No dirás falso testimonio

Domingo 15 de noviembre de 2020

Texto base: Éx. 20:16.

Nabot era un israelita que vivió en el s. IX a.C. y era propietario de una viña. Hasta, ahí nada extraordinario. El problema es que era vecino del perverso rey Acab, quien deseaba comprarle esa propiedad, pero Nabot se negó, ya que esa viña era la heredad de sus padres. Ante esta negativa Acab se frustró mucho, pero Jezabel, quien era la impía esposa de este rey, tramó un plan para quedarse con la viña, para lo cual ordenó a los ancianos de la ciudad montar un juicio falso contra Nabot, contratando a hombres perversos para que dijeran mentiras que inculparan a este hombre inocente.

La Escritura dice que “Vinieron entonces dos hombres perversos, y se sentaron delante de él; y aquellos hombres perversos atestiguaron contra Nabot delante del pueblo, diciendo: Nabot ha blasfemado a Dios y al rey. Y lo llevaron fuera de la ciudad y lo apedrearon, y murió” (1 R. 21:13). Acab y Jezabel lograron quedarse con la viña de Nabot, pero esta maldad no quedaría sin castigo, porque Dios había visto esta injusticia. La consecuencia de esto es que Acab moriría de forma humillante, con su sangre lamida por perros, Jezabel moriría devorada también por estos animales, y toda la descendencia de Acab sería barrida.

En esta historia, vemos de forma condensada el pecado contra el noveno mandamiento y sus consecuencias. Antes y después del triste caso de Nabot, el hombre ha deshonrado a Dios usando su lengua de forma perversa contra su prójimo. En nuestros días, muchos de estos pecados no solo son tolerados, sino que se han vuelto incluso la regla en la vida social.

Esto hace necesario que consideremos qué ordena y qué prohíbe este noveno mandamiento, y cómo confronta nuestras vidas hoy.

I. Deber positivo: honrar y promover la verdad

A. Naturaleza del mandamiento

El noveno Mandamiento demanda atenerse a la Verdad y promoverla, Hombre para con Hombre, y mantener nuestro propio buen Nombre, y el de nuestro Prójimo, especialmente al dar Testimonio” (CB1695, P. 82).

Debemos decir la verdad sin fingimiento alguno, porque Dios, que es la Verdad, detesta la mentira… [debemos ayudar] en cuanto podamos al mantenimiento de la verdad, para conservar la hacienda del prójimo, o bien su fama” (Calvino, 297).

Aunque el mandamiento se refiere específicamente a los dichos de un testigo en un juicio, implica mucho más que eso, tal como ocurre con los anteriores 8 mandamientos.

El Señor dio dos mandamientos para regular nuestro hablar: el tercero, que tiene que ver con la reverencia debida al Nombre de Dios, y el noveno, que dice relación con nosotros mismos y nuestro prójimo. Implica guardar respeto, prudencia, lealtad, dominio propio y veracidad al hablar.

El habla es una de las facultades distintivas que Dios otorgó al hombre. Aunque se ha descubierto que entre los animales hay ciertas formas de comunicación, ninguna llega al nivel de complejidad ni la profundidad del habla que el Señor entregó a la humanidad. Es por esa habilidad que no sólo nos comunicamos unos con otros, sino que también recibimos y entendemos las Palabras de Dios, y podemos también proclamar ese mensaje de vida.

Por tanto, la verdad en nuestro hablar es esencial, ya que prácticamente todo lo que conocemos, lo recibimos por la comunicación, y si lo recibimos de otra forma (por ej. por la vista), lo interpretamos con palabras. Por eso, “la veracidad no es solo una virtud, sino es también la raíz de todas las otras virtudes y la base de todo carácter justo” (Pink, 81). Para la Escritura, la verdad es sinónimo de rectitud. Cuando se habla del que habitará en el monte santo, dice que “habla verdad en su corazón” (Sal. 15:2).

La Escritura dice que “La muerte y la vida están en poder de la lengua” Pr. 18:21, y “La lengua apacible es árbol de vida” (Pr. 15:8). Cuando honramos al Señor con nuestra lengua, nuestras palabras pueden dar vida, pero cuando usamos nuestra lengua de manera perversa, causamos mal a otros y podemos llegar a causar la muerte de nuestro prójimo con intrigas, calumnias y mentiras. En ese caso, la lengua es un arma homicida.

La esencia de este mandamiento se encuentra en las palabras del profeta Zacarías: “Hablad verdad cada cual con su prójimo” (Zac. 8:16), y también en las palabras del Apóstol: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Ef. 4:29); y asimismo cuando dice: “sed llenos del Espíritu, 19 hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; 20 dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5:18-20).

Hay una relación directa entre ser llenos del Espíritu y hablar como debemos. En el pasaje paralelo al de Efesios, en la carta a los Colosenses, dice que la Palabra de Cristo debe morar en nosotros en abundancia (Col. 3:16). Si esto es así, es decir, si somos llenos de la Palabra de Cristo y del Espíritu Santo, esto se manifestará en que de nuestra boca saldrán palabras de gracia que pueden edificar a quienes nos oyen, podemos exhortarnos y edificarnos unos a otros, y por otro lado, estaremos llenos de alabanza y gratitud a Dios. Seremos altavoces que podrán reproducir las santas Palabras de Dios para bien de nuestro prójimo. Por lo mismo es que dice: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Jn. 17:17).

B. Deberes de este mandamiento

Además del deber y la disposición que ya mencionamos, y que debemos mantener de forma permanente en nuestro andar, este mandamiento ordena:

i. Comparecer y defender la verdad cuando se requiere nuestro testimonio: “Abre tu boca por el mudo En el juicio de todos los desvalidos. Abre tu boca, juzga con justicia, Y defiende la causa del pobre y del menesteroso” (Pr. 31:8-9).

ii. Amar verdaderamente el buen nombre de nuestro prójimo y buscar que sea mantenida su reputación. Debe alegrarnos cuando el buen nombre de otro es conocido: “Pues mucho me regocijé cuando vinieron los hermanos y dieron testimonio de tu verdad, de cómo andas en la verdad” (3 Jn. 1:3).

Es nuestro deber cuidar el nombre de nuestro prójimo, como cuidaríamos el nuestro, cumpliendo la regla de oro: “todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mt. 7:12). Esto implica levantarse y hablar para limpiar el nombre de nuestro prójimo cuando está siendo difamado en nuestra presencia, especialmente si él está ausente, así como cuando Jonatán se levantó ante su propio padre, Saúl, cuando éste hablaba contra David en su ausencia (1 S. 19:4).

iii. Hablar sinceramente, de todo corazón, sin reservarnos información que es relevante y que es necesario dar a conocer, que lo hagamos con claridad, sabiendo que honramos a Dios ante todas las cosas: “El testigo verdadero no mentirá… El testigo verdadero libra las almas” (Pr. 14:5,25).

iv. Ser prudentes y reservados ante las debilidades que vemos en otros: “Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 P. 4:8). Esto no significa encubrir los pecados del prójimo siendo cómplices con nuestro silencio, sino que se refiere a guardar su buen nombre, evitando exponer sus faltas a otros que no necesitan saber esa información, no queriendo avergonzarlo ni humillarlo innecesariamente.

v. Ser prontos para reconocer los dones que el Señor dio a otros, las virtudes y el bien que vemos en nuestro prójimo, alegrándonos en estas cosas, como el Apóstol Pablo lo hizo con los corintios: “Siempre doy gracias a mi Dios por ustedes y por la gracia que él les ha dado en Cristo Jesús. Porque en él ustedes fueron enriquecidos en todas las cosas, tanto en palabra como en conocimiento” (1 Co. 1:4-5 RVC). Esto implica ser prontos para recibir un buen comentario sobre el prójimo, pensando de buena fe en cuanto a él. Esto es una muestra del verdadero amor, que “todo lo cree, todo lo espera” (1 Co. 13:7).

vi. Estar dispuestos a rechazar las murmuraciones, porque la Escritura dice que el justo “[no] admite reproche alguno contra su vecino” (Sal. 15:3). Esto implica tener la valentía de pedir al murmurador que guarde silencio y desanimar su ánimo de chismear, porque no queremos seguir escuchando aquello que no deberíamos escuchar.

vii. Amar y cuidar nuestro buen nombre, defendiéndolo si es necesario. Esto no implica ser hipócritas ni llevar una doble vida, cuidando nuestra buena fama hacia afuera mientras nos permitimos abrazar la maldad en lo íntimo. Contrario a eso, implica reconocer que es fundamental tener un buen testimonio ante los demás, porque con ello también glorificamos a Dios, quien es honrado cuando sus hijos andan en la verdad, pero que es blasfemado cuando los suyos hacen lo malo, como reprendió el Apóstol Pablo a los judíos: “el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros” (Ro. 2:24). Por eso, dice la Escritura: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, Y la buena fama más que la plata y el oro” (Pr. 22:1).

viii. Mantener las promesas legítimas que hemos hecho. La Escritura dice que el recto “cumple sus promesas aunque salga perjudicado” (Sal. 15:4 RVC). Esta honestidad es una joya muy rara en nuestros días, donde cada día la gente incumple sus promesas, sobre todo cuando ven que sufrirán alguna pérdida. Simplemente desaparecen del mapa, pero no podrán esconderse del Señor.

Como telón de fondo de todo esto, está lo que nos ordena el Señor por medio del Apóstol: “Por lo demás, hermanos, piensen en todo lo que es verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo que es digno de alabanza; si hay en ello alguna virtud, si hay algo que admirar, piensen en ello” (Fil. 4:8). Notemos que no dice solo “hagan esto”, sino que va más allá, y ordena que pensemos en todas estas cosas, porque es en nuestro corazón, en nuestros pensamientos donde se encuentra la raíz de todo lo demás que hacemos en nuestra vida.

II. Prohibición de dañar maliciosamente el nombre propio o el del prójimo

A. Esencia de la prohibición

El noveno Mandamiento prohíbe todo lo que sea perjudicial para la Verdad, o injurioso para nuestro propio buen Nombre, o para el de nuestro Prójimo” (CB1695, P. 83).

La suma de todo será que no infamemos a nadie con calumnias, ni falsas acusaciones, ni le hagamos daño en sus bienes con mentiras; y, en fin, que no perjudiquemos a nadie, hablando mal de él o con burlas” (Calvino, 297).

Nuestra lengua está directamente conectada con nuestro corazón, de manera que el Señor dijo: “de la abundancia del corazón habla la boca”. Por tanto, el pecado está a sólo a una palabra de distancia. Eso explica las palabras de la Escritura: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno… pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal” (Stg. 3:6,8).

En consecuencia, en este mandamiento se prohíben todos los pecados que cometemos primero en nuestro corazón y que se expresan en el uso de nuestra lengua, que nos involucren a nosotros mismos y a nuestro prójimo.

Tanta importancia da el Señor a nuestro hablar, que prohíbe incluso las palabras vanas, cuando pensamos que lo que decimos es algo sin importancia: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt. 12:36-37).

Para presentar este mandamiento, el Señor escogió la mentira más grosera y que puede tener las peores consecuencias, y es la que levantamos en público, maliciosamente contra el prójimo, con el fin de dañar su reputación, y en el peor de los casos, lograr que sea condenado por algo que no hizo. El Señor usa ese pecado para englobar a todos los demás que cometemos con nuestra lengua, para que nos espantemos con la fealdad de este vicio, y con todo el mal que pueden causar nuestras palabras.

El Señor dice: “No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso” (Éx. 23:1). El falso testimonio pervierte la justicia, hace que el juez dicte una sentencia injusta y contraria a la verdad, causando que un inocente sufra. Por eso el Señor enumera entre las cosas que Él abomina: “El testigo falso que habla mentiras” (Pr. 6:19), y asegura: “El testigo falso no quedará sin castigo, Y el que habla mentiras no escapará” (Pr. 19:5).

Ahora, debemos aclarar que no toda falsedad que pronunciamos es una mentira. Podemos decir algo falso por ignorancia o debido a un malentendido. Una mentira, propiamente consta de tres elementos: i) hablar lo que no es verdad, ii) hacerlo de forma deliberada y iii) con una intención de engaño (Pink, 81).

B. Pecados prohibidos

Además de lo ya mencionado, este mandamiento prohíbe:

i. El soborno a testigos falsos para que hablen mentiras en nuestro favor o en contra de otros (Pr. 19:5), lo que incluye el presentar falsa evidencia para favorecer nuestra versión.

ii. Pervertir la verdad, dándole un sentido equivocado, como cuando los líderes religiosos judíos, con el fin de causarle la muerte, tomaron las palabras de Jesús sobre la destrucción del templo y le dieron un significado que Él nunca tuvo en mente (Mt. 26:60-61). Esto se hace también cuando se expresa la verdad a propósito de forma dudosa o confusa, como lo hizo la serpiente en el huerto de Edén, al usar las Palabras de Dios torcidamente (Gn. 3:5).

iii. Atribuir a propósito malas intenciones a nuestro prójimo, que él realmente no tiene, como lo hicieron los opositores de Nehemías cuando lo acusaron de querer levantarse como rey (Neh. 6:6-8), o los opositores del Apóstol Pablo cuando torcían sus enseñanzas sobre la gracia de Dios, como si él promoviera el libertinaje (Ro. 3:8).

iv. Elogiar con el propósito de motivar la vanidad de otro: “Hablan con labios lisonjeros, y con doblez de corazón. Jehová destruirá todos los labios lisonjeros, Y la lengua que habla jactanciosamente” (Sal. 12:2-3). El Señor detesta la adulación, los elogios que hacen que se encienda el ego del prójimo, porque esconden algún fin reprobado y además hacen tropezar a quien recibe los halagos.

v. Pensar orgullosamente de nosotros mismos y menospreciar a los demás. Ese es el pecado de los “amadores de sí mismos” (2 Ti. 3:2) que dijo el Apóstol que abundarían en los tiempos peligrosos. Por eso dice también la Escritura: “Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado” (Ro. 12:3 NVI); y “Peca el que menosprecia a su prójimo” (Pr. 14:21). En relación con esto, también pecamos contra este mandamiento cuando exageramos las faltas pequeñas en nuestro prójimo, lo que en palabras del Señor Jesús, implica ver la paja en el ojo ajeno, mientras dejamos de ver la viga en el propio (Mt. 7:3-5).

vi. Despreciar a nuestro prójimo, entristeciéndonos cuando le va bien, como Caín se enojó cuando Dios se agradó de la ofrenda de Abel, o alegrándonos cuando le va mal, como sufrió David cuando dijo: “Pero ellos se alegraron en mi adversidad, y se juntaron; Se juntaron contra mí gentes despreciables” (Sal. 35:15).

vii. Dar falso testimonio sobre nosotros mismos, cuando pretendemos ser más santos o humildes de lo que somos. Esto fue lo que hicieron Ananías y Safira (Hch. 5), queriendo que la iglesia pensara que ellos estaban entregando todo el dinero de su propiedad como ofrenda, cuando no era así. Cuidémonos de simular santidad o piedad, ese es un peligro al que nos vemos expuestos constantemente.

Entre todos estos pecados, hay uno que merece un lugar especial, porque es muy común y particularmente destructivo:

viii. Murmurar, chismear, calumniar y difamar a otro, que son distintas caras del mismo pecado, así que los trataremos como uno solo. La murmuración, es “toda información que pueda afectar la reputación ajena daba a conocer sin necesidad a la persona equivocada” (Sugel Michelén). Es decir, a veces tendremos que comentar una información negativa sobre una persona a otra, pero para eso debe haber una necesidad bíblica, y debemos comentarlo a la persona correcta, con la motivación correcta.

Desde luego está prohibido decir algo falso sobre nuestro prójimo, pero también hablar algo que es cierto, pero sin discreción ni prudencia, que mancha la reputación de nuestro prójimo innecesariamente, desnudando sus secretos con quienes no tienen derecho a conocerlos, o cuando lo hacemos solo para satisfacer nuestro morbo, o para manchar su nombre en la sociedad. Este pecado estuvo en la base de lo que hizo Cam al exponer la vergüenza de su padre Noé.

Si es perverso robar los bienes de nuestro prójimo, cuánto más ensuciar su buen nombre, si la misma Biblia dice que vale más que las muchas riquezas (Pr. 22:1). Se puede matar a alguien en su buen nombre, lo que es tan irreversible como el homicidio. Si toda palabra ociosa será juzgada, ¿Cuánto más las calumnias y murmuraciones? El murmurador trafica con la reputación robada a su prójimo.

La Biblia llama a la difamación “herir con la lengua” (Jer. 18:18), y Job habla del “azote de la lengua” (Job 5:21). Así como los latigazos desgarran la espalda, la lengua puede desgarrar la reputación. Las palabras pueden hacer mucho más daño del que pensamos.

Pecamos de esta forma también cuando callamos en los momentos en que deberíamos hablar, cuando se dice algo perjudicial sobre el prójimo y que sabemos que es falso, o se nos está diciendo algo que no deberíamos estar escuchando. “… en este mandamiento prohíbe no menos oír y creer a la ligera los chismes y acusaciones, que el decirlas y ser autores de las mismas. Porque sería ridículo pensar que Dios aborrece el vicio de la maledicencia, y no lo condena en el corazón” (Calvino, 299). Esto es fundamental de considerar, porque algunos se contentan con no decir cosas sobre su prójimo, pero no tienen problema en escuchar palabras podridas sobre otros. Muchos reclaman si la predicación de la Palabra de Dios se extiende más de 30 minutos, pero pueden estar escuchando 3 horas de chismes.

El Sal. 15 dice que habitará ante la presencia de Dios en Su monte santo, “El que no calumnia con su lengua, Ni hace mal a su prójimo, Ni admite reproche alguno contra su vecino” (v. 3). Esto cubre el murmurar y el escuchar al murmurador. “¡Quien levanta calumnia lleva al diablo en su lengua! ¡Quien escucha la calumnia lleva al diablo en su oído!” (Watson, 194).

Es imposible que seas lleno del Espíritu y lleno de chisme al mismo tiempo: “No andarás chismeando entre tu pueblo” (Lv. 19:16). Nunca habrá una excusa santa para chismear.

Tengamos sumo cuidado con este pecado, porque la murmuración hiere a tres personas a la vez: i) a quien es calumniado, ii) a quien escucha la murmuración y iii) el alma de quien murmura contra otro.

C. Consecuencias de este pecado

i. El hablar con engaño nos hace más como el diablo, quien es mentiroso y padre de mentira (Jn. 8:44). “Donde hay una mentira en la lengua, el diablo está en el corazón” (Watson, 194, Cfr. Hch. 5:3). La misma palabra griega diabolos, de la que viene “diablo”, implica la idea de calumnia y acusación contra otro, lo que implica buscar su destrucción deformando la verdad o usándola de manera impía.

ii. Por el contrario, nos aleja más de Dios, quien es llamado “Jehová, Dios de verdad” (Sal. 31:5), Jesús es denominado “testigo fiel y verdadero” (Ap. 3:14) y el Espíritu Santo es referido como el “Espíritu de verdad” (1 Jn. 4:6). Por lo mismo, “Los labios mentirosos son abominación a Jehová; Pero los que hacen verdad son su contentamiento” (Pr. 12:22).

iii. Muchas veces, el daño que produce es irreparable. El falso testigo que causa la muerte de quien fue calumniado, no podrá volverlo a la vida. Quien murmuró o difamó a su prójimo, no podrá volver atrás las palabras que ya dijo. La duda que ya sembró quedará allí ardiendo en la mente de otro, y la reputación que manchó, en muchos casos no podrá ser limpiada, aunque se quiera y se hagan muchos esfuerzos para rectificar lo dicho.

iv. El falso testimonio, las calumnias, la difamación y los engaños tienen sanciones en las leyes de este mundo, pero también en la eternidad: “El testigo falso no quedará sin castigo, Y el que habla mentiras no escapará” (Pr. 19:5); y “todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre” Ap. 21:8.

III. El noveno mandamiento y nosotros

A. Nuestro contexto

Es claro que nuestros días no se caracterizan por la honra a la verdad, ni por el respeto al buen nombre del prójimo. La verdad ha dejado incluso los púlpitos, y desde ahí en adelante, todo lo que se puede esperar es decadencia. Los engaños, las mentiras por conveniencia, las murmuraciones y difamaciones se ven por doquier cada día. Esto nos recuerda las palabras del Apóstol Pablo, cuando advirtió a Timoteo diciendo: “También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres… sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno” (2 Ti. 3:1-3).

Abundan los que prometen cosas sin pretender cumplir lo que dicen. ¡Cuántas mentiras se dicen en un solo día en el mundo! Por otro lado, cuán fácilmente caemos en la curiosidad morbosa por las vidas y los pecados ajenos. Hay hasta revistas, vídeos y programas de televisión dedicados a entrometerse en las vidas de otros y disfrutar con murmuraciones y habladurías. Muchos de los pecados prohibidos en este noveno mandamiento, no solo se toleran, sino que tristemente se han vuelto aceptables en la vida social. Algunos pueden jactarse de no ver pornografía, pero no tienen problema en ver programas de televisión dedicados al chisme. Lo que la pornografía es a los ojos, el chisme es a los oídos.

Pero esto no es sólo una realidad en el mundo sin Cristo, sino que se encuentra también en la Iglesia del Señor. Por eso advierte la carta de Santiago: “Con [nuestra lengua] bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así” (Stg. 3:9-10). Tal como la vid no produce higos, y así como de una misma fuente no sale agua dulce y salada al mismo tiempo, así dice el Señor que de nuestra boca no puede salir bendición y maldición.

Claramente debemos cuidarnos de todos los pecados mencionados durante la predicación. No debemos considerarnos libres de ellos, aunque es extraño que un creyente pueda vivir en la mentira, y más extraño aún que pueda permitirse decir en un juicio falso testimonio contra otro. Insisto, no estamos libres de caer, pero son pecados menos comunes. Sin embargo, en cuanto al chisme y la murmuración, son más comunes de lo que uno quisiera, y además tienen la característica de ser en extremo dañinos para la vida de la iglesia.

Ante las divisiones que estaban ocurriendo en la iglesia en Galacia, el Apóstol los exhortó diciendo: “Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gá. 5:15). La murmuración y el chisme no son otra cosa que canibalismo espiritual.

La murmuración produce facciones y divisiones en la iglesia. La Escritura dice: “el chismoso aparta a los mejores amigos” (Pr. 16:28), y “donde no hay chismoso, cesa la contienda” (Pr. 26:20). Una iglesia donde abundan las habladurías, es una donde los hermanos han cedido a las maquinaciones del diablo y le han dado lugar para que haga su obra destructora.

Esto afecta a todos los hermanos, pero especialmente a quienes sirven más visiblemente, en particular los pastores. Quienes deseen servir en el ministerio pastoral, deben preparar sus corazones para ser objeto de quejas y murmuraciones constantemente. Esto es así porque el pecado todavía habita en los cristianos, y esta falta en particular llega a ser una plaga. Sin embargo, esto no excusa a quienes lo cometen. Tales personas son responsables ante Dios por convertirse en instrumentos de satanás para desalentar a quienes sirven presidiendo a sus hermanos en la fe.

Ante las constantes quejas del pueblo, Moisés se desanimó al punto de querer dejar el liderazgo de Israel (Nm. 11). El Apóstol Pablo fue constantemente menospreciado y difamado por los mismos a quienes él servía, y por quienes se fatigaba para que pudieran conocer el Evangelio de Cristo. A tal punto llegó, que se despidió de los Gálatas diciendo: “De aquí en adelante nadie me cause molestias; porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús” (Gá. 6:17). Hay períodos de su ministerio en que los pastores deben luchar fuertemente con la tentación de la amargura y el desaliento cuando la murmuración dicha en secreto por algunos hermanos llega a sus oídos (y en la mayoría de los casos termina llegando).

No te consueles con el hecho de que este pecado ha sido cometido por muchos, porque como reza el dicho, “mal de muchos, consuelo de tontos”. No veas como poca cosa el ser un aliado del destructor del rebaño. No sólo los pastores se ven afectados. Debido a este mal, muchos hermanos se han visto tentados a retirarse de congregaciones, o lo han terminado haciendo. Otros han tropezado en su fe, y no pocos creyentes nuevos se desilusionan fuertemente de la iglesia cuando se encuentran con esta podredumbre.

Con esto se debe tener sumo cuidado, ya que suele disfrazarse de fines supuestamente piadosos. Algunos se esconden en que supuestamente son muy sinceros, haciendo pasar su pecado como virtud, cuando en realidad son imprudentes y sueltos de lengua. Otros usan frases como: “Hermano, tengo una preocupación por la iglesia, quiero compartirla contigo para ver si crees lo mismo que yo…”, “te cuento esto para que estés en oración…”, “tengo una duda sobre el pastor de la iglesia, a ver si me puedes aclarar…”. A veces basta con un gesto que invita a la duda sobre la reputación de un hermano o de los pastores. Una de las frases más temidas por los pastores es: “le digo esto en amor, y no soy el único que cree lo mismo”. ¡Allí se puede oler el veneno podrido de satanás! Muchas divisiones que consumieron iglesias completas como un gran incendio, comenzaron con la pequeña chispa de comentarios como esos.

Consideremos lo horripilante que es este pecado ante el Señor, tanto que el que calumnia con su lengua y el que escucha con morbo no habitarán en su monte santo (Sal. 15:3).

B. Consejos para evitar este pecado

i. Ora pidiendo al Señor que te libre de pecar con tu lengua. Es imposible vencer sobre este pecado sin oración. “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; Guarda la puerta de mis labios” Sal. 141:3.

ii. Si notas que tiendes a murmurar contra alguien, arrepiéntete y comienza a orar por esa persona intencionalmente. Si te mantienes orando por ella, es imposible que al mismo tiempo perseveres en murmuración en su contra. Por el contrario, te permites murmurar contra una persona, lo más probable es que no quieras orar por ella. O harás lo uno o lo otro. Si escoges el camino de la oración, verás cómo la murmuración se va disipando.

iii. Cuidado con hablar ligeramente, con hacer promesas apresuradas, con juzgar de forma impulsiva. Nos demoramos 3 o 4 años en aprender a hablar, pero toda una vida en aprender a callar. “En las muchas palabras no falta pecado; Mas el que refrena sus labios es prudente” (Pr. 10:19), y “todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” (Stg. 1:19).

iv. Cuidado con hacer grupitos o facciones con hermanos, con los cuales te permites murmurar de otros. Tanto las facciones como la murmuración son frutos de la carne (Gá. 5:20) y reflejan el carácter de satanás.

v. Cuidado con la curiosidad morbosa y el ocio. Estos son los combustibles de las calumnias y murmuraciones. Quien está haciendo lo que debe hacer, no tiene tiempo para chismear.

vi. Cuando tengas una duda sobre el actuar de un pastor o un hermano, ve y habla directamente con él: “El que anda en chismes descubre el secreto; Mas el de espíritu fiel lo guarda todo” (Pr. 11:13). Se requiere una santa valentía para esto.

vii. Evita a los chismosos y sueltos de lengua. No te creas fuerte ante el chisme. Tu carne ama la murmuración y está predispuesta a ella: “Las palabras del chismoso son como bocados suaves, Y penetran hasta las entrañas” (Pr. 18:8). Piensa en el poder de atracción que tiene la frase: “¿Supieron la última?”. Por eso dice la Escritura: “El que anda en chismes descubre el secreto; No te entremetas, pues, con el suelto de lengua” (Pr. 20:19). Antes de pensar en otro, te pido que te preguntes: Los hermanos, para obedecer este pasaje, ¿Tendrían que evitar juntarse contigo?

viii. Reflexiona en tu propia pecaminosidad y debilidad. Este es el mayor antídoto contra la murmuración. El chisme es una forma sutil de exaltarse a uno mismo, mientras pisoteas al otro para encumbrarte sobre él. Es una forma de alimentar tu ego, porque te sientes mejor y más fuerte que aquel que ha caído. Quien conoce su maldad y la profundidad de su pecado, lo pensará dos veces antes de festinar con el pecado de otros.

ix. Si estás sufriendo la murmuración en tu contra, reacciona piadosamente. David, cuando fue maldecido por Simei, no se vengó con furia, sino que lo tomó como algo de parte del Señor, debido a su pecado (2 S. 19). Como dijo Charles Spurgeon, “Si un hombre piensa mal de ti, no te enojes con él, porque tú eres peor de lo que él piensa”. Por lo demás, ser cristianos no nos blinda contra las difamaciones. Si hombres santos como Noé, Moisés, el rey David y el Apóstol Pablo sufrieron este mal, no debemos pensar que somos especiales como para no padecerlo también.

C. El ejemplo de Cristo

Si miramos a nuestro alrededor, y si consideramos nuestro propio corazón, sólo encontraremos pecado contra el noveno mandamiento. Hemos quedado desnudos y sin excusa ante la Ley de Dios. Pero ¡Gloria a Dios! Porque hay un Justo a quien podemos mirar, y en quien podemos refugiarnos.

Cristo es todo lo contrario de un testigo falso: Él es llamado “el testigo fiel y verdadero” (Ap. 3:14), y no sólo ‘dice’ la verdad, sino que ‘es’ la verdad en persona: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Jn. 14:6). Todo lo que Cristo dijo e hizo fue la más completa y pura verdad, porque Él es personalmente la Verdad.

Pese a esto, Cristo, quien es llamado “el Justo”, fue acusado de ser un glotón y borracho (Mt. 11:19), y sufrió el falso testimonio de los impíos, quienes lo calumniaron sin motivo (Mt. 26:60-61). Todo esto lo soportó para nuestra salvación, sufriendo el azote de la lengua de los perversos y humillándose hasta la muerte para que pudiéramos ser libres de la condenación que merecíamos.

El testigo fiel y verdadero, la Verdad en persona, sufrió para que los calumniadores, chismosos, murmuradores, mentirosos, hipócritas y soberbios pudiéramos ser salvos. Él pagó en esa cruz por cada una de tus palabras ociosas, por cada vez que difamaste o murmuraste contra otro, en que te entretuviste escuchando chismes y luego difundiéndolos con otros, por cada mentira con la que engañaste a tu prójimo, por toda palabra fuera de lugar y que te hacía merecedor de eterna condenación.

Por otro lado, Él jamás calumnió, nunca murmuró, ni difamó, ni mintió, ni se encontró una palabra vana en sus labios. Todo lo que Él habló y lo que calló, fue siempre según la más pura verdad y la más perfecta sabiduría.

Por eso, es el único que puede salvarte, porque obedeció perfectamente allí donde tú caíste, y pagó la condena de tu caída. A ti que has pecado contra el noveno mandamiento, te llamo a mirarte en el espejo de la Ley de Dios y reconocer tu culpa, sabiendo que estás condenado por ella, pero acto seguido mirar a Cristo, la Verdad, y creer que sólo en Él puedes encontrar perdón y salvación, y serás salvo, porque Él lo ha prometido y es fiel.