No matarás

Domingo 4 de octubre de 2020

Texto base: Éx. 20:13.

Un día de fecha desconocida, un hijo de Adán llamado Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató. En ese momento, cayó a tierra la primera gota de sangre de un hombre derramada por otro hombre. Ese primer homicidio, marcaría la pauta para todos los demás: desde ahí en adelante, siempre un homicidio sería perpetrado por un hijo de Adán contra otro hijo de Adán, y sería un eco de aquella desobediencia de nuestros padres en el huerto. La serpiente aseguró a Eva que no moriría, pero eso demostró ser falso de una forma terrible: no sólo pasamos a ser mortales, sino que ahora también podemos quitar la vida a otros.

Caín no sólo derramó la sangre de Abel, sino que evidenció que el homicidio echa sus raíces hasta lo más profundo del corazón humano, y es allí donde nace este pecado. Aunque todavía no se entregaban los Diez Mandamientos, Caín supo que había atentado contra la ley universal de Dios, escrita en nuestros corazones.

Considerando estas cosas, nos dedicaremos a analizar lo que Dios ordena en este mandamiento, lo que prohíbe, y cómo se aplica a nosotros personalmente.

En los primeros cuatro mandamientos, el Señor protege su propia gloria. En el quinto, encontramos una transición entre los mandamientos referidos al Señor y aquellos que se relacionan también con el hombre, ya que trata de la autoridad que Dios delega sobre ciertos hombres para que la ejerzan en Su representación. Desde el sexto mandamiento, el Señor provee para la seguridad y bienestar del hombre: para su persona (sexto), para la santidad y el bien de su familia (séptimo), para su patrimonio (octavo), para su reputación y buen nombre (noveno), y finalmente, se prohíbe toda maldad en nuestros pensamientos y afectos (décimo).

En los primeros cuatro mandamientos se trata de un corazón entregado por completo a Dios, y por eso nos dedicamos sólo adorar al único Dios verdadero (primero), siguiendo además la forma en que él ha dispuesto que debe ser adorado (segundo), guardando demás la reverencia que debemos mostrar a su santo nombre (tercero), y apartando el tiempo necesario para esa adoración (cuarto).

Así también, con respecto a la segunda tabla se trata de un corazón que ama verdaderamente al prójimo. En consecuencia, no cumplimos cada uno de estos mandamientos con una sección separada en nuestro corazón, sino con todo nuestro ser, el que primero debe estar entregado a amar y obedecer a Dios, para así poder amar y servir al prójimo, porque no podemos hacer verdaderamente esto último sin profesar la verdadera religión al verdadero Dios.

I. Deber positivo: Preservar la vida del cuerpo y del alma

El catecismo bautista (5ª ed., 1695) resume lo ordenado en este mandamiento: “El sexto Mandamiento demanda {que hagamos} todos los Esfuerzos lícitos para preservar nuestra propia Vida, y la Vida de los demás” (P. 73).

El fin de este mandamiento es que habiendo formado Dios al linaje humano como una unidad, cada uno debe preocuparse del bienestar y conservación de los demás. En resumen, este mandamiento prohíbe toda violencia, toda injuria y cualquier daño que se pueda inferir al prójimo en su cuerpo. Y, por tanto, se nos manda que nos sirvamos de nuestras fuerzas en lo posible para conservar la vida del prójimo…” Juan Calvino.

Los fundamentos para este mandamiento son: que i) el hombre está hecho a la imagen de Dios, y ii) que fuimos hechos de un mismo linaje con nuestro prójimo. El Señor quiere que honremos su imagen impresa en el hombre, y que en ningún caso la profanemos ni atentemos contra ella.

A. Deberes hacia el prójimo

De esta forma, este mandamiento ordena el espíritu manso y humilde que nos hace bienaventurados delante del Señor (Mt. 5:5), y por el cual vemos a nuestro prójimo de manera compasiva y lo tratamos con benevolencia y respeto, sin usarlo como medio para alcanzar nuestros fines, ni teniendo una actitud posesiva ni opresora sobre él. Mientras el orgullo engendra contiendas, la humildad es la base para toda relación que se construye genuinamente en el Señor.

El mandamiento nos impone actuar con paciencia, reflejando el carácter de Dios, quien es lento para la ira y grande en misericordia. Nuestra tendencia es irritarnos ante las ofensas y aquello que van en contra de nuestra forma de ver y hacer las cosas, somos rápidos para enojarnos y tardos para mostrar compasión. Pero el Señor nos demuestra su paciencia cada día, nos extiende su gracia compasiva y hace salir el sol sobre justos e injustos.

La actitud que debemos rogar a Dios que esté en nosotros, es una pacificadora, conciliadora, que no supone intenciones ocultas en nuestro prójimo ni busca siempre sobreponerse al otro, sino que procura su bien y su paz. A esto nos llama el Señor: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Ro. 12:18) y “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Fil. 4:5).

Esto no se queda en un simple amor abstracto por la humanidad, sino que se traduce en medidas concretas para aliviar el dolor del prójimo y socorrerlo en sus necesidades, como lo hizo el buen samaritano de la parábola (Lc. 10:25ss), quien fue descrito por Jesús como un ejemplo de lo que significa amar al prójimo como a uno mismo. El samaritano se aseguró de que su prójimo se recuperara completamente y dispuso su tiempo y sus bienes con ese fin.

Otro ejemplo es Job, quien afirmó haber sido un padre para los necesitados (29:16) y guía para las viudas (31:18). Es decir, usó sus abundantes riquezas para bendecir a los desposeídos. Esto que fue un ejemplo en Job, se vuelve un mandato universal cuando el Apóstol Pablo instruye a Timoteo que a su vez exhorte a los ricos: “Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; 19 atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Ti. 6:18-19).

Pero no pensemos que sólo quienes tienen riquezas deben ser generosos. Un carácter dadivoso es un reflejo de haber recibido gracia, porque implica compadecerse de otros como nosotros hemos recibido primero la compasión de parte del Señor. Esto no es una simple sugerencia, sino un mandato escritural: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Co. 9:7). Aquel que ejerce una generosidad alegre, refleja el carácter de Dios y por eso es amado por Él.

El Señor tiene especialmente en cuenta este servicio que busca el bien del prójimo: “Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún” (He. 6:10). Por ello nos ordena diciendo: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10).

Es decir, hay un orden de prioridades: debemos preocuparnos de las necesidades de la Iglesia, y esto es tan importante, que el Señor considera lo hecho en favor de los hermanos, como un servicio a Él mismo (Mt. 25:35-36). Pero no debemos agotar nuestra generosidad allí. Nuestra generosidad debe ser como agua que rebosa el vaso de la iglesia, y se desparrama para bendecir también al mundo.

La ausencia de misericordia es el pecado de los paganos: “… sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Ro. 1:31). Eclipsa la gloria del Evangelio, mientras que las obras de misericordia adornan nuestra predicación y refuerzan nuestro testimonio ante el mundo con un ejemplo visible de lo que significa el Evangelio. Por otra parte, negar la misericordia cuando se podría entregar, es obrar en el sentido opuesto a las buenas nuevas que predicamos. Fue el homicida Caín quien preguntó: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Gn. 4:9).

Ahora, si el mandamiento implica ocuparse de las necesidades físicas del prójimo, ¿Cuánto más de sus almas? Debemos preocuparnos de su estado espiritual, procurar conversar sobre sus almas y su destino eterno, llevándolos a Cristo, quien es el camino, la verdad y la vida (Jn. 14:6). No podemos ser indiferentes mientras sepamos que hay personas que no han sido alumbrados con la gloria de Cristo, y se encuentran aún en las tinieblas de muerte.

B. Deberes respecto de nuestra persona

El Señor nos ordena preservar nuestro cuerpo y alma. Nuestro cuerpo, aunque es mortal, es templo del Espíritu Santo (1 Co. 3:16), y como tal, no sólo debemos abstenernos de dañarlo, sino que debemos cuidarlo activamente: “nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida” (Ef. 5:30). Esto implica tener cuidado de nuestra alimentación, salud, descanso y estado físico. Algunos han visto el maltrato del cuerpo como algo santo, pero lejos de eso, el Apóstol Pablo instruyó a Timoteo que cuidara su salud (1 Ti. 5:23).

Si esto es así con nuestro cuerpo, mucho más lo es con nuestra alma. Hay muchos que de buena gana aceptarán la exhortación a cuidar la alimentación y a ejercitar su cuerpo, y dedican bastante tiempo y atención a esto, mientras en su alma se encuentran raquíticos y enfermos. Vivimos en una era que valora la imagen y la apariencia, existiendo un culto al físico, de modo que la vida sana se entiende como un imperativo, e incluso es usada como atractivo comercial.

Por otra parte, se ofrecen ciertos medios para el cuidado del alma, que en realidad sólo atienden superficialmente algunos vicios y pecados, pero dejan el problema de raíz sin atender. En términos bíblicos, equivalen a maquillar a un muerto.

Por lo mismo, debemos cuidar nuestra alma usando los medios que Dios ha dispuesto para esto: la oración constante, la lectura de la Palabra, las disciplinas espirituales como el ayuno, la comunión con la Iglesia y la participación en los sacramentos. Dice la Escritura: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida” (Pr. 4:23).

Ser descuidados en guardar nuestra alma, tiene consecuencias aquí en la tierra, ya que nunca podremos disfrutar de la vida en abundancia que está en Cristo, y puede tener consecuencias eternas si se persevera en este pecado: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14).

II. Prohibición: Atentar contra la vida del cuerpo y del alma

El catecismo bautista resume la prohibición del sexto mandamiento diciendo: “El sexto Mandamiento prohíbe absolutamente quitarnos la Vida, o {quitar} la Vida a nuestro Prójimo injustamente, o cualquier cosa que tienda a ello” (P. 74).

Así, el sexto mandamiento prohíbe cometer homicidio, que es un pecado con el cual se caracteriza a Satanás, de quien se dice que es homicida desde el principio (Jn. 8:44). El primer crimen luego de que Adán y Eva desconocieron a Dios como el Señor de sus vidas y a Su Palabra como la regla según la cual debían conducirse, es precisamente un homicidio de Caín contra su hermano Abel, exhibiendo así una terrible consecuencia de aquel primer pecado en el huerto.

A. Excepciones

No toda muerte causada por un hombre a otro constituye un homicidio. Por lo mismo, el catecismo es cuidadoso en decir que se prohíbe quitar la vida a nuestro prójimo “injustamente”. De esta forma, hay ocasiones en que quitar la vida a otro puede ser incluso justo, como en la pena de muerte: “Matar a un criminal no es asesinato, sino justicia” (Thomas Watson). Esa fue la sanción establecida por Dios (Gn. 9:6; Dt. 19:21), como norma universal.

También es justo cuando se da muerte a otro en el marco de la legítima defensa: “Si el ladrón fuere hallado forzando una casa, y fuere herido y muriere, el que lo hirió no será culpado de su muerte” (Éx. 22:2). El correcto ejercicio de esto dependerá de la situación, y desde luego, no es un asunto que justifique un actuar precipitado, ya que no podemos dar muerte a otro de forma ligera, incluso cuando ha intentado hacernos daño. Debe tratarse de una situación de real peligro y donde existe una respuesta proporcional a la agresión o al grave riesgo que implica la situación para la propia vida.

Por extensión de lo anterior, no se causa la muerte a otro de manera injusta cuando se hace en el marco de una guerra justa. Aquí hay que considerar que Juan el Bautista ni Jesús reprocharon a los soldados el hecho de serlo, sino sólo el aprovecharse de su posición (Lc. 3:14).

Tampoco es un homicidio aquella muerte causada accidentalmente por una persona a otra. Por lo mismo, el Señor estableció ciudades de refugio para estos casos de muertes ocasionadas accidentalmente.

Dadas estas excepciones, una traducción más precisa del mandamiento podría ser “no asesinarás”, o “no cometerás homicidio”.

B. Pecados contra el prójimo

El sexto mandamiento prohíbe dañar a otros:

i) En su cuerpo: no debemos alzar nuestra mano contra nuestro prójimo, lo que incluye desde la agresión, pasando por toda lesión ilegítima, hasta el asesinato de otro, que es un crimen que incluso repugna a la propia conciencia de quien lo comete. No sólo es inculpado que materialmente lo ejecuta, sino que también aquel que es cómplice y quien lo oculta.

El homicidio se puede cometer de varias maneras:

a) Con una agresión directa: Como Joab a Abner y luego a Amasa (2 S. 20:10).

b) Con la mente: odiando a nuestro hermano: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida” (1 Jn. 3:15).

c) Con la lengua: los líderes religiosos judíos asesinaron a Cristo entregándolo con palabras falsas a Pilato (Jn. 18:30).

d) Planificando la muerte de otro: Como cuando David mandó a matar a Urías (2 S. 11:15), o cuando Jezabel ideó la muerte de Nabot (1 R. 21:9-10).

e) Encubriendo la intención homicida con otro acto, como Herodes, cuando quería conocer a Cristo recién nacido supuestamente para adorarlo, pero en realidad quería matarlo (Mt. 2:8,13), y cuando Saúl desafió a David a luchar con los filisteos, esperando que muriera en batalla (1 S. 18:17).

f) Consintiendo en la muerte de otro: como Saulo con Esteban (Hch. 22:20).

g) No impidiendo que otro muera, pudiendo hacerlo: como Pilato con Jesús, quien pese a concluir que no había delito en Él, lo entregó a la muerte (Jn. 19:4).

h) Por falta de misericordia: como quien pudiendo dar lo necesario para el sustento de quien está en necesidad, no lo hace, o quien priva de lo necesario a quien no tiene más para sobrevivir (Dt. 24:6).

i) Quien no ejecuta la pena capital sobre los homicidas: El Señor ha ordenado que este sea el castigo para ese delito. Cuando no se ejecuta y el homicida mata a otro de nuevo, el juez se hace también culpable del nuevo homicidio.

j) En su alma: la Biblia ordena al marido no ser áspero con su esposa (Col. 3:19), la mujer no debe ser una gotera continua para su esposo (Pr. 27:15), es decir, no debe generar conflictos constantes. Los padres no deben provocar a ira a sus hijos (Ef. 6:4), y no debemos llamar idiota a nuestro prójimo (Mt. 5:22). Es decir, aunque no cometamos una agresión física contra otro, podemos incumplir este mandamiento con insultos, menosprecios, silencios hirientes y malas palabras. En un sentido más profundo, se peca contra el alma de otro cuando se le causa tropiezo llevándola a pecar, a creer herejías y falsedades y apartándola del Señor. De esta forma, el pecado contra el alma de otro puede tener consecuencias eternas.

k) En su buen nombre. Caemos en esto cuando menospreciamos a otro, murmuramos en su contra o lo calumniamos. Este daño no se puede deshacer. “Ningún médico puede sanar las heridas causadas por la lengua” (Thomas Watson).

C. El corazón homicida

Pero no sólo se prohíben acciones o palabras, sino que también los pecados que conducen a la agresión contra nuestro prójimo. Esto porque el homicidio se engendra en el corazón, y es allí donde se comete en primer lugar (Mt. 5:22; 1 Jn. 3:15), aunque nunca llegue a consumarse en los hechos.

i) Ira: es un pecado que está en la base de los conflictos, porque dice: “El hombre iracundo levanta contiendas, Y el furioso muchas veces peca” (Pr. 29:22).

Tengamos cuidado, porque la ira se contagia. Por eso dice: “No te entremetas con el iracundo, Ni te acompañes con el hombre de enojos” (Pr. 22:24). No pensemos en otro, sino comencemos por nosotros mismos: no debemos permitirnos tener un carácter airado, un mal genio constante, porque se trata de un espíritu homicida. Aunque nunca llegamos a cometer materialmente un delito de asesinato, podemos esparcir en nuestra vida miles de chispas de homicidio, con un espíritu constantemente airado, impaciente, murmurador hacia otros, orgulloso e irrespetuoso.

La ira pecaminosa hacia una persona implica que hay un deseo de hacerle daño, que a lo mejor no se ejecuta por miedo al castigo o a las consecuencias. Pero si los obstáculos desaparecieran o si la ira es tan grande que los desborda, como ocurre muchas veces, el homicidio llega a concretarse. Más allá de eso, ante Dios, esa ira carnal que se concibe en el corazón ya cuenta como un asesinato contra el prójimo.

Acá debe distinguirse que también existe un enojo que no es pecado, y es aquel celo o indignación santa que surge cuando la Ley de Dios es desobedecida, Su Nombre es blasfemado y su pueblo es sometido a humillación. De todas formas, no se puede usar este celo santo como un justificativo para encubrir actitudes que son realmente pecado. El enojo pecaminoso surge de las pasiones de nuestra naturaleza de pecado, nubla la razón y nos hace entrar en un trance de ira, en la cual exigimos ver satisfecho el deseo egoísta de nuestro corazón.

ii) Envidia: es un pecado que quebranta las dos tablas de la ley al mismo tiempo. Comienza con un descontento contra Dios y termina causando daño contra el hombre. “¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Pr. 27:4).

Esa envidia fue la que estuvo primero en Caín, y que le llevó a matar a su hermano, demostrando así la base que está en muchos de los homicidios que se han cometido desde ese entonces. La envidia también

estuvo en Esaú, cuando quería matar a Jacob, en los hermanos de José cuando querían darle muerte, en los consejeros del Rey Darío qué querían ver muerto a Daniel; y ciertamente, en los líderes religiosos que exigieron la muerte de Jesús (Mt. 27:18).

iii) Odio: es la ira cuando se ha dejado reposar a fuego lento. Es un parásito que se alimenta de la sangre ajena y engendra crueldad y violencia. Es todo lo contrario del amor al que estamos llamados: “El odio despierta rencillas; Pero el amor cubrirá todas las faltas” (Pr. 10:12). El odio de Amán a Mardoqueo casi terminó por destruir a los judíos, pero terminó acabando con su propia vida.

D. Características de este pecado

i) Viola el decreto de Dios, atentando contra su imagen en el hombre.

ii)Hace que la sangre derramada clame a Dios desde la tierra pidiendo justicia (Gn. 4:10).

iii) Es diabólico, ya que satanás se describe como homicida desde el principio (Jn. 8:44).

iv) Merece maldición: el primer homicida fue maldito de entre la tierra (Gn. 4:11).

v) Acarrea la ira de Dios, como Manasés cuando llenó Jerusalén de sangre inocente (2 R. 24:4).

vi) Implica juicios temporales y eternos: el homicida huye sin que nadie lo persiga, debe cargar con la culpa en su conciencia y si no se arrepiente, se hace reo de condenación eterna (Ap. 21:8).

E. Pecados contra nuestra persona

Prohíbe también el daño a nosotros mismos, en nuestro cuerpo:

i) Por imprudencia, cuando alguien se expone a un riesgo que podría evitar, o no evade un peligro que está a su alcance eludir.

ii) Cuando no se usan los medios para preservar la vida, como los alimentos, los medicamentos.

iii) Por excesos y descontrol en la alimentación o en el uso de cosas lícitas como el alcohol. “Muchos cavan su tumba con sus propios dientes” (Thomas Watson), refiriéndose a la glotonería.

iv) Por amargura de espíritu: “la envidia es carcoma de los huesos” (Pr. 14:30).

v) Por cometer suicidio, como Saúl, quien se arrojó sobre su espada (1 S. 31:4). Este pecado no sólo rompe la Ley de Dios expresada en los Diez Mandamientos, sino también el impulso natural de no destruirnos. Se observa el mismo principio que lleva a tomar ilegítimamente la vida de otro, ya que implica desconocer la imagen de Dios estampada en el ser humano. En el caso del homicidio, se desconoce en el prójimo, mientras que en el suicidio, se desconoce en uno mismo, por lo que se trata de un pecado muy grave.

Asimismo, prohíbe que causemos daño a nuestra propia alma:

i) Al rechazar intencionalmente a Dios, resistiendo meditar en Él, en la vida por venir y en el juicio final.

ii) Por entregarse a los deseos desordenados sin importar lo que resulte de eso. “Por una gota de placer, la gente beberá un mar de ira” (Thomas Watson).

iii) Por rechazar los medios que Dios ha dispuesto para salvar el alma, despreciando el Evangelio y la comunión con la Iglesia.

III. El sexto mandamiento y nosotros

Así, notamos que el mandamiento es sumamente profundo en su alcance. Los rabinos judíos habían interpretado este mandamiento de manera externa, pero nuestro Señor Jesús aclaró que su raíz llega hasta lo más hondo del corazón humano, abarcando nuestras motivaciones, pensamientos y deseos ocultos.

Cristo reveló el verdadero estándar de este mandamiento, haciendo una verdadera radiografía que desnudó la miseria de nuestro corazón ante la Ley de Dios. Él dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. 22 Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mt. 5:21-22).

Al aclarar que el enojo y los insultos también constituyen homicidio delante de Dios, podemos entender que el “no matarás” nos llega mucho más cerca de lo que pensábamos. Tan cerca, que nuestro día a día queda sometido a juicio.

Te invito a que pienses en tu propia familia, cuántos de estos homicidios espirituales cometes al día. Estos no saldrán en los periódicos ni en los noticieros, pero ante Dios se anuncian como titulares con letras rojas.

No te engañes. La familiaridad hace que se pierda la dimensión de lo terrible que es este pecado. Nos mentimos pensando que es “menos pecado” enojarse con las personas con las que uno vive. Incluso puede ser que haya una pelea durísima entre las personas de una casa, pero cuando llega una visita actúan como si nada pasara. Eso demuestra que podrían ser amables si quisieran, pero prefieren seguir incubando la ira, guardándola para más tarde.

Es preciso que renovemos nuestra forma de pensar, conforme a la Escritura. Con los primeros que debemos cumplir este mandamiento, tanto en lo que ordena como en lo que prohíbe, es con quienes vivimos día a día. Son ellos los que deben recibir primero nuestro cuidado, servicio, paciencia, compasión y atención, y son ellos con los que debemos cuidar ante todo para no enojarnos, despreciarlos, insultarlos, envidiarlos ni odiarlos.

¿Qué ocurriría si el Señor actuara hacia nosotros con la impaciencia que nosotros demostramos hacia el pecado de nuestra familia? Una de las cosas que más nos irritan, es cuando ellos caen una y otra vez en los mismos pecados. Sin embargo, esto es lo que Dios más nos perdona: que solemos caer en los mismos vicios, y Él nos muestra su paciencia, en lugar de consumirnos en su justa ira. Esa misericordia que necesitamos diariamente es la que nos negamos a dar, incluso a nuestros más cercanos.

Además, es preciso que apliquemos este mandamiento en nuestra congregación. El Apóstol Pablo confrontó a los gálatas diciendo: “Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gá. 5:14-15).

La murmuración de unos contra otros es un homicidio espiritual muy común en las congregaciones. Donde deberíamos orar unos por otros, muchas veces en lugar de eso hay habladurías, chismes y quejas contra los hermanos y los pastores. El Apóstol describió eso como morderse y comerse unos a otros, una especie de canibalismo espiritual, ¡Una imagen espantosa! Lejos de eso, procuremos el bien de nuestros hermanos, ocupándonos tanto de sus necesidades físicas como espirituales.

Por último, busquemos vías concretas para cumplir este mandamiento en nuestra sociedad. No nos contentemos con el “yo no le hago daño a nadie”, que es el consuelo de muchas personas para tranquilizar su conciencia, como si eso fuera posible, y aun si así fuera, como si fuera suficiente para entender que nuestro deber está cumplido.

Nuestra sociedad menosprecia abiertamente la vida humana, mientras da cada vez mayor importancia a la vida animal. Pero sólo el ser humano está hecho a imagen de Dios, y aunque debemos evitar toda crueldad con los animales, debemos reconocer que el ser humano es único en la creación de Dios y que en su ser lleva estampada la imagen de Dios, desde la etapa más temprana de su existencia. Nunca olvidemos que el primero en reconocer al Mesías fue Juan el Bautista, cuando aún estaba en el vientre de Elizabeth, ¡Y lo hizo cuando Jesús todavía estaba en el vientre de María! Mientras la sociedad se sumerge en una cultura de muerte y autodestrucción, incluyendo el aborto, protejamos la vida desde su inicio en la concepción.

Pero no olvidemos nuestro llamado hacia el prójimo. Mientras algunos esperan que esto lo haga el gobierno, Dios ha llamado a la Iglesia a demostrar este amor único, que fue además el distintivo del pueblo de Dios con el que transformó a una cultura inmisericorde e implacable, como era la grecorromana, una que desechaba a los débiles, lisiados y enfermos.

Este mandamiento se cumple en el amor, no uno nacido del hombre, sino de Dios: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). Es ese amor que hemos recibido de Dios y que vive en nosotros, el que ha de impulsarnos para cumplir este mandamiento de forma integral: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. 17 Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? 18 Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Jn. 3:16-18).

En esto, debemos poner nuestra esperanza en Jesús. Donde nosotros caímos, Él cumplió perfectamente este mandamiento. Se preocupó de las necesidades físicas del hombre: alimentó a multitudes, sanó enfermos y resucitó a muertos. Se preocupó de sus almas, al venir como el Pan de Vida que desciende de lo alto, entregando el precioso Evangelio que nos salva. Se ocupó de hacer bien al hombre completo, tanto que sanó la oreja de Malco cuando éste lo venía a arrestar, y hasta en la cruz se preocupó de salvar a uno que estaba crucificado a Su lado. Él es todo lo contrario de un homicida, pues dijo: “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10).

No sólo cumplió perfectamente el mandamiento, sino que murió en la cruz para pagar la condena por nuestra desobediencia al sexto mandamiento: por aquel enojo del que nadie se enteró, por aquel odio oculto, ese insulto hiriente, pero también por el terrible asesinato de quien alzó su mano contra su prójimo.

Sólo quienes vengan a Cristo en arrepentimiento y fe recibirán este perdón. Acércate al Señor en esta hora, reconoce que has pecado ante Él, que mereces la condenación, pero que en Jesús y sólo en Él hay salvación, y tendrás vida.