No te harás imagen

Domingo 9 de agosto de 2020

Texto base: Éxodo 20.1-2, 4-6.

El Ecce Homo de Borja es una pequeña pintura mural realizada por el profesor Elías García Martínez (ca. 1930), en el Santuario de la Misericordia de Borja, en España. Retrata a Jesús en el momento en que fue presentado por Pilato ante los judíos, en el juicio previo a su crucifixión. La obra se hizo mundialmente famosa, cuando en agosto de 2012, una mujer de 81 años llamada Cecilia Giménez intentó restaurar la pintura, que ya presentaba un notorio deterioro por el paso del tiempo. Sin embargo, no tenía ni los conocimientos ni los implementos necesarios, y terminó desfigurando la obra original a tal punto, que un corresponsal de la BBC en Europa dijo que se transformó en el "esbozo de un mono muy peludo vestido con una túnica de una talla inadecuada"[1].

La situación terminó siendo un fenómeno de internet, que generó miles de memes y chistes. Pero este caso tiene mucho que ver con lo que implica el segundo mandamiento, ya que como humanidad bajo el pecado, tenemos la tendencia constante de deformar el retrato del Señor que se encuentra en Su Palabra y Su creación, de modo que el resultado de nuestra intervención es un garabato que nada tiene que ver con el Señor y su perfección. Sin embargo, creemos que hemos hecho un gran trabajo, y encima nos postramos para adorar el adefesio que hemos inventado, en lugar de dedicar esa adoración al verdadero Dios.

Sin embargo, lejos de ser una situación humorística, este es un asunto muy serio para Dios, ya que Él considera un pecado abominable toda adoración que surge desde la imaginación del hombre, y que deforma el culto que Él estableció en su Palabra. Tan serio es el asunto para Dios, que hay personas que murieron por esto en la Biblia, y el destino de quienes perseveren en este pecado no es otro que la destrucción eterna, así que podemos concluir que es nuestra eternidad la que está en juego al considerar este mandamiento.

Por ello, sobre este segundo mandamiento nos dedicaremos a analizar qué ordena y qué prohíbe el Señor, examinando los refuerzos tanto positivos como negativos para llamarnos a obedecerlo, viendo cómo se cumple en Jesucristo.

Antes de entrar en materia, recordemos que el Señor hizo una introducción a todos los mandamientos, donde se presenta diciendo "Yo soy Jehová tu Dios" (v. 2). Con esto, se atribuye la autoridad y el derecho para ordenar estos mandamientos a su pueblo, manifestándose como el Dios soberano e inmortal, recordando que los ha llamado para tener una relación de pacto con ellos, y les ha extendido su misericordia al liberarlos de la esclavitud en Egipto, con lo cual da un marco para revelar su ley y motivarlos a la obediencia.

Este mismo marco se aplica a nosotros, ya que Dios se ha manifestado a nuestras vidas por su Palabra, nos ha llamado al Nuevo Pacto sellado en la sangre de Jesucristo, y nos ha librado de la esclavitud del pecado para que ahora vivamos una vida nueva delante de Él, en el poder de su Espíritu.

I. El deber de adorar a Dios sólo como Él dispone

El segundo mandamiento es similar al primero, pero es claramente uno distinto: El primero nos dice a quién debemos adorar, y el segundo nos dice cómo, con qué culto debemos acercarnos a Dios para honrarlo, lo que implica dejar fuera nuestra imaginación y creatividad, y atenernos a la religión que Él establece en su Palabra.

En esto, tengamos en cuenta que no cumplimos la Ley de Dios con una parte distinta del corazón, y en especial cada uno de los cuatro primeros mandamientos, que son los que tratan directamente de nuestra adoración a Dios. Se refieren a la misma disposición que debe haber en nosotros, pero desde distintos énfasis.

a) Fundamento y naturaleza del mandamiento

El segundo mandamiento tiene una verdad de base: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” Jn. 4:24. Así, nuestra adoración está determinada por quién es Dios, pues es a Él a quien debemos rendir nuestro culto, y este mandamiento nos llama a mantenernos en la adoración espiritual, legítima y verdadera.

Notemos que estamos considerando este mandamiento después de la primera venida de Cristo. Esto es importante, porque Dios fue enseñando a su pueblo progresivamente la manera en que debían adorarlo, pero hay un principio establecido desde un comienzo: debemos adorarlo como Él ordena. Y en el Antiguo Pacto, el Señor estableció un sistema de adoración que involucraba el tabernáculo de reunión, el sacerdocio, el servicio de los levitas, el sistema de sacrificios y las fiestas religiosas. Todo esto era una sombra de lo que había de venir, donde la obra de Cristo fue anticipada con símbolos y figuras.

Sin embargo, todas esas sombras eran como el andamiaje de un edificio. Una vez que éste ha sido construido, ese andamiaje debe ser retirado, pues ya cumplió su función, y si permaneciera, sólo estorbaría notoriamente el uso del edificio ya terminado. Así, una vez que Cristo vino y cumplió toda la ley, el Señor dio a conocer la adoración definitiva en su Nuevo Pacto, dejando atrás las ceremonias y ritos del Antiguo Pacto, dando paso a una adoración con un énfasis mucho más espiritual: “la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Jn. 1:17.

Eso es lo que Jesús notificó a la mujer samaritana: “la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (v. 23). Cristo inauguró esta hora nueva, donde la forma definitiva de adorar fue revelada.

El templo físico hecho con piedras inertes era una sombra de ese templo que el Señor iba a edificar con piedras vivas, que son los creyentes (1 P. 2:5). Su Espíritu Santo habita en su Iglesia, y ese es el templo definitivo donde se encuentra la presencia de Dios (1 Co. 3:16). Aunque nuestra adoración es imperfecta, podemos adorar verdaderamente a Dios, anticipando lo que pasará en la gloria, cuando estemos en la presencia misma de Dios.

La religión que se basa simplemente en actos externos, ritos y ceremonias, es completamente inútil. Lo decisivo en la adoración no es el lugar en el que se encuentra el creyente, ni los ritos externos que practique, sino el estado de su corazón. No se trata de templos de piedra, sino de corazones renovados por Dios, que han recibido vida del Espíritu, que adoran como una consecuencia necesaria de haber sido pasados de muerte a vida.

Y es una adoración en espíritu, pero también en verdad. Se hace de acuerdo con lo que Dios ha hablado en su Palabra, y se somete a lo que Dios ha ordenado. Hay una sola forma correcta de adorar. Para adorar correctamente, debes atender a la revelación de Dios, no a tu imaginación ni tu creatividad.

Por eso debe ser en espíritu y en verdad. Cualquiera de estas dos cosas que destaquemos exageradamente por sobre la otra, hará que nos desviemos. Debe surgir de un corazón sincero y devoto a Dios, pero siempre según lo que Él haya establecido en su Palabra.

Y esto es porque la adoración depende de quién y cómo es Dios. Estudiar los atributos de Dios no es un lujo intelectual, sino una tarea esencial: es conocer a Dios como Él se revela en su Palabra. Sólo así podremos adorarlo como debemos, y esto es un asunto de vida o muerte. O lo adoramos a Él, o adoraremos un ídolo, pero no podemos dejar de adorar. Y es así como debemos hacerlo, en espíritu y en verdad.

b) Cómo obedecer el segundo mandamiento

Sin duda, esto implica una disposición reverente y solemne en nuestro corazón: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras… Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes” (Ec. 5:1-3,4).

Lamentablemente, muchos corren allí donde los ángeles temen pisar. La Escritura nos llama a que recordemos quién es Dios y quiénes somos nosotros, y ante Su presencia entendamos que nuestro lugar es postrarnos en adoración reverente ante su majestad y su gloria. No es el momento para que hablemos ligeramente, sino para que dispongamos nuestro corazón a escuchar las santas Palabras de Dios, para elevar oraciones que llegan ante su presencia como incienso por la obra del Espíritu, y para unir nuestro canto al de los serafines que entonan sin cesar ante el Trono de Dios: “Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (Ap. 4:8).

El Catecismo Bautista de 1695 (5ª ed.), resume así el deber envuelto en este mandamiento: “El segundo Mandamiento demanda recibir, observar, y guardar puras e íntegras toda aquella Adoración religiosa y todas aquellas Ordenanzas que Dios ha establecido en Su Palabra” (P. 55).

En la práctica, ¿Cuál es ese culto y esas ordenanzas que el Señor estableció en su Palabra? Especialmente i) la oración y las acciones de gracias en el nombre de Cristo, ii) la audición, lectura y predicación la palabra, iii) la administración y recepción de los sacramentos, iv) el gobierno y disciplina de la iglesia, v) el ministerio de la Palabra y el sostenimiento del mismo, vi) los ayunos religiosos; vii) jurar por el nombre de Dios; viii) y hacer votos a él, ix) así como también el desaprobar, detestar y oponerse a todo culto falso, x) y conforme al estado y llamamiento  de cada uno, destruirlo así como a todos los objetos de la idolatría (Catecismo de Westminster, P. 108).

Un buen retrato de lo que significa cumplir este mandamiento, lo encontramos en el testimonio de la Iglesia apostólica: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hch. 2:42). Allí vemos a la Iglesia adorando a Dios de corazón, en la forma en que Él lo estableció.

Esto es algo que encontramos en toda la Biblia. El Señor indicó en detalle a los israelitas la forma en que debían adorarlo. El tabernáculo debía ser construido según el modelo que el Señor mostró a Moisés, y no de otra manera (Éx. 26:30), respetando su diseño, sus medidas y cada uno de sus elementos. El Señor estableció un detallado sistema de sacrificios, cada uno con un propósito y una forma de celebrarlo, y fue específico sobre quiénes debían servir en el templo, y quiénes debían realizar los sacrificios. Estableció fiestas semanales, mensuales y anuales, y esas eran las que debían celebrar, cada una con sus ceremonias específicas.

En el Nuevo Pacto, también vemos claramente los elementos del culto, que ya fueron mencionados, incluyendo los sacramentos que Cristo estableció específicamente. El culto no fue dejado a la imaginación ni a la creatividad humana, sino que fue instituido estrictamente por Dios. Es lo que se ha llamado “el principio regulador de la adoración”, y nuestra Confesión de Fe lo ha expresado de la siguiente manera: “… el modo aceptable de adorar al verdadero Dios fue instituido por él mismo, y está de tal manera limitado por su propia voluntad revelada que no se debe adorar a Dios conforme a las imaginaciones e invenciones de los hombres o a las sugerencias de Satanás, ni bajo ninguna representación visible ni en ningún otro modo no prescrito en las Sagradas Escrituras” (XXII.1).

II. La prohibición de todo culto humano

a) Fundamento y naturaleza de la prohibición

Teniendo claro lo que el mandamiento ordena, resultará lógico lo que prohíbe. Ya hemos venido aclarando que este mandamiento no sólo prohíbe adorar a otros dioses en forma de imagen, sino que hacer imágenes del verdadero Dios, o alterar el culto que Él estableció en su Palabra, agregando o quitando. Observemos un pasaje muy claro:

15 Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; 16 para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna …” (Dt. 4:15-16).

El mandamiento limita nuestro atrevimiento, para que no osemos representar a Dios según nuestra imaginación, moldeándolo de acuerdo con nuestros sentidos. Por otra parte, prohíbe adorar concretamente a una imagen, poniendo en ella una esperanza espiritual o creyendo que tiene propiedades religiosas: “Todas las ideas, retratos, formas e imágenes de Dios, sea por efigies o pinturas, son prohibidas aquí… Dios debe ser adorado en el corazón, no pintado para el ojo” Thomas Watson.

El mandamiento ataca una desviación de nuestro corazón: rechazamos la adoración espiritual que Dios demanda, y buscamos algo que se adapte a nuestra carne, y por eso procuramos algo visible y cercano en lo que podamos poner nuestra esperanza. Pero un hombre que ha sido regenerado por el Espíritu Santo no necesitará imágenes ni invenciones carnales para adorar a Dios.

Ya que Dios es un Ser espiritual, invisible y omnipotente, representarlo a Él de forma material y limitada es una falsedad y un insulto a Su majestad… se prohíben todos los modos erróneos de homenaje divino. La adoración legítima de Dios no debe ser profanada por ningún rito supersticioso” (Arthur Pink).

Hacer una imagen de Dios es menospreciarlo y profanarlo, ya que implica representar a Aquel que es eterno e infinito, de manera limitada y finita. Por más empeño y creatividad que usemos para crear una imagen de Dios, no podremos representarlo realmente como Él es: “¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo” (Is. 40:25). “Dios es Espíritu”, por tanto, no podemos retratarlo porque nuestra mente está bajo el pecado y es ignorante de las cosas celestiales. Hacerlo una imagen es limitar su presencia y encerrarla en un objeto, siendo que Él está en todo lugar: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hch. 17:24-25).

“… de los que me aborrecen…”. Dios considera que adorarlo en forma de imagen es aborrecerlo, por más que la persona diga que lo hace por amor a Dios, el Señor lo toma como expresión de odio hacia Él y de idolatría hacia la imagen, tal como un marido debe considerar infidelidad el hecho de que su mujer admire la imagen de otro hombre.

ni te levantarás estatua, lo cual aborrece Jehová tu Dios” Dt. 16:22. Quien desobedece abiertamente la voluntad de Dios, odia Su voluntad, y quien odia Su voluntad, odia a Dios mismo, e intenta ponerse a sí mismo en ese lugar supremo.B) ¿Cómo se desobedece este mandamiento?

En la práctica, el segundo mandamiento prohíbe todo lo que sea i) inventar, aconsejar, mandar, usar, y de cualquier manera aprobar algún culto religioso por sabio que sea, pero que no haya sido instituido por Dios mismo, ii) hacer alguna representación de Dios, ya sea de todos o de alguna persona de la Trinidad, sea en nuestra mente, o en lo exterior por alguna clase de imagen o semejanza de cualquier criatura, iii) toda adoración de ella, o adoración a Dios en ella o por medio de ella; iv) el hacer representaciones de dioses falsas, y toda adoración de ellas o hacer algún servicio perteneciente a ellas; v) todas las supersticiones engañosas, que corrompen el culto de Dios, ya sea añadiéndole o quitándole, sean inventadas y asumidas por nosotros  mismos o recibidas por tradición de otros, a pesar de su título de antigüedad, costumbre, devoción, buena intención o cualquier otro pretexto, vii) la simonía, viii) el sacrilegio; ix) toda negligencia, desprecio, impedimento, y oposición al culto y ordenanzas que Dios ha establecido (Catecismo Mayor de Westminster, P. 109).

Así, nuevamente notemos que para desobedecer este mandamiento basta con no hacer nada, ya que condena descuidar y ser negligente con el culto que Dios ha mandado: “Es un grave quebrantamiento de este mandamiento el descuidar cualquiera de las ordenanzas de adoración que Dios ha establecido” (Arthur Pink). Esto incluye todas esas ocasiones en que estás desganado o distraído orando, leyendo la Palabra o en medio de la congregación, adorando con los labios mientras tu corazón está lejos del Señor. Desobedeces este mandato cuando cantas al Señor con desinterés, y cuando tu mente vaga por otros pensamientos mientras la Palabra es predicada. Desobedeces cuando eres negligente con tus horarios y tu sueño, y por tanto llegas tarde a la adoración congregacional, o te encuentras en ella más dormido que despierto. Desobedeces cuando durante la semana te has sumergido en la mundanalidad, has enfriado tu corazón, y por tanto llegas al culto con tus hermanos y tu corazón está apático y frío, ajeno a la adoración que debes a tu Señor. Desobedeces cuando participas ligeramente del bautismo o la Cena del Señor, o cuando pudiendo participar de la oración con tus hermanos, prefieres otros compromisos o actividades.

Desobedece este mandamiento quien hace o tiene imágenes o representaciones de Jesús. “Es la divinidad de Cristo, unida a su humanidad, lo que hace que Él sea Cristo. Por tanto, representar su humanidad siendo que no podemos retratar su deidad es un pecado, porque lo convertimos en un medio Cristo. Separamos lo que Dios ha unido y dejamos fuera aquello que principalmente lo hace ser Cristo” (Thomas Watson).

También lo desobedeces si tienes otro concepto de Jesús que el que enseña la Escritura. Desde luego, esto incluye las herejías sobre Jesús, pero también algo que es muy común entre los evangélicos de hoy, y es preferir el “Jesús” que inventamos en nuestra imaginación en lugar del que se revela en los Evangelios. Mucha gente hoy, al ser expuesta al verdadero Jesús, dice “ese no es mi Jesús”. Claro, porque se han inventado otro, uno que es pura ternura, que los apoya en sus pecados y les permite vivir como ellos quieran. Ese no es Jesús, tanto como una mancha de vómito no es la Mona Lisa.

Por lo mismo, en la llamada entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, cuando Él fue aclamado por la multitud, Jesús no estaba alegre, sino muy triste, porque a pesar de que con sus bocas lo exaltaban en ese momento, no estaban adorando al Jesús verdadero, sino a la imagen que se crearon de Jesús en sus mentes. Por eso Jesús lloró sobre Jerusalén y dijo: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos” (Lc. 19:42). Así, sólo adoras verdaderamente a Jesús si lo recibes tal como Él es, y no como tú quieres que sea. Quienes prefieren su imaginación, van camino a la destrucción.

Se prohíbe todo agregado al culto del Señor, cosa que también es muy común en los evangélicos hoy. Muchos están convencidos de que el culto a Dios es algo estrictamente personal, donde nadie puede juzgar al resto, ya que supuestamente cada uno puede hacerlo como mejor le parezca. Así, muchos cultos evangélicos parecen un show de TV, y otros a un concierto de rock, pop o hip hop. Unos han sustituido la predicación por charlas motivacionales, y algunos hasta predican disfrazados. Otros destinan el culto para celebrar el día del padre, de la madre, del niño o del pastor, otros incorporan elementos del Antiguo Pacto o celebran fiestas de la ley de Moisés, y aun otros en ocasiones como mundiales de fútbol, reemplazan el culto por juntarse a ver el partido. La situación es francamente trágica y aberrante.

Notemos que prohíbe también el legalismo, ya que agrega mandatos o ceremonias humanas a la Palabra de Dios. Prohíbe también el tradicionalismo, que es observar ciertas formas que vienen de generaciones pasadas, que han sido agregadas como si fueran Palabra de Dios. Prohíbe el ritualismo, que consiste en transformar ciertas rutinas religiosas en leyes, como la norma de decir tres “gloria a Dios”, o la creencia de que deben adoptar tal postura corporal o repetir tal fórmula, u orar al menos tal cantidad de minutos para ser escuchados. Prohíbe también el llamado “culto voluntario” (Col. 2:23), que son reglas creadas por las personas para alcanzar mayores niveles espirituales, como las distintas órdenes de monjes, pero que es algo en lo que siempre estamos en peligro de caer, ya que tal como nuestro corazón es una fábrica de ídolos, lo es también de cultos carnales y falsos.

Así, desobedecieron este mandamiento los israelitas que hicieron un becerro de oro, aunque lo llamaron “Jehová” (Éx. 32), Nadab y Abiú, quienes ofrecieron un fuego que Dios no mandó (Lv. 10); Coré y sus rebeldes, cuando quisieron ejercer el sacerdocio sin estar llamados a eso (Nm. 16), incluso Moisés, cuando en lugar de hablar a la roca para que brotara agua, como Dios le mandó, la golpeó dos veces, y eso le significó quedar fuera de la tierra prometida. Lo desobedeció el rey Uzías, cuando quiso ofrecer incienso en el altar, a pesar de que no era sacerdote (2 Cr. 26); y lo desobedecieron también los corintios, cuando sus mujeres no respetaron el símbolo de autoridad del velo, y también cuando muchos de ellos participaron indignamente de la Santa Cena (1 Co. 11). Es un pecado en que estamos en constante peligro de caer.

En suma, el segundo mandamiento prohíbe toda falsa adoración, y obliga a luchar por eliminar ese culto desviado y sus expresiones. Prohíbe todo medio de adoración que no sea designado por Él, aunque sea supuestamente en Su honor, y aunque se invoquen las mejores intenciones.

III. El segundo mandamiento y nosotros

El Señor no sólo nos da el mandamiento, sino que también nos da advertencias y promesas para motivarnos a la obediencia y hacer que nos alejemos del pecado. Debemos considerarnos personalmente aludidos por estas palabras.

A) Nos aclara que Dios es celoso (Dt. 32:16-21). No admite rival ni comparación, y no perdonará a quienes lo traicionen y se burlen de Él siguiendo ídolos o cultos extraños. Recordemos que en la Escritura el matrimonio refleja la relación que Dios tiene con su pueblo, siendo Él nuestro esposo y la Iglesia Su esposa. Aquí usa ese lenguaje del matrimonio para reflejar la lealtad y fidelidad que le debemos como marido. Así, cuando lo traicionamos arrastrados por nuestras pasiones, o cuando damos a otro la honra que sólo corresponde a Él, o cuando contaminamos el culto a Él con nuestras supersticiones, estamos cometiendo adulterio espiritual (Jer. 3; Os. 2).

Por medio de sus profetas, el Señor acusó frecuentemente a Israel de cometer adulterio espiritual. Tuvo mucha paciencia y soportó las traiciones y la prostitución de ellos en su idolatría, pero les demandó arrepentirse con urgencia y les notificó que de no hacerlo, el juicio vendría sobre ellos, como terminó ocurriendo. Y cuando la ira de Dios se manifestó, fue un momento realmente terrible. No des ocasión a Dios para que se ponga celoso de ti. No desvíes tu corazón con cultos distintos de los que Él mandó en Su Palabra, ni des a otra cosa ese amor y devoción que sólo corresponden a Él.

Esto incluye la desobediencia por desinterés o descuido. Si estás descuidando la adoración al Señor, eso significa que estás entregando esa atención, interés y esfuerzos en el culto a otra persona o cosa, que está ocupando el lugar de Dios en tu vida. Eso motiva al Señor a celos, no unos celos carnales que vienen de pasiones desordenadas, sino un celo santo y justo, y en esto recuerda las palabras de la Escritura: “¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (He. 2:3). Si aquellos que estaban bajo el Antiguo Pacto recibieron juicio por sus traiciones al Señor, ¿Cuánto más nosotros, que tenemos más luz que ellos?

B) Nos advierte de un juicio tremendo, prometiendo visitar la maldad de los desobedientes sobre su descendencia. Debemos cuidarnos para no enseñar a nuestros hijos un concepto torcido de la adoración a Dios, sea por instrucción o por el ejemplo. Puede parecer duro lo que dice el Señor aquí, pero si vives como idólatra, supersticioso o un adorador negligente, estás pavimentando el camino para que tus hijos te sigan hacia el abismo (p. ej. Jeroboam, Acab). Ellos no perecerán porque Dios les carga las culpas de sus padres, sino por sus propias culpas. Recordemos que ningún ser humano merece la salvación, sino todo lo contrario, merecemos la condenación por nuestro pecado. Y si debido a la rebelión de alguien que es cabeza de familia, el Señor retira de su casa la luz de la verdad y los entrega a sus tinieblas, se trata de una sanción justa, que está pensada precisamente para que nos alejemos con todas nuestras fuerzas de toda idolatría, superstición y negligencia, pues no sólo sufriremos las consecuencias en lo individual, sino quienes están bajo nuestro liderazgo y cuidado.

Toma en serio al Señor, no juegues con Él, porque la Escritura dice: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gá. 6:7-8).

C) Pero también nos motiva con su misericordia, que es abundante y se derrama sobre quienes le aman y guardan sus mandamientos. Esto también tiene efectos en nuestros hijos: “Camina en su integridad el justo; Sus hijos son dichosos después de él” (Pr. 20:7), con lo que entrega una promesa de que su gracia y su bendición estarán también en la descendencia de quienes le son fieles.

Esto no es una regla que se cumple a todo evento, pues hay hijos de piadosos que terminan siendo incrédulos, e hijos de impíos que terminan siendo convertidos, pues lo que prima es su elección. Pero establece con esto un principio: el camino que sigues tendrá consecuencias no sólo en ti, sino en tu familia y posteridad. La maldición por rechazarlo es algo que permanece incluso después de la muerte y va más allá de la vida del rebelde, pero al mismo tiempo mucho más la bendición de amarlo y serle fieles, va a trascender a nosotros e impactará positivamente a nuestra descendencia. Cuando habla de quienes lo rechazan, incluye hasta la cuarta generación, pero cuando habla de su misericordia, dice que la extiende a millares, lo que otras versiones traducen mejor, como “mil generaciones”.

Notemos que dice “los que me aman y guardan mis mandamientos”. Este es el corazón de la fe cristiana, lo que enlaza y endulza todos nuestros deberes para Dios. Si amas al Señor, estarás contento con Él, Dios mismo es su tesoro, tienes un corazón que declara: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). Y quien está satisfecho y complacido en el Señor, también lo estará con su Palabra, y la voluntad que se revela en ella. No querrá agregar ni quitar a ella, sino que querrá disponer su corazón rendido a lo que ella declara.

El amor y la obediencia siempre van de la mano: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” Jn. 14:15. La obediencia desde un corazón que ama a Dios, es un sacrificio fragante y acepto ante Dios, más que mil rituales sin un corazón sometido a Su Palabra (1 S. 15:22). “En el sacrificio, sólo se ofrece una bestia muerta, pero en la obediencia, se ofrece un alma viva” (Thomas Watson). El mandamiento no es sólo para que lo conozcamos, sino para que lo obedezcamos.

¿Y por qué el Señor es tan riguroso con este asunto? Porque la Escritura dice, hablando de Jesucristo: “Él es la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15), y dice también que es “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3); y el mismo Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9). Así, Jesús es la imagen de Dios, por la cual Él se dio a conocer de forma visible ante la humanidad, así que el hacer una imagen de Dios fuera de Cristo, es menospreciarlo y pretender usurpar su lugar.

Una vez que Cristo ascendió al Padre, no debemos conocerlo por el ojo físico, sino por el ojo de la fe. Debemos concebir a Dios espiritualmente, tal como Él se presenta en Cristo, quien es la imagen de Dios, y ese Cristo se da a conocer en el Evangelio que debemos creer para salvación. Habrá un momento en que le conocerás cara a cara, pero entretanto, debemos conocerle por medio de su Espíritu en nosotros, el que siempre obra de la mano de la Palabra.

Cristo guardó este mandamiento. Él fue obediente y como el perfecto israelita, observó toda la adoración que Dios mandó de su pueblo. Se circuncidó (Lc. 1:59), se congregaba en la sinagoga (Lc. 4:16), fue bautizado para que se cumpliera toda justicia (Mt. 3:13ss), guardaba las fiestas ordenadas en la Ley (p. ej. Jn. 7), asistía al templo y velaba con celo por la adoración genuina (Jn. 2:13ss), y hasta el último momento honró el sistema de sacrificios, pese a que los sacerdotes y líderes religiosos eran corruptos, haciendo esto con un corazón perfecto para su Padre. Cristo cumplió donde tú has fallado una y otra vez, por tanto, puede socorrerte cuando eres tentado, pero Él también murió en la cruz para pagar tu desobediencia al segundo mandamiento, así que sólo en Él puedes encontrar perdón y salvación luego del horrendo crimen de pervertir la adoración al Dios vivo.

No sólo eso: Él te ha dado su Espíritu Santo para que creas y obedezcas su Ley: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:27).

Examina tu corazón en esta hora, arrepiéntete de haber violado el segundo mandamiento, ven al Señor en arrepentimiento y fe, y ruega que su Espíritu te fortalezca para adorarlo en espíritu y en verdad, tal como Él lo ha ordenado en Su Palabra.

  1. http://www.bbc.co.uk/news/world-europe-19349921