No tendrás otros dioses

Domingo 2 de agosto de 2020

Texto base: Éxodo 20.1-3.

En la actualidad, se estima que existen más de 4000 religiones en el mundo, muchas de ellas politeístas. Sólo en el hinduismo, se habla de más de 330 millones de dioses. En el tiempo de Moisés, el 1446 a.C., el panorama no era muy distinto. Los egipcios y las culturas de Mesopotamia, que eran dos regiones influyentes en la época, eran politeístas, y era usual que se pensara que ciertos dioses dominaban en regiones determinadas.

De hecho, cuando habla de Abraham, quien era antepasado de este pueblo, Josué dijo: “Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río, esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños” (Jos. 24:2).

Y es que el ser humano fue hecho para adorar, pero por efecto del pecado, esa intención de nuestro corazón se desvía hacia cualquier lugar menos hacia el Dios vivo, quien es el único digno y merecedor de esa adoración. Nuestra naturaleza de maldad hace que seamos como ciegos inexpertos intentando lanzar una flecha al blanco. Así es como hay tantos dioses falsos como la mente humana ha podido imaginar, y mientras más avanzamos en la historia, más religiones y dioses hay. Incluso cuando el hombre dice no adorar a ningún dios, no puede evitar adorar de todas formas, a personas o a cosas.

Siendo esto así, hace casi 3500 años el Señor dio a conocer en Sinaí su primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Tanto ayer como hoy, y con seguridad podemos decir que mañana, es un mandamiento que confronta nuestra realidad. Nos dice que Dios quiere ser honrado con una devoción del corazón que no debemos dedicar a nadie ni a nada más. Por eso, Thomas Watson dijo que este primer mandamiento “… es el fundamento de toda religión verdadera”. Es, por tanto, de vital importancia. Analizaremos qué ordena, qué prohíbe, y cómo se relaciona con nosotros.

Pero antes de entregar sus 10 mandamientos, el Señor hizo una introducción a todos los mandamientos, donde se presenta diciendo "Yo soy Jehová tu Dios" (v. 2). Con esto, se atribuye la autoridad y el derecho para ordenar estos mandamientos a su pueblo, al revelarse como el Yo Soy, el Dios soberano e inmortal que habló con Moisés desde la zarza ardiente.

Al decir que es Jehová “tu Dios”, está refiriéndose a la relación de pacto que tiene con los suyos. Por tanto, aunque estos mandamientos tienen una validez universal, están dados de manera especial a su pueblo del pacto, de tal manera que se llama su Dios, lo que envuelve sus promesas y sus bendiciones.

En esta introducción también les recuerda que les ha demostrado su gracia rescatándolos de la esclavitud en Egipto. Esto debía llevar a este pueblo obedecer de manera agradecida, y mientras que la desobediencia sería una triste muestra de ingratitud. Así también, “… hoy en día, a todos aquellos para los que quiere ser su Dios, los aparta de la miserable servidumbre del Diablo, que ha sido figurada por la cautividad corporal de los israelitas” (Juan Calvino).

Así, la autoridad, el poder y la misericordia de Dios dan el marco para revelar ahora los diez mandamientos. Vamos con el primero de ellos.

I. El deber positivo: adorar sólo a Dios

Notemos en primer lugar que se trata de una exhortación personal, ya que dice: "no tendrás" (2ª persona singular). Es un mandamiento que se dirige directamente a nuestros corazones de manera individual, y así debemos recibirlo.

Como señalamos en la introducción a la serie, cuando el Señor realiza una prohibición, debemos entender también que está mandando la virtud opuesta. En este caso, el deber positivo de este mandamiento es que sólo debemos adorar al Dios verdadero.

A. ¿Y por qué debemos adorar sólo a Jehová, el Dios Trino?

Porque Él es el único Dios: “Jehová es Dios, y no hay otro fuera de él” (Dt. 4:35); y “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17:3). No pensemos aquí que nos habla de conocer al Padre y después conocer al Hijo como cosas separadas: “… el conocimiento de Dios no puede ser divorciado del conocimiento de Jesucristo. De hecho, el conocimiento de Cristo, a quien Dios ha enviado, es en definitiva conocer a Dios” (Donald Carson, negritas añadidas).

Y esto es así porque conocemos al Padre en la faz de Jesucristo, y no podríamos conocerlo de otra forma: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” Jn. 14:6-7, 9b. Por eso, nadie puede decir que conoce a Dios si ha rechazado a Jesucristo. Quien desprecia al Hijo, desprecia también al Padre, porque Cristo “… es la imagen del Dios invisible…” (Col. 1:15).

Pero si dejáramos el asunto hasta este punto, nadie sería salvo, ya que por más que Dios se dé a conocer en Cristo, debido a nuestro pecado y las tinieblas de nuestro corazón, no podríamos creer en Él por nuestros medios, tal como no podemos volar en nuestras propias fuerzas. Somos ciegos y sordos espiritualmente, la Escritura nos describe como muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1). Por tanto, necesitamos una obra sobrenatural de Dios transformando nuestros corazones de muerte a vida, dándonos vista y disponiendo nuestro oído a la Palabra, para que podamos ver al Padre revelado en el Hijo. Esto lo hace el Espíritu Santo, como dijo Jesucristo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad… El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn. 16:13-14). En resumen, conocemos al Padre, en el Hijo, por la obra del Espíritu.

A su vez, Cristo es categórico al decir que se trata del único Dios verdadero. Esa es la opinión que tiene Cristo sobre la religión: hay sólo un Dios verdadero. Aquí es donde surgen las voces necias e impías de quienes alegan: “pero detente, hay más de 4000 religiones, cómo es que va a existir sólo un dios verdadero”. Pero notemos que Cristo no se pone a justificar ni a defender su afirmación. Él simplemente lo dice, lleno de autoridad y de verdad, reflejando lo que dijo antes el Señor por boca de Moisés: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Dt. 6:4)

Así, para el Señor no resultan “respetables” las demás religiones. Toda religión falsa surge de la rebelión del hombre y de su incredulidad y rechazo hacia el verdadero Dios, y tal cosa no es digna de respeto, sino que es una abominación delante de Dios. Por tanto, debemos tener cuidado cuando se nos impone un pluralismo malsano, y aun muchos cristianos hablan como si todas las opiniones fuesen igualmente válidas, y como si la verdad fuese una mercancía que podemos transar y negociar. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente debemos respetar a las personas, ya que están hechas a imagen de Dios, y debemos cuidar la forma en que entregamos el Evangelio; pero las creencias y opiniones en sí, sólo son respetables si son fieles a la Palabra de Dios.

B) ¿Cómo obedecemos el primer mandamiento?

El primer mandamiento implica que debemos:

i. Buscar con diligencia conocer a este único Dios verdadero, ya que no se puede adorar a un Dios al que no se conoce. No es sólo conocer información 'sobre' Dios, sino conocer 'a' Dios, es decir, tener una comunión personal y viva con Él, pero para eso debemos conocerlo tal como se revela en su Palabra, con sus atributos y perfecciones, ya que son ellas las que nos dicen quién es Dios. Esto no lo vamos a averiguar sólo por nuestra inteligencia, por más que nos esforcemos investigando y experimentando. Sólo podemos conocer al Señor cuando Él ilumina nuestro entendimiento con su Espíritu, a medida que nos exponemos a su Palabra con fe. Es decir, no es un “ver para creer”, sino un “creer para ver y entender”.

Por otra parte, hay una serie de verbos que están relacionados, y que en el fondo se refieren a la misma disposición del corazón y que obedece a este primer mandamiento, pero con distintos énfasis. Esos verbos son: amar, confiar, temer, adorar, servir y obedecer.

ii. Amar a Dios: enfatiza el afecto de nuestro corazón hacia Él, no como una simple emoción que viene y va, sino como la entrega de todo nuestro ser a Él, nuestra disposición de lealtad, fidelidad y consagración a Dios de corazón. Por eso dice la Escritura: “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Dt. 6:5).

iii. Confiar en Dios: implica depositar toda nuestra vida en sus manos, descansando en su poder como Creador y en su amor como Padre: “En tu mano encomiendo mi espíritu” (Sal. 31:5). Significa poner en manos del Señor nuestro destino en esta tierra y en la eternidad, estando contentos en su voluntad para nuestra vida, tanto en la bonanza como en la hora de la prueba, y poniendo toda la esperanza en Él no sólo para nuestro alimento espiritual, sino también para el físico, descansando en el sustento integral que Él provee. Esta confianza en el Señor también significa invocar su Nombre en todo tiempo y circunstancia, clamando a Él por auxilio, pero también elevando acciones de gracias, reconociendo así que, tanto en la hora mala como en la buena, Él es nuestro Dios y descansamos en Él.

iv. Temer a Dios: reverenciar su nombre, saber que el Señor tiene poder para destruirnos porque es “fuego consumidor” (Dt. 4:24), y que eso es lo que merecemos debido a nuestro pecado, pero Él no actúa de esta manera hacia nosotros, sino que nos ama y nos guarda. Por tanto, merece ser temido y reverenciado. Este temor de Dios es el principio de la sabiduría, es decir, nadie puede ser sabio si no teme a Dios en su corazón, y nos lleva a reconocerlo en todas las cosas: “A Jehová he puesto siempre delante de mí” (Sal. 16:8). Este temor de Dios no es un simple adorno en nuestro corazón, sino que tiene el poder de alejarnos del pecado, incluso cuando nadie más nos ve sino el Señor. Dice el salmista: “Temblad, y no pequéis” (Sal. 4:4). Ese temor fue el que llevó a José a rechazar a la mujer de Potifar cuando fue tentado, diciendo: “¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Gn. 39:9). Así, “el impío peca y no teme, pero el piadoso teme y no peca” (Thomas Watson).

v. Adorar a Dios: enfatiza nuestro culto y alabanza, en una devoción y entrega total, que involucra todos los aspectos de la vida. Como dice la Escritura: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (Mt. 4:10), y “que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Ro. 12:1).

vi. Servir a Dios: realza nuestra obra hecha en su honor, para su gloria y según su Palabra. No consiste sólo en actos externos, sino que nace de un corazón lleno de amor a Dios, que lo adora en espíritu y en verdad. Para eso, debemos escoger destinar toda nuestra vida a Él, como hizo Josué: “Y si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quién sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:15). Esto implica también dejar de vivir para el mundo, y ahora dedicarnos a servir por completo al Señor.

vii. Obedecer a Dios: será una consecuencia natural de todo lo anterior. Implica reconocer que Él es Dios, que Él nos hizo y además tuvo misericordia de nosotros, por tanto, es digno de ser escuchado con la mayor reverencia, seguido con la mejor disposición, y que toda nuestra vida debe sujetarse a lo que Él diga, porque eso es lo bueno y verdadero. Allí donde esté el fuego de la adoración y el amor a Dios, estará el humo de la obediencia alegre y agradecida.

En suma, guardar este primer mandamiento implica que “… no darás a nadie ni a nada en el Cielo o en la tierra esa lealtad interna del corazón, esa amorosa veneración y dependencia que es debida únicamente al Dios verdadero; no deberás transferir a otro aquello que pertenece únicamente a Él. Ni tampoco debemos intentar dividir nuestra lealtad entre Dios y otro, porque ningún hombre puede servir a dos amos” (Arthur Pink).

II. La prohibición de toda idolatría

Habiendo considerado el deber positivo que ordena este mandamiento, la prohibición lógicamente irá en el sentido opuesto. El mandamiento ordena adorar únicamente a Dios, con todo lo que eso implica, en consecuencia, prohíbe todo lo que no sea esa adoración genuina y exclusiva a Dios. Esta oposición a Dios se refleja fielmente en Ro. 1: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad… 21 Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (vv. 18,21).

A. ¿Cómo desobedecemos el primer mandamiento?

Toda violación del primer mandamiento surge de un corazón que está sumido en esta perversión: i) resistir la verdad con injusticia, y ii) Negarse a glorificar a Dios, y en lugar de eso, seguir el camino de una mente vana y un corazón necio. Allí está el fiel retrato del pecado que este mandamiento prohíbe y condena, que es:

i. La indiferencia y negligencia en el uso de los medios que Él ha dispuesto para que lo adoremos. No hay que esforzarse especialmente para desobedecer este mandamiento. Simplemente basta con no ir a Él. Basta con no hacer nada. Así, estás desobedeciendo este mandamiento cuando sabes que Dios te llama a conocerle en Cristo, por medio de su Palabra y en medio de la comunión de los santos, y aun así te permites seguir viviendo en tu vida de pecado, lejos de Dios, dejando la adoración para otro momento. Mucha gente dice que sabe que tiene que ponerse a cuentas con Dios, pero que no se siente preparada o que tiene que resolver algunos asuntos previamente. Sin embargo, lo más probable es que esas personas serán sorprendidas por la muerte debido a su soberbia de creer que pueden vivir tranquilamente desobedeciendo este mandamiento, lo que es equivalente a burlarse de Dios. También desobedeces si eres perezoso en la oración, permitiéndote pasar días o semanas sin adorar a Dios apartando un tiempo especial para que tu corazón se rinda ante Él. Igualmente, si eres flojo en la lectura de la Palabra, sobre todo hoy, disponiendo de tantos medios para leerla y saber cómo interpretarla. Esto habla de un oído que no está dispuesto a escuchar las Palabras de Dios, y un corazón que se permite vivir en ignorancia de lo que ella dice, lo que refleja rebelión, equivale a seguir el criterio propio, sin sujetarse a la voluntad de Dios. Es creerse autónomo o autosuficiente, clamando ante Dios “¡No te necesito!”, y “¡Tengo mis propias reglas!”. Quien viva de esta forma, está andando en insolencia y soberbia ante Dios. También violas este mandamiento si eres negligente en tu deber de adorar junto con tus hermanos en comunión, permitiéndote llegar tarde como algo repetitivo, o ser irregular en la asistencia, ya que estás menospreciando el momento en que el pueblo de Dios se reúne para alabar a Dios, elevar oraciones a Él y exponerse a su Palabra Santa. Todas estas actitudes van en el sentido completamente contrario de adorar a Dios Cómo debemos adorarlo.

ii. El ateísmo: negar abiertamente que Dios existe. Por el testimonio de la Biblia sabemos que el ateísmo es imposible. Cuando alguien dice que es ateo, se trata de una persona que está deteniendo con injusticia la verdad, y que se ha sacado los ojos, porque se resisten a rendirse ante la evidencia de un Creador Todopoderoso y Soberano. Muchos de ellos preguntan: "¿Cómo puedes creer en Dios si no hay evidencias de su existencia?". Pero la verdadera pregunta es: "¿Cómo puedes negar a un Dios que se manifiesta de forma innegable en su creación y en su Palabra?". Por lo demás, el ateísmo es imposible en los hechos, pues, como ya señalamos, la pregunta no es si adoramos o no, sino a quién adoramos, pues no podemos evitar dar culto. Alguien que se considera ateo, aunque no reconozca adorar a un dios, de igual manera tendrá su corazón entregado a adorar a algo o a alguien.

iii. La idolatría. Tal como la Escritura está llena de exhortaciones a adorar al Dios verdadero, también se encuentra repleta de advertencias y amonestaciones contra la idolatría. Deuteronomio contiene exhortaciones de Moisés a un pueblo que está a punto de entrar en la tierra prometida, y que había sufrido gran mortandad en el desierto debido a su incredulidad y rebelión. El Señor les advierte una y otra vez por medio de Moisés:

Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; 16 para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, 17 figura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, 18 figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra. 19 No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos” (Dt. 4:15-19).

Notemos que el Señor quiere cubrir todas las hipótesis. Ellos no deben adorar nada de lo creado, ni lo que ven en la tierra ni lo que observan en el cielo, ningún tipo de cosa creada. Tal debía ser el cuidado con la idolatría, que ni siquiera debían mencionar el nombre de otros dioses: “Y nombre de otros dioses no mentaréis, ni se oirá de vuestra boca” (Éx. 23:13). ¿Puedes notar lo delicado y grave que es este tema para Dios?

iv. La superstición. En Israel no debía encontrarse “… quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, 11 ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos. 12 Porque es abominación para con Jehová cualquiera que hace estas cosas” (Dt. 18:10-12). Hoy muchos se permiten todas estas obras de las tinieblas, sintiendo curiosidad y gusto por el horóscopo, las runas, el tarot y aberraciones semejantes, pensando que en eso no hay nada malo, y algunos hasta lo ven como un juego, pero todas estas cosas son abominación ante Dios y violan abiertamente el primer mandamiento.

v. Los afectos excesivos e inmoderados: Desobedeces este mandamiento si tu corazón se apasiona desordenadamente por cosas o personas de este mundo, de tal manera que tu mirada se desvía del Señor y comienza a enfocarse en aquello que deseas. Muchos han estado bordeando la puerta del reino, comenzando a poner sus pies en el camino angosto, pero han vuelto atrás debido a que comenzaron una relación sentimental con una persona no creyente, o porque se dedicaron a un trabajo o un pasatiempo que cautivó sus corazones, al punto de apartar su vista de Dios, y de rechazarlo para vivir para esas cosas de este mundo. Otros se vieron atraídos por el Evangelio, pero al ver que debían dejar cosas o personas de este mundo para seguir a Cristo, prefirieron abrazarse a lo que se corrompe, despreciando al Dios eterno e Inmortal. Esto también es idolatría, y quienes caen en este pecado son compañeros de los adoradores de Baal y Moloc. Por ello, el Catecismo de Heidelberg dice que este mandamiento ordena amar a Dios, “… de tal manera que esté dispuesto a renunciar a todas las criaturas antes que cometer la menor cosa contra su voluntad” (P. 94). Esto debe quedar claro: ninguna persona o cosa es tan valiosa como para que valga la pena pasar una eternidad en el infierno.

vi. Las herejías: También desobedecen aquellos que dicen adorar a Jehová o a Cristo, pero no tienen la fe de la Escritura, sino que abrazan conceptos torcidos y falsos sobre Dios. Algunos cristianos se preguntan cómo es posible que se pierdan los mormones o testigos de Jehová, si supuestamente son tan sinceros, hacen misiones y obras de misericordia. Debemos tener claro que, si no adoran al Dios verdadero, no importa lo que hagan ni lo que digan: están violando este primer mandamiento y la ley los condena categóricamente.

Todas las formas de violar este mandamiento se pueden clasificar bajo la idolatría, ya que implican adorar a un dios falso, directa o indirectamente, de forma explícita o implícita. Sabiendo que la idolatría “Es poner en el lugar que sólo corresponde al Dios verdadero que se ha revelado por su Palabra, o junto a El, cualquier otra cosa en la cual se ponga confianza” (Catecismo de Heidelberg, P. 95).

B. ¿Cuáles son las características de la idolatría?

i. Es un engaño: es irreal, siempre se basará en una mentira, ya que niega el principio básico de la realidad, que es “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1), y “Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí” (Is. 45:5). Ahí se establece el fundamento de todo lo que existe, y se hace una distinción clara entre el único Dios vivo y verdadero, y lo creado. Así, Dios es el fundamento de lo real y lo verdadero. La idolatría distorsiona la realidad poniendo un fundamento falso en lugar de Dios, por tanto, todo lo que se construya sobre eso crecerá torcido y está destinado a la destrucción.

ii. Es irracional: nace de una mente en tinieblas, que está descompuesta y averiada. La idolatría surge en quienes “se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (Ro. 1:21).

iii. Es dañina: no sólo deforma la realidad, sino también a quienes la practican. “Ellos acudieron a Baal-peor, se apartaron para vergüenza, y se hicieron abominables como aquello que amaron” (Os. 9:10). Los idólatras terminan tomando la forma grotesca de su dios falso. Quienes se entregan a algún vicio o a una pasión, terminan con su mente y su cuerpo dedicados a eso que adoran, y terminan desfigurados, llenos de pensamientos perversos y de consecuencias en sus cuerpos que muchas veces significan daño permanente e irreversible.

De hecho, Romanos 1 nos dice que todas las perversiones del hombre surgen de un corazón y un entendimiento deformados por la idolatría: “Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (v. 28). Desde luego, donde se aprecia todo el daño que produce la idolatría, es en su consecuencia final: la condenación eterna.

Por último, el mandamiento agrega algo fundamental. Dice: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Incluso cuando ocultemos algo de los hombres, estaremos delante del Señor, y es porque siempre estamos ante su presencia. No hay idolatría secreta para Dios, quien puede ver hasta lo profundo de nuestros corazones. El Catecismo Bautista (5ª ed., 1695), dice: “Estas palabras, “delante de mí”, en el primer Mandamiento nos enseñan que Dios, quien ve todas las cosas, toma nota de ―y le desagrada mucho— el Pecado de tener cualquier otro Dios” (P. 53).

III. El 1er Mandamiento y nosotros

A. El corazón del mandamiento

Obedecer este mandamiento implica realizar ciertas obras y abstenernos de ciertas cosas, pero no se trata de una simple lista de deberes y prohibiciones. Es necesario ir al núcleo de lo que ordena el mandamiento, y principalmente apunta a un corazón para Dios. Se trata de un alma que clama, junto con el salmista: “Mas yo en tu misericordia he confiado; Mi corazón se alegrará en tu salvación. Cantaré a Jehová, Porque me ha hecho bien” (Sal. 13:5-6).

En consecuencia, para obedecer este mandamiento debes maravillarte en el poder de Dios como el Creador y Señor de todo, conmoverte hasta lo más profundo por el amor y la misericordia que te ha demostrado en Cristo, y disfrutar de la presencia y la obra del Espíritu en tu vida. Tal como la exhortación del mandamiento se dirige a nosotros personalmente, así nuestra obediencia debe nacer desde un corazón cautivado en una admiración y asombro supremos ante Dios.

Esto es imposible de experimentar si tu alma no es elevada a Dios en oración constantemente, y si no es alimentada por la Palabra diariamente. Será imposible si no aprendes a maravillarte ante Dios en medio de la comunión de los hermanos, “Porque allí envía Jehová bendición, Y vida eterna” (Sal. 133:3). Ser negligentes en los medios que Dios dispone para que le conozcas, le adores y para que tu fe sea fortalecida, sólo te entrega a una decadencia segura. Si eres perezoso en la oración, la Palabra y la comunión, estás boicoteando tu alma y el desastre espiritual estará a la vuelta de la esquina. No tientes a Dios viviendo en indiferencia a Él y a su Palabra.

Muchos profesan ser cristianos, y dicen tener una relación personal con Dios, pero no lo aman, ni lo adoran como a Dios, ni lo tratan con reverencia. Viven sus vidas como les parece mejor, según su propia opinión, sin siquiera considerar la voluntad de Dios en su Palabra. Muchos evangélicos hoy se han inventado un dios deformado, un Jesús falso, según sus propias preferencias, uno que aprueba sus pecados y respalda su rebelión, y que en ningún caso juzga su insolencia ni su maldad. En resumen, un Jesús que sólo existe en sus mentes oscurecidas por el amor al mundo y a sus deseos.

Otros profesan fe en el Jesús de la Biblia, pero esto impacta tan poco sus vidas, que pareciera que no hubieran creído en absoluto. Hay tan poca devoción, tan poco interés, ni hablar de entrega y consagración. En fin, hay tan poco servicio y amor, que da para preguntarse si ese corazón de piedra alguna vez pasó a ser un corazón vivo, latiendo para el Señor. Por eso, Thomas Watson dijo: “Muchos paganos han adorado a sus dioses falsos con más seriedad y devoción que como algunos cristianos profesantes adoran al verdadero Dios”.

A quienes se encuentran en esta situación, el Señor los llama al arrepentimiento, diciendo: “Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? Y si soy señor, ¿dónde está mi temor? Dice Jehová de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre” (Mal. 1:6).

B. Los ídolos sutiles

Quizá este mandamiento te parece tan obvio, que no te detendrás a meditar sobre tu corazón. Alguien podría concluir que la idolatría no es un problema del cual preocuparse, porque no somos tentados como los israelitas lo eran, a adorar por ejemplo a dioses como Baal, Quemos o Moloc. Pero ya hemos demostrado que la idolatría va mucho más allá de eso, recordando que, como afirmó Juan Calvino, “la naturaleza del hombre no es otra cosa que un perpetuo taller para fabricar ídolos…. El entendimiento humano, como está lleno de soberbia y temeridad, se atreve a imaginar a Dios conforme a su capacidad; pero como es torpe y lleno de ignorancia, en lugar de Dios concibe vanidad y puros fantasmas”. Vivimos en una sociedad secularizada, que aparentemente abandonó la religión, pero lejos de eso, está llena de dioses falsos.

Por lo mismo, debes estar muy atento, porque de cosas que no son necesariamente malas podrías levantar falsos dioses, e incluso de cosas que consideras nobles, podrías hacer ídolos. Quizá lo más común es hacer un ídolo de los bienes materiales. Te verás tentado a poner la fuente de tu confianza y la paz de tu alma en el dinero, haciendo depender tu felicidad de la abundancia o la escasez de ceros en tu cuenta. El mismo Moisés advirtió en varias ocasiones a los israelitas sobre el amor a las riquezas, y lo propio hizo nuestro Señor Jesús en los Evangelios. Por algo el Apóstol afirmó que la avaricia es idolatría (Col. 3:5). Una forma de esto es el consumismo, donde mucha gente desea saciar el hambre de su alma comprando cosas nuevas, para luego darse cuenta de que el vacío sigue ahí, pero el dinero se ha ido en cosas vanas.

También cuídate de no poner tu confianza en las capacidades del hombre. Ese fue un pecado recurrente en Israel, y sigue siéndolo hoy en nosotros. Cuidado con seguir a las multitudes que confían en que tal o cual movimiento social, político o ciudadano, o en un gobierno que supuestamente nos va a llevar a un nuevo mañana, a una nueva realidad de paz y justicia. Sólo el Señor puede hacer una obra de redención y transformación de esa envergadura. Los que prometen ese nuevo mañana de justicia, sólo terminan trayendo ríos de sangre, y la historia ha sido testigo de esto una y otra vez. Quienes han caído en ese engaño, terminan pagando el precio de su idolatría.

Otro ídolo que es muy adorado en nuestros días es el placer y su hermano el entretenimiento. La felicidad hoy se entiende como hacer lo que te gusta, sentir un placer interminable satisfaciendo los más variados deseos, y unirte a una especie de tren de entretenimiento que jamás termina. Hay situaciones que en principio parecen cosas distintas, pero tienen la misma raíz: la persona sentada comiendo en cantidades industriales, aquella otra jugando videojuegos hasta olvidarse de la realidad, otra consumiendo pornografía como si fuera agua, aun aquel dedicado por completo a invertir en un cuerpo atlético, y esa persona devorando series y películas como si el mundo se fuera a acabar; todas ellas y muchos otros ejemplos semejantes, tienen como dios a su vientre, sus deseos, su propio placer. Quieren satisfacerse y entretenerse hasta morir. Muchas de estas cosas no son malas en sí mismas, pero millones las han convertido en falsos dioses y las adoran con devoción.

Incluso otros han hecho un falso dios de sus matrimonios y familias. Se preocupan más de consentir a su cónyuge o a sus hijos, que de servir a Dios y a su pueblo. Se permiten mantenerse pasivos en la obra de Dios, mientras son muy activos en levantar su propia casa y su propio reino, y se escudan en que están buscando el bien de su familia. ¡Cuidado! El bien de tu familia nunca lo encontrarás posponiendo el servicio a Dios en medio de su pueblo.

C. Conclusión

Podríamos seguir enumerando ejemplos, porque hay tantos dioses falsos como la imaginación puede fabricar. Y el peligro no está en las cosas fuera de nosotros, sino en nuestros propios corazones. Es ahí donde está la fábrica de ídolos. Por eso dice la Escritura: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Pr. 4:23).

Y el corazón que cumple este mandamiento es uno que puede declarar junto con el Apóstol: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15). Es un alma conmocionada por el Evangelio, una que no se quedará quieta ni en silencio, sino que se levantará en alabanza y adoración agradecida, para vivir como un nuevo hombre, uno que ha sido perdonado y salvado en Cristo, transformado por el poder del Espíritu.

Recuerda en esto que Jesús fue tentado por el diablo para desobedecer este mandamiento, cuando dijo: “Si tú postrado me adorares, todos [los reinos de la tierra] serán tuyos. 8 Respondiendo Jesús, le dijo: Vete de mí, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Lc. 4:7-8). Jesús obedeció donde tú caíste, en el fundamento de toda religión verdadera, que es adorar sólo a Dios. Por tanto, puede socorrerte cuando eres tentado, pero Él también murió en la cruz para pagar tu pecado de idolatría, así que sólo en Él puedes encontrar perdón y salvación luego del horrendo crimen de adorar un dios falso.

Que puedas declarar con el salmista: “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti” (Sal. 16:2), sabiendo que, como dice el mismo salmo, “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios” (v. 4).

Hijitos, guardaos de los ídolos. Amén” 1 Jn. 5:21.