No hurtarás

Domingo 25 de octubre de 2020

Texto base: Éx. 20:15.

Según estadísticas del Ministerio Público, durante el 2019 se presentaron 750.325[1] denuncias por distintos delitos contra la propiedad, tributarios y económicos. Esta cifra no considera los delitos no denunciados, por lo que se puede presumir que sólo en el año 2019, se cometieron más de 1 millón de delitos relacionados con la propiedad y el dinero en sus distintas formas.

En las últimas dos décadas, han salido a la luz pública diversos casos de corrupción que involucraron concesiones de servicios, dineros para campañas políticas, y leyes dictadas a la medida para ciertos grupos económicos, involucrando a partidos de todos los sectores políticos. También se conocieron colusiones entre grandes empresas que perjudicaron a incontables consumidores, y sobre todo desde octubre de 2019, hemos presenciado con espanto cómo hordas de chilenos han saqueado comercios de todo tipo, donde muchas veces familias completas que no se dedicaban a delinquir, participaron de esta ola de despojos y robos.

¿Qué ocurre con la Iglesia en medio de esto? ¿Cómo debemos vivir en medio de una sociedad en donde hay tal nivel de descaro y de violación de la propiedad ajena? ¿Qué debemos creer y predicar en este contexto?

Se hace necesario meditar en el octavo mandamiento: “no hurtarás”, deteniéndonos en lo que ordena, lo que prohíbe y cómo nos confronta personalmente hoy.

I. Deber positivo: trabajar honestamente y contentarnos con nuestro sustento

A. Naturaleza del mandamiento

El octavo Mandamiento demanda procurar y hacer progresar, de forma lícita, las Riquezas y el Bienestar, de nosotros mismos y de los demás” (CB1695 P79).

Trata de nuestra relación con los bienes de este mundo. Implica procurar por todos los medios que sean legítimos, el avance del propio patrimonio, respetando la propiedad del prójimo y buscando su bien. Es decir, la Biblia no solo reconoce, sino que asume la existencia de la propiedad privada y ordena que sea respetada. Por lo mismo, su fin es “… que se dé a cada uno lo que es suyo, pues Dios abomina toda injusticia” (Calvino, 295).

El fundamento último de este mandamiento es que Dios es dueño de todo, como dice la Escritura: “De Jehová es la tierra y su plenitud; El mundo, y los que en él habitan” (Sal. 24:1), y “He aquí, de Jehová tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella” (Dt. 10:14). Esta verdad es clave y constituye la base de este mandamiento porque:

a) Dado que el Señor es el dueño de todo, es Él quien determina cómo debe administrarse Su creación, con todo lo que ella contiene. Por ello, Él ha decidido poner al hombre como administrador de algunas de esas cosas creadas, y en ese sentido, podemos considerar que algunas cosas son nuestras o de otro.

b) Si no existiera este mandamiento que reconoce la propiedad privada, no podríamos comprender la verdad de que Dios es dueño de todo, pues no tendríamos la referencia de lo que significa poseer algo como propio, y no tendríamos con qué relacionar el dominio que el Señor tiene sobre Su creación, ni la potestad que tiene de hacer lo que Él quiera con ella.

El mandamiento involucra el deber de trabajar con diligencia, no sólo para subsistir, sino para desarrollar nuestra habilidad y conocimiento de modo que glorifiquemos a Dios, para servir al Señor y al prójimo, y para que podamos tener lo suficiente para proveer para nosotros y quienes están a nuestro cuidado, y también prosperar en cuanto nos sea posible.

En el principio, cuando el Señor recién hubo creado a Adán, lo primero que hizo con él fue: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Gn. 2:15). Por tanto, el trabajo no fue una consecuencia del pecado, ni fue un castigo que el Señor nos impuso, sino que es parte central de nuestra misión en la tierra: administrar la creación en Nombre de Dios y para Su gloria. Cultivar el huerto implica la tarea de conocer la creación, investigar cómo se trabaja, aprender a cosechar el huerto y sacar el fruto cuando es el tiempo adecuado, y saber mantener ese huerto para poder seguir trabajándolo en el futuro. Esto se aplica a todas las áreas del quehacer humano en la tierra.

Todas las disciplinas, oficios y trabajos lícitos le pertenecen a Dios, pues reflejan de alguna manera su labor de creador y sustentador de todas las cosas, y son un eco de Su creatividad y poder. Cuando el ser humano se dedica a esta labor de cultivar la creación, en todas las áreas del conocimiento y las labores que son lícitas, está demostrando que fue hecho a la imagen de Dios.

Producto del pecado, para cumplir este mandamiento ahora debemos trabajar comiendo nuestro pan con el sudor de la frente, y debemos estar contentos, satisfechos y agradecidos del Señor con la porción que podemos obtener honestamente con esa labor, sabiendo que nuestra plenitud y sustento se encuentra en Él.

El mandamiento no sólo involucra avanzar nuestro propio patrimonio, sino una ley de amor con respecto a lo que pertenece al prójimo. Requiere que seamos íntegros y honestos cuando se trata de cuidar lo que pertenece a otro, no tomando nada para nosotros de forma ilegítima. Así lo dice la regla de oro, enseñada por Cristo: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mt. 7:12). Esto explica que en la Ley, se ordena que incluso si un israelita encontraba un asno perdido y que pertenecía a otro, debía llevárselo (Éx. 23:4), con todas las molestias y el gasto de tiempo que esto significa.

La propiedad debe ser respetada. Dios ha establecido este octavo mandamiento como un cerco alrededor de la casa, propiedad y posesiones de las personas, y este cerco no puede ser romperse sin pecar” (Thomas Watson).

B. Deberes de este mandamiento

Además del trabajo diligente y honesto que ya se describió, el mandamiento ordena:

i. Honestidad e integridad en los contratos y el comercio entre las personas: “Estas son las cosas que deben hacer: díganse la verdad unos a otros, juzguen con verdad y con juicio de paz en sus puertas, 17 no tramen en su corazón el mal uno contra otro, ni amen el juramento falso” (Zac. 8:16-17 NBLA). Esta honestidad e integridad debemos buscarla en el mayor grado posible, en cuanto dependa de nosotros.

ii. Pagar a cada uno lo que se le adeuda: La Escritura ordena diciendo “Pagad a todos lo que debéis… no debáis a nadie nada” (Ro. 13:7,8). Si has contraído una deuda, debes ser cumplidor y responsable en pagarla según te comprometiste.

iii. Cultivar la generosidad: dar y prestar libremente según esté a nuestro alcance y conforme necesiten los demás: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10). Esto nos demuestra que el mandamiento no se queda en el piso mínimo, que es respetar la propiedad del prójimo, sino que se extiende mucho más allá y nos demanda procurar su bien. Este es el espíritu que refleja el carácter de Dios: “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Lc. 6:38).

iv. Guardar moderación respecto de los bienes materiales: “Pero la piedad es una gran ganancia, cuando va acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, si tenemos sustento y abrigo, contentémonos con eso” (1 Ti. 6:6-7). Debemos caracterizarnos por encontrar nuestra plenitud en el Señor. Muchos intentan saciar el vacío de sus almas comprando nuevas cosas, o destinando gran parte de su presupuesto a la comida o el entretenimiento. Pero un alma satisfecha en Dios se alegra en Él y está reposada, lo que a su vez la llevará a ser moderada en sus gastos y forma de vida, en contraste con el que constantemente acumula, consume sin control y busca el lujo.

v. Administrar con diligencia nuestro patrimonio, procurando que se mantenga en buen estado: “Sé diligente en conocer el estado de tus ovejas, Y mira con cuidado por tus rebaños… Los corderos son para tus vestidos, Y los cabritos para el precio del campo; 27 Y abundancia de leche de las cabras para tu mantenimiento, para mantenimiento de tu casa, Y para sustento de tus criadas” (Pr. 27:23,26-27). Si bien es cierto el falso evangelio de la prosperidad debe ser rechazado como la mentira diabólica que es, no debemos arrojar al bebé con el agua de la bañera. La prosperidad no es algo reprobado en la Escritura, sino que si se ha obtenido con sabiduría y temor de Dios, es una bendición que viene de su mano. Lo malo es la codicia, no la prosperidad. Dice también la Escritura: “No hay cosa mejor para el hombre sino que coma y beba, y que su alma se alegre en su trabajo. También he visto que esto es de la mano de Dios” (Ec. 2:24). Esto implica también cuidar el patrimonio de malas decisiones. No hay nada necesariamente santo en la pobreza, ni pecaminoso en la prosperidad. Ser negligentes y descuidados con nuestro patrimonio es un pecado, porque olvidamos que no se trata de nosotros, sino de administrarlo para gloria de Dios.

II. Prohibición de enriquecerse a costa de los demás o privarles de lo suyo

A. Esencia de la prohibición

El octavo Mandamiento prohíbe todo lo que impida, o pueda impedir, injustamente, las Riquezas o el Bienestar, de nosotros mismos o de nuestro prójimo” (CB1695 P80).

“… este precepto también respeta el gobierno de nuestras acciones, al establecer los límites debidos para nuestros deseos de cosas mundanas, y que no excedan lo que la buena providencia de Dios nos ha designado” (Arthur Pink, 73).

La raíz de donde proviene el robo es la falta de contentamiento en el Señor, y de gratitud con aquello que Él nos provee. A partir de esto, surge la codicia de lo que Él no nos ha entregado, pero que ha entregado a otros. Quien roba además es incrédulo, pues desconfía del cuidado y la providencia de Dios, quien dijo: “No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5). Es creer que Dios no nos puede sostener y que por ello es necesario romper su Ley y dañar al prójimo.

El primer pecado cometido involucró un hurto, ya que Eva tomó del fruto que le estaba prohibido comer. Eso implica que no estaba dentro de las cosas de las que ella podía disponer, pero no respetó esa barrera que el Señor impuso y se apropió ilícitamente de algo que no le pertenecía.

Así también, el primer pecado registrado luego de que los israelitas entraron en la tierra prometida, fue el robo que cometió Acán (Jos. 7:21), tomando de lo que el Señor reclamó como suyo, lo que le significó morir junto con su familia.

Por otra parte, en la Iglesia del Nuevo Pacto, el primer pecado registrado tiene que ver también con un robo, ya que se dice que Ananías “sustrajo del precio” junto a Safira (Hch. 5:2).

Suele ser también uno de los primeros pecados que cometen los niños, cuando desean que todo aquello que les gusta sea de su propiedad, y una de las primeras palabras que aprenden a decir es “mío”, pero la usan para tomar los juguetes de otro niño y apropiarse de ellos.

Es, por tanto, uno de los pecados más arraigados en nuestro corazón caído, que se encuentra en toda sociedad que ha existido desde que Adán y Eva tomaron de aquel fruto en el huerto. Por lo mismo es que el Señor dedica un mandamiento especial para prohibirlo.

El principio general es que “todas las maneras y caminos que usamos para conseguir las posesiones, la hacienda y el dinero del prójimo, cuando se apartan de la sinceridad y de la caridad cristiana o se disfrazan con el deseo de engañar y dañar como fuere, han de ser consideradas como hurtos” (Calvino, 295).

B. Pecados prohibidos

Además del descuido de los deberes que el Señor ordena en este mandamiento, ya mencionados en el punto anterior, este mandamiento condena:

i. El robo, que implica apropiarse de lo que pertenece a otro, ya sea usando violencia o aprovechándose de un descuido: “No hurtaréis, y no engañaréis ni mentiréis el uno al otro” (Lv. 19:11).

ii. Recibir o comprar algo robado: “El cómplice del ladrón aborrece su propia alma” (Pr. 29:24). Quien compra o recibe algo del ladrón, demuestra que no tendría inconveniente en robar él mismo si tuviera oportunidad, y se hace parte del delito de quien ha despojado a su prójimo. No importa cuánto puedas ahorrarte al comprar así: Dios no bendecirá esa acción, y ante Él compartirás la culpa del delincuente.

iii. Fraude, injusticia y deshonestidad en los contratos: “Abominación son a Jehová las pesas falsas, Y la balanza falsa no es buena” (Pr. 20:23). En la antigüedad, tanto como sigue pasando hoy, se determinaba el valor de muchos productos según su peso. Debido a eso, algunos comerciantes alteraban las pesas para sacar un provecho ilegítimo de su prójimo. El Señor dice que aborrece tales pecados, porque son una forma de robo. De eso aprendemos que debemos conducirnos con toda honestidad en nuestros contratos y negocios, sin tener jamás la disposición de aprovecharse del prójimo a través del fraude o el engaño. Aunque nuestra cultura celebra este pecado, ante Dios es abominación, por tanto, nunca debes usar algún truco para pagar menos o para que te paguen de más, y jamás debes ser encontrado disfrutando sin pagar de algo que deberías estar costeando con tus ingresos.

iv. Retención de lo que es del prójimo: “He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos” (Stg. 5:4). No tenemos derecho a tomar para nosotros lo que en justicia corresponde a nuestro prójimo. Una manifestación de esto son las ganancias excesivas, donde se explota al prójimo sin pagarle un salario justo, mientras se acumulan riquezas para uno mismo. Esta es una forma de robo. Acá debe entenderse toda forma de proceder que implica no dar al prójimo lo que le corresponde.

v. Usura y opresión: “No tomarás de él usura ni ganancia, sino tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo” (Lv. 25:36). La Biblia prohíbe aprovecharse de la necesidad del pobre para hacerlo un esclavo financiero. Hacer tal cosa es no tener temor de Dios. Lamentablemente, es un pecado aceptado en nuestros días, pero ante Dios sigue siendo una opresión intolerable. Quien la comete es culpable de oprimir a su prójimo.

vi. Extorsión y soborno: “No aceptarás soborno, porque el soborno ciega aun al de vista clara y pervierte las palabras del justo” (Éx. 23:8). El soborno es una forma de torcer el derecho, usando los bienes que Dios nos dio para favorecernos de manera ilícita. Esto va desde el acuerdo escondido con algún técnico para disfrutar de servicios gratis o más baratos en casa, hasta el pago a los funcionarios públicos para que nos hagan un favor, o la extorsión a un juez para resultar favorecidos.

vii. No pagar deudas contraídas (ver supra II.B.ii). Una forma de cometer esto es cuando no se devuelve lo prestado. Esto también es muy extendido en nuestra cultura, pero la Escritura dice: “El impío pide prestado y no paga” (Sal. 37:21). Aunque la persona no nos cobre por vergüenza o por olvido, retener eso con nosotros es un robo, y como tal, desagrada a Dios.

viii. Apostar, ser ocioso, despilfarrador, consumista o cualquier otra forma que perjudique nuestro propio patrimonio: todos estos pecados son una desobediencia al deber de trabajar honestamente y de administrar lo que tenemos para gloria de Dios. Reflejan más bien egoísmo, pasiones desordenadas y codicia.

ix. No hacer lo que debemos hacer según nuestro trabajo: hablando del servicio debido a los amos terrenales, la Escritura dice: “No actúen así sólo cuando los estén mirando [“sirviendo al ojo” RV60], como los que quieren agradar a la gente, sino como siervos de Cristo que de corazón hacen la voluntad de Dios” (Ef. 6:6 RVC). Si alguien recibe una paga por trabajar cierta cantidad de tiempo del día, estará robando si destina ese tiempo para otras cosas cuando su jefe no lo está viendo. Ante todo, olvida que su trabajo es para el Señor en primer lugar.

x. Apropiarse del conocimiento de otro, como la práctica de copiar en los exámenes, o el plagio en sus diversas formas.

xi. Los trabajos ilegítimos, que en sí mismos implican cometer o promover pecados, como trabajar en el ocultismo, las apuestas, el narcotráfico o la prostitución.

xii. Evadir impuestos: aunque muchas veces suele haber impuestos que resultan abusivos y que imponen una carga indebida sobre los hombros de las personas, la Escritura nos dice que debemos pagar los impuestos necesarios para que el gobierno humano cumpla las tareas que Dios le ha asignado, principalmente para ejercer justicia en la tierra: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (Ro. 13:7). Cristo no evadió esta responsabilidad, sino que la cumplió (Mt. 17:27).

C. Consecuencias de este pecado

i. El ladrón siempre estará bajo el terror. La culpa engendra miedo: “Huye el impío sin que nadie lo persiga; Mas el justo está confiado como un león” (Pr. 28:1). Quien vive del robo andará escapando de sus propios fantasmas, aunque nadie esté realmente tras sus pasos.

ii. Quien se apropia de cosas ilegítimamente está guardando lo robado en un saco roto. Tarde o temprano lo perderá por su propia negligencia o por el juicio de Dios: “A los impíos los destruye su propia rapiña, porque se rehúsan a hacer justicia” (Pr. 21:7), “¡Qué dulce es el agua robada! ¡Qué sabroso es el pan comido a escondidas!» 18 Y ellos no saben que sus invitados terminan muertos en el fondo del sepulcro” (Pr. 8:17-18).iii. Además, el robo estaba castigado en la Ley de Moisés (Éx. 22), y en prácticamente todas las legislaciones. Es decir, este pecado no solo nos hace culpables espiritualmente, sino que tiene consecuencias en esta tierra, donde se debe pagar la sanción impuesta por la ley. Si se persevera en este pecado, la consecuencia es la condenación eterna.

iv. Por ello, ante este pecado es necesario arrepentirse, y la Ley del Señor nos enseña que un arrepentimiento verdadero incluye restitución. Es decir, quien verdaderamente lamenta su pecado, hará lo necesario para compensar el daño que ha causado, devolviendo lo que ha robado o su equivalente en dinero, y aun más de eso. Sabemos que el pecado no siempre se traduce en dinero o en cosas materiales, pero el principio es que se debe procurar por todos los medios restituir el daño provocado.

III. El octavo mandamiento y nosotros

A. Nuestro contexto

Aunque se reconoce en general que el robo es un mal, lo cierto es que nuestra cultura tolera o incluso promueve muchas prácticas prohibidas por este mandamiento. Por una parte, algunos han enriquecido a costa de otros, o negándole el salario que les correspondía conforme a justicia, o mediante la corrupción, el soborno y la colusión. Otros cometen fraude contra sus jefes cada vez que pueden, justificándose en su pobreza o el abuso que dicen sufrir como trabajadores.

Los arreglos por debajo de la mesa para perjudicar a terceros y encumbrarse a sí mismos están a la orden del día, sea que hablemos de un contrato de internet o de un acuerdo multimillonario para acaparar un sector del mercado. El “robo hormiga” (hurto de pequeñas cantidades) cuesta pérdidas millonarias a los supermercados, y las colusiones de ciertas empresas han perjudicado con miles de millones de dólares a los consumidores y a otras empresas competidoras.

Hay una práctica general de deshonestidad unos hacia otros, todos sienten les han robado y por esa razón quieren “compensar” lo que sienten que han sufrido, por lo que sacan ventaja del prójimo cada vez que pueden, y piensan que lo que hacen es justo, cuando en realidad solo se están devorando unos a otros sin compasión. Se sienten más astutos que el resto y se jactan de su creatividad para engañar y aprovecharse del prójimo, pero sólo muestran su miseria espiritual y su profunda perversión.

Ante esto, muchos proponen como salida el socialismo, amparándose en una supuesta “justicia social”. Pero mientras la Biblia dice que debemos ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, el socialismo dice que podemos aprovecharnos del sudor del de en frente. Alguien puede alegar que igual ha trabajado, y que por tanto merece los beneficios sociales. Pero lo cierto es que no trabajó por ‘ese’ dinero, que fue sacado a la fuerza de lo que otras personas produjeron. La Biblia establece la verdadera solidaridad, que siempre es voluntaria, mientras que el socialismo sustrae de unos a la fuerza, para supuestamente dar a otros, pero en realidad termina favoreciendo a activistas políticos y su grupo de interés, y genera en un sector de la población la creencia de que merecen recibir un dinero que no ganaron con su trabajo, separando así el trabajo del beneficio económico (que en la Biblia van juntos), lo que origina muchos vicios y problemas.

No podemos hablar de justicia si existe una violación de la Ley de Dios. No es justo recibir un dinero que fue quitado a la fuerza de otros, es decir, que viene de un abuso. La Biblia nunca entrega al gobierno humano la potestad de redistribuir las riquezas a la fuerza. El gobierno que hace esto está excediendo la esfera de atribuciones que Dios ha establecido.

En medio de todo esto, estamos llamados a ser un pueblo distinto, consagrado y santo para nuestro Dios. Este mandamiento se trata de encontrar nuestro contentamiento en Él, sabiendo que los bienes materiales sólo nos acompañan hasta el sepulcro, y nuestra alegría y tranquilidad no deben estar puestos en las cosas de este mundo. Debemos proclamar lo que dijo nuestro Señor: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12:15).

Ya que estamos insertos en una cultura que avala muchos pecados condenados en este mandamiento, es necesario que con mayor razón guardemos nuestro corazón y nos examinemos, para ver si hemos abrazado el mal en lugar de vivir según la voluntad del Señor.

B. Consejos para evitar el pecado

La Escritura contiene en un texto la clave para obedecer este mandamiento: “El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Ef. 4:28). Aquí encontramos 3 elementos: integridad, laboriosidad y generosidad.

i. Sé íntegro ocupándote en un trabajo honesto, recordando que el Señor es a quien sirves en primer lugar. En toda labor, sea remunerada o no, entrega tu corazón al Señor como una ofrenda y pon tus manos a su servicio, y para servir a tu prójimo, sabiendo que esta es la voluntad de Dios.

ii. Sé laborioso, diligente y esforzado. El ocio ha sido llamado con razón “el taller del diablo”, y como afirmó Thomas Watson, “el ocioso tienta al diablo a que lo tiente”.

En la parábola de los talentos de nuestro Señor Jesucristo, el amo llama al siervo que no había hecho nada con el talento que le había entregado, y le dice: “siervo malo y negligente" (Mateo 25:26). ¡Nadie ha sido jamás, al mismo tiempo, fiel a Dios y perezoso! Eso es algo imposible… No hay forma de evitarlo: la santidad está asociada al trabajo duro. No se puede ser un holgazán en el trabajo y un buen cristiano, al mismo tiempo” (Ken Hughes).

iii. Sé generoso. Lo contrario de robar no es simplemente “no robar”, sino un corazón que está contento en Dios y que por gratitud, se vuelca en generosidad a otros. Esto es algo que debemos proponernos hacer, buscando oportunidades para hacer el bien. En nuestro presupuesto debemos apartar un porcentaje para la misericordia. Muchos dicen “no doy porque no tengo”, pero la verdad es que lo más probable es que no tienen porque no dan. La Escritura dice: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Co. 9:7). El dador alegre refleja el carácter de Dios, quien cada día nos bendice en su gracia y misericordia.

Además de esto, cultiva la gracia del contentamiento, considerando vivir para los bienes de este mundo es vano y termina en destrucción. Por sobre eso, medita en las promesas de Dios, quien dijo: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5). El Señor es nuestro Padre Bueno, y está a nuestro cuidado. Su promesa es que no nos abandonará, y Él mismo se llama nuestro ayudador (v. 6).

Por lo mismo, este pecado llega a su grado máximo cuando se comete contra Dios.

C. El robo a Dios

Comenzamos diciendo que el fundamento del mandamiento es que Dios es el dueño de todo. Por eso, podemos robar a Dios cuando nos apropiamos o de cosas que le pertenecen. Este pecado consiste en:

i. Robar el tiempo que le pertenece a Dios en el día del Señor: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová” (Is. 58:13-14). Esto implica que si usamos este día como un día ordinario, pensando en nuestros asuntos, andando en nuestros caminos, buscando nuestra voluntad y hablando lo que se nos antoja, estamos usurpando un tiempo que corresponde al Señor, para consagrarlo de manera especial a su adoración y alabanza.

ii. No aportar generosa y regularmente al avance de la obra de Dios: “vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado” (Mal. 3:8-9). Si bien este texto se ha usado de muy mala manera para justificar abusos de falsos pastores, eso no significa que la verdad que el texto enseña deba ser dejada de lado. El Señor hace salir el sol, manda lluvia, renueva la vida animal y vegetal en la tierra para que tengamos sustento y todo lo necesario para vivir y prosperar. Nos da salud, intelecto y habilidades para que trabajemos y tengamos fruto de esa labor. Nos ordena que de ese fruto, sostengamos su obra en la tierra y hagamos avanzar el ministerio de la Palabra. Cuando nos restamos de esto siendo mezquinos y egoístas, estamos robando a Dios.

iii. Dejar a nuestros hermanos padecer necesidad, teniendo cómo ayudarles: “el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Jn. 3:17-18).

iv. Atribuirse la gloria que pertenece sólo a Dios: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria” (Is. 42:8). Cuando nos jactamos de lo que hemos recibido por gracia, y creemos que merecemos una alabanza que en realidad pertenece a Dios, estamos robando su gloria. Herodes hizo esto y murió comido por gusanos (Hch. 12:23).

v. En general, ser administradores infieles del dinero, el tiempo y las fuerzas que el Señor nos ha dado. Cuando somos consumistas o avaros, estamos desconociendo que el Señor es dueño de nuestros bienes. Cuando caemos en la procrastinación, tan común en nuestros días, olvidamos que nuestro tiempo pertenece al Señor. Cuando malgastamos nuestras fuerzas en el ocio o en el pecado, olvidamos que Dios nos dio esa capacidad para que lo sirvamos a Él y a Su pueblo.

En consecuencia, vigilemos nuestro corazón y tengamos cuidado de estas cosas.

D. El ejemplo de Cristo

En todo esto, recordemos que nuestro Señor Jesús vivió una vida de obediencia perfecta allí donde nosotros caemos constantemente. Él nunca sacó un provecho ilegítimo de otro, no debió nada a nadie, fue íntegro en todas sus relaciones, no abrigó avaricia en su corazón ni despilfarró lo que el Padre le entregó.

Cristo es todo lo contrario de un ladrón. Mientras el ladrón despoja a su prójimo de lo que es suyo para beneficiarse egoístamente de eso, Cristo se despojó a sí mismo, y se dio para que nosotros, siendo sus enemigos, pudiéramos ser salvos.

Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8).

Siendo el Justo, Cristo fue crucificado entre ladrones, para que tú, que has robado y defraudado, puedas ser contado como justo. No te permitas abrazar este pecado en tu vida en ninguna de sus formas, porque significó que tu Señor y Salvador llevara la humillación de los delincuentes, para que tú pudieras recibir la gloria de los santos.

Sabiendo esto, no podemos vivir como ratas egoístas buscando aprovecharnos el prójimo. Que el amor de Cristo nos motive a dejar toda forma de robo, y en lugar de eso a ofrendarnos para Su gloria y para el servicio de la Iglesia y de quienes están hechos a imagen de Dios, porque Él nos amó primero.

A ti que has robado, defraudado, sobornado, que has sido ocioso o que te has aprovechado de tus semejantes, te llamo a mirarte en el espejo de la Ley de Dios y reconocer tu culpa, saber que estás condenado por ella, pero acto seguido mirar a Cristo, y creer que sólo en Él puedes encontrar perdón y salvación, y serás salvo, porque Él lo ha prometido y es fiel.

  1. Corresponde a la suma de las categorías: delitos contra la fe pública, delitos contra leyes de propiedad intelectual e industrial, delitos económicos y tributarios, hurtos, robos, robos no violentos y otros delitos contra la propiedad.