir y aborrecer estos pensamientos, como nos sacudiríamos un puñado de arañas que suben por nuestra ropa.

2. La entretención que hacemos de esos deseos e imaginaciones, abrazándolos en nuestros pensamientos y complaciéndonos en ellos. Ante la tentación, el corazón permite aquí que esos deseos echen raíces y siente simpatía hacia ellos. Lutero dijo: “no puedo evitar que los pájaros vuelen sobre mi cabeza, pero puedo evitar que se posen sobre ella”. Esta segunda etapa equivale a dejar que esos pájaros inmundos aniden sobre nuestra cabeza.

3. La aprobación del pecado en nuestra mente. Esto se produce cuando se rechaza el testimonio de la Ley de Dios y de la propia consciencia, y en su lugar se escuchan los impulsos de nuestra carne y nuestros deseos desordenados. En esta etapa, el pecado no se ve como un crimen de castigo eterno, sino como una necesidad que debe ser satisfecha.

4. La decisión de cometer el pecado. Una vez que ya se ha pasado por las tres etapas anteriores, viene el momento en que se decide satisfacer el deseo y se busca cometer el pecado. Cuando esto se concreta, ya estamos ante algo prohibido en los mandamientos anteriores.

Estos grados son los que vemos en las palabras de la Escritura: “cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. 15 Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Stg. 1:14-15). Puede existir pecado de codicia sin que se llegue a la acción, pero allí donde existe una acción pecaminosa, su origen puede rastrearse a la codicia en el alma.

B. Pecados prohibidos

Este descontento ya mencionado, que nos lleva a desear cosas fuera de la voluntad de Dios, lleva a otras manifestaciones de lo que este mandamiento prohíbe.

i. Deseo de riquezas, placeres y bienes de este mundo: esta es una forma típica en que se manifiesta la codicia, y aquí también recibe el nombre de avaricia. Es el cimiento del corazón mundano y terrenal. Por eso dice la Escritura: “los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Ti. 6:9-10). Notemos que no dice que la riqueza es pecado, sino que se refiere a los que viven para enriquecerse, persiguiendo los bienes y placeres de este mundo. Para esto ni siquiera es necesario tener muchas riquezas; quienes son pobres caen en este mal, porque es una disposición del corazón. Este pecado hace que muchos den vuelta la espalda a Cristo. Cuando Jesús confrontó al joven rico diciéndole que vendiera todos sus bienes y lo siguiera, no estaba estableciendo un requisito de pobreza para ser salvo. Lo que estaba haciendo era demostrar al joven rico que no cumplía los mandamientos como él creía, sino que tenía otros dioses (sus riquezas), y estaba lleno de codicia. Tristemente, el joven, en lugar de arrepentirse de su pecado, dio media vuelta y se fue (Mt. 19:22).

ii. Envidia, celos, rivalidades (1 Co. 13). Junto con la avaricia, esta es una de manifestaciones más comunes de la codicia. Involucra el pesar por la bendición que otro disfruta, y la ambición de tenerla uno mismo. Caín envidió a su hermano Abel, porque recibió el favor de Dios (Gn. 4:5). Por envidia, los hermanos de José quisieron matarlo, y terminaron vendiéndolo como esclavo (Gn. 37:11). Por envidia, Coré se rebeló contra el Señor y quiso tener el lugar de Moisés y Aarón (Nm. 16:2). Como vemos, la envidia puede tener las más diversas causas, se relaciona con cualquier cosa que otro puede disfrutar y que nosotros ambicionamos, incluso puede tratarse de un don espiritual, o de la gracia de Dios que otro ha recibido. Es un pecado siempre relacionado a grandes caídas, divisiones y ruinas que ha sufrido el pueblo de Dios a lo largo de la historia de la redención. En la iglesia, este pecado se manifiesta en las facciones, donde movidos por los celos o por el hambre de poder, muchos han arrastrado a congregaciones completas a terribles momentos de división y dolor.

iii. Deseo desordenado de lo que pertenece al prójimo: este es el barniz final que da el Señor para cerrar los Diez Mandamientos, y que nos prohíben ambicionar lo que Dios ha dado a otro. Este deseo pecaminoso movió a David a tomar a Betsabé, quien era la mujer de Urías (2 S. 11). También llevó a Acab a ansiar la viña de Nabot, quien terminó muriendo por esta causa (1 R. 21). Como vemos, de este deseo perverso surgen los peores crímenes.

La codicia quebranta todos los anteriores mandamientos:

1. El codicioso tiene más de un dios (Mt. 6:24), y

2. adora las cosas creadas.

3. Los deseos codiciosos impiden demostrar la reverencia que debemos a Dios.

4. Hace que nos apropiemos del día del Señor y queramos usarlo para nuestros fines (Neh. 13).

5. Nos lleva a ser desconsiderados, aprovechadores o mezquinos con nuestros propios padres (Mt. 15:5).

6. Lleva a matar o desear la muerte de otros (1 R. 21:13).

7. Provoca a apropiarse de la mujer del prójimo (2 S. 11).

8. Es la raíz de todo robo.

9. Es lo que causa que los testigos falsos vendan su palabra a cambio de dinero.

C. Consecuencias de este pecado

i. “Ahoga nuestra devoción a Dios, como la tierra apaga el fuego” (Thomas Watson). Es un enemigo de la gracia, que se opone a todo lo bueno y nos arrastra hacia abajo para que no busquemos más de Dios ni lo conozcamos más profundamente. Aleja nuestros deseos del Cielo, poniendo nuestros ojos en lo terrenal. De hecho, una persona dominada por la codicia no querría estar en un lugar donde todo tiene que ver con la gloria de Dios.

ii. Obstaculiza la eficacia de la Palabra predicada, para que no transforme nuestros corazones. En la parábola del sembrador, es descrita como los espinos que ahogan la Palabra sembrada (Mt. 13:22). Muchos sermones caen en tierra estéril, porque se trata de corazones poseídos por la codicia. Es un pecado que impide que llevemos fruto, quita nuestra vida del Señor y Su Palabra, y la pone en las cosas de este mundo.

iii. Produce conflicto con nuestro prójimo (Stg. 4:1-2) y nos separa de ellos.

iv. Nos hace merecedores de la ira y el aborrecimiento de Dios, y nos deja fuera del reino de Dios: “ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef. 5:5).

v. “Y a sus almas tienden lazo. Tales son las sendas de todo el que es dado a la codicia, La cual quita la vida de sus poseedores” (Pr. 1:18-19). Por nuestra codicia, somos tentados con el mundo entero, pero si creemos en este engaño, es el mundo el que posee y asesina nuestra alma. Acán pensó que sólo estaba tomando unos lingotes de oro y otras cosas de valor, pero en realidad estaba entregando su alma y a toda su familia a la condenación.

III. El décimo mandamiento y nosotros

A. Nuestro contexto

Es claro que con este pecado ocurre similar a lo que pasa con el resto. Si bien es cierto algunas formas de codicia siguen siendo reprobadas, y otras en general hasta son sancionadas por las leyes de los países, muchas expresiones de este pecado son toleradas e incluso promovidas. Además, como el mandamiento apunta a lo interno del corazón, muchos deseos pecaminosos son vistos como normales, o irrelevantes para los demás, mientras no se transformen en acciones.

A través de la publicidad, la industria del entretenimiento y las redes sociales, se nos llama constantemente a estar descontentos con lo que tenemos, y a consumir más, a vivir para los bienes de este mundo, y a desear a hombres o mujeres que se presentan como codiciables. Hay una verdadera competencia por capturar el deseo de nuestros ojos, y tomarnos cautivos por la vista.

En algunos casos, la envidia y el resentimiento hacia lo que otros tienen hasta ha resultado en movimientos políticos que han impulsado revoluciones o alzamientos populares, y en otros, la codicia ha impulsado la creación de grandes empresas que compiten descarnadamente entre sí. En los peores casos, ha estado detrás de robos, homicidios, masacres y sangrientas guerras.

B. Nuestro peligro de codiciar

En este contexto, la Iglesia de Cristo es como un pequeño barco sostenido por la gracia de Dios en medio de los vientos y mareas, y constantemente nos vemos en peligro de ser arrastrados.

Por lo mismo, debemos velar y estar alertas, porque tendremos la tentación de conformarnos con una obediencia externa a la Ley, con una apariencia de piedad. Sin embargo, aquí debemos recordar que podemos ser condenados sólo por nuestros pensamientos y deseos desviados, incluso aunque nunca llegáramos a ejecutar una acción de pecado. “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gá. 6:7-8). La guerra definitiva se da en nuestro corazón, nuestros deseos y pensamientos: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Ro. 8:5-6).

Recuerda que fue este décimo mandamiento el que convenció de pecado al Apóstol Pablo (Ro. 7:8), ya que se dio cuenta de que su corazón era codicioso, y estaba condenado delante de Dios. Este mandamiento es una lanza que llega hasta lo más profundo de nuestro corazón y lo atraviesa, acusándolo de pecar contra Dios en lo más íntimo y secreto, donde ningún ojo humano puede ver.

Uno de los pasajes más tristes de la Escritura, es lo que se dice del rey Amasías: “Hizo él lo recto ante los ojos de Jehová, aunque no de perfecto corazón” (2 Cr. 25:2). Fue una persona que tuvo fe, pero su corazón no se entregó por completo al Señor, sino que estuvo dividido entre el Señor y el mundo. ¡Qué insulto más grande al Señor! Ante esto, te pido que pienses: ¿Qué diría tu epitafio? ¿Diría algo como esto que se afirma sobre Amasías? ¿Qué te detiene de entregarte al Señor de todo corazón? ¿Qué se puede comparar a Él? ¿Qué puedes poner a su lado para siquiera dudar si seguirlo a Él o a aquello que deseas?

Aunque es completamente obvio que el Señor es infinitamente superior a todas las cosas, muchos prefieren perder sus almas por una mujer o por un hombre al que codician, o por las riquezas y bienes de este mundo, o para mantener su reputación entre la gente que aborrece a Dios, o para seguir disfrutando de ese placer prohibido por Dios, y que está consumiendo sus almas. Estos se parecen a la abeja que entró al frasco con miel y se terminó ahogando con ella.

La codicia es un pecado deshonroso para la religión cristiana. Para personas que dicen que sus esperanzas están arriba, mientras sus corazones están abajo; que profesan estar por encima de las estrellas, mientras lamen el polvo de la serpiente, declaran ser nacidas de Dios, mientras están enterradas en la tierra” (Thomas Watson).

 

C. ¿Cómo saber si eres codicioso? Eres codicioso si:

- La mayoría de tus pensamientos son mundanos, es decir, sobre desear y disfrutar las cosas de este mundo.

- Tus esfuerzos son en su mayoría para disfrutar de los bienes de este mundo, más que para llegar al Cielo. Persigues tener más de esta tierra, mientras abandonas los deberes espirituales y la búsqueda de ver al Señor cara a cara en la gloria.

- Una persona trabajólica es codiciosa, pues nunca está satisfecho y siempre piensa que podría tener un poco más si dedica más horas a trabajar. Eres codicioso si estás tan ocupado con el trabajo que no encuentras tiempo para tener comunión con Dios ni para servirlo junto con tus hermanos.

- Tus conversaciones son en su mayor parte centradas en los bienes, placeres, riquezas y asuntos de este mundo (p. ej. trabajo, posesiones, nuevas compras, deseos de tener ciertas cosas, etc.). En esto, debemos recordar que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mt. 12:34).

- Tu corazón está tan puesto en las cosas de este mundo que prefieres dejar a Dios y su bendición que dejarlas a ellas, como Acán, cuando prefirió conservar lo que había robado antes que su propia vida y la de su familia (Jue. 7), y como Demas, quien pasó a la historia por abandonar al Apóstol Pablo y ante todo al Señor, amando más este mundo (2 Ti. 4:10).

- No sigues el camino bíblico para obtener lo que deseas, sino que estás dispuesto a usar medios reprobados por Dios para conseguirlo.

D. Consejos para evitar este pecado

i. Ora pidiendo contentamiento y fe. “La fe no sólo purifica el corazón, sino que lo satisface, hace que Dios sea nuestra porción, y en Él tenemos suficiente” (Thomas Watson, 208).

ii. La codicia es algo que se debe mortificar, es decir, debemos hacer morir esto en nosotros intencionalmente, en el poder del Espíritu Santo y según la Palabra de Dios: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (Col. 3:5).

iii. Considera las cosas en su debido lugar. ¿Cómo vivir para las cosas de este mundo en vez de vivir para Dios? Ninguna de esas cosas podrá satisfacernos, y mientras más las deseamos, más sedientos resultamos. Si un lingote de oro no puede curar un dolor de cabeza, mucho menos el problema de nuestro corazón. Quienes tienen más bienes, darán cuenta de todos ellos ante el Señor

iv. Considera el ejemplo de quienes despreciaron al Señor. La codicia siempre destruyó la vida de quienes vivieron para ella, y tú no serás la excepción si cedes ante ella.

v. Cultiva un deseo por las cosas de arriba (Col. 3). Nuestra ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20). Sigamos el ejemplo de Enoc, quien caminó con Dios. Donde hay fe verdadera y saludable, no hay codicia que pueda prevalecer, porque la codicia está estrechamente relacionada con la incredulidad.

vi. Busca constantemente el contentamiento en el Señor (Fil. 4:11-12), confiando en Su providencia y sus cuidados. Esto es algo que se debe aprender, y no puede hacerse sin oración. El ayuno es de gran ayuda para esto, pues te recuerda que ninguna de las cosas de este mundo podrá llenar tu alma, sino que sólo el Señor puede saciar tu necesidad más profunda.

Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti” (Agustín de Hipona).

E. El ejemplo de Cristo

Si miramos a nuestro interior y a nuestro alrededor, sólo encontraremos codicias amargas y mundanalidad. Pero hay un Justo a quien debemos mirar: nuestro Señor Jesucristo, quien es todo lo contrario de un codicioso. Él está perfectamente contento en Su Padre, de modo que rechazó la tentación del diablo cuando le ofreció los reinos del mundo y la gloria de ellos (Mt. 4:8), sino que dijo: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (v. 10).

Mientras estuvo en su ministerio terrenal, Su deseo fue volver a disfrutar de esa comunión con el Padre en la gloria eterna: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5). Cristo, representándonos como el nuevo Adán, el Hijo del Hombre perfecto en justicia, nunca tuvo un deseo desordenado, ni amó las cosas de este mundo en lugar de Su Padre. Él tuvo siempre sus ojos perfectamente ajustados para mirar hacia la gloria celestial que le esperaba después de la cruz.

A pesar de ser perfecto en contentamiento, sufrió las consecuencias de la codicia de otros. Dice la Escritura que “por envidia le habían entregado” los líderes religiosos (Mt. 27:18). Pero ante esto, “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2).

Él no sólo vivió en un contentamiento perfecto, sino que también fue clavado a ese madero de la cruz para llevar allí tu codicia, tu avaricia, tu envidia, celos, ingratitud y mundanalidad. Por eso, sólo en Él puedes recibir perdón, si reconoces que has pecado contra la Ley de Dios, que necesitas salvación, y vienes a sus pies arrepentido por tus pecados, creyendo que sólo en Cristo puedes ser reconciliado con Dios.

Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:16-17).