Domingo 18 de abril de 2021
Texto base: Ap. 1:4-8.
Pensemos por un momento en la realidad de nuestros hermanos de Asia Menor, más o menos en el año 90 d.C. Sabían que luego de la muerte de su Señor Jesucristo, unos 60 años antes, la iglesia había sufrido persecución desde un comienzo, al principio por los judíos y luego también por los romanos. Los Apóstoles habían muerto de manera sangrienta dando testimonio de su fe, el único que quedaba vivo era Juan y se encontraba en la isla de Patmos, desterrado.
Algunos de sus pastores y hermanos también habían muerto por seguir a Jesús, y otros habían escapado hacia otras ciudades con sus familias. Algunas congregaciones hermanas eran fuertemente acosadas y perseguidas, mientras que otras se habían vuelto mundanas y tibias, y aun otras estaban tolerando a los falsos maestros que arrastraban a varios con sus engaños.
El emperador Domiciano, que gobernaba sobre todos ellos, se proclamaba señor y dios, y exigía ser adorado. Los cristianos veían que sus familiares y vecinos incrédulos adoraban al César, mientras algunos en sus iglesias caían ante el miedo y la presión, y terminaban declarando “César es el señor”.
¿Qué necesitaban estos hermanos en momentos así? El mensaje del Señor para ellos no fue “descubre el campeón que hay en ti”, ni “decreta y se hará como dices”. Lo que necesitaban era maravillarse con su glorioso Señor, recordar la gran salvación que habían recibido, saber que Jesús volvería en gloria por ellos, y llenar sus corazones de alabanza.
Imaginemos el momento en que llegó el mensajero con esta carta de Jesucristo, ¡Cómo debieron alegrarse al leer las Palabras del Salvador para ellos! ¿Cuánto desearíamos hoy recibir una carta de Jesús? Bueno, ¡Ha llegado carta! Esta revelación es también para nosotros hoy, pues necesitamos el mismo consuelo y esperanza que ellos, como lo aclara el Señor en el libro.
Veamos, entonces, este glorioso saludo, que nos muestra a un Señor majestuoso y digno de toda alabanza.
I. Un saludo glorioso
El Apóstol dirige su mensaje a las siete iglesias que están en Asia, lo que hoy corresponde a la parte occidental de Turquía (vv. 4,11). Estas son: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea.
Cada una de estas congregaciones necesitaba una exhortación en especial, pero el libro también contiene un mensaje común para ellas y para todos los siervos de Cristo, sobre las cosas que sucederán a lo largo de toda esta era.
El número de estas iglesias evidencia que el libro se organiza en torno a sietes, usado por los hebreos para simbolizar lo completo y perfecto, y que aparece 54 veces en Apocalipsis. Por tanto, estas siete iglesias representan a toda la Iglesia de Cristo. Cuando les habla a ellas, se dirige “… a la iglesia entera a través de toda su existencia hasta el fin del mundo… cada iglesia es, por decirlo así, un tipo [que representa] las condiciones que se repiten continuamente en la vida real de las distintas congregaciones”[1].
Esto queda claro en la exhortación que hace el Señor cada una de en las siete cartas: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, demostrando así que ese mensaje debe ser cuidadosamente recibido por todos quienes sirven al Señor.
El Apóstol las saluda deseándoles “gracia y paz”, una expresión típica en las cartas apostólicas. Pero al ser un escrito inspirado por el Señor, no es sólo un deseo, sino que les comunica lo que ya han recibido de parte del Señor. Al mismo tiempo, es una oración para que esa bendición sea una realidad en sus vidas.
“Gracia” fue adaptada de un saludo griego, y “paz” era el saludo típico judío. La iglesia tomó estos saludos y les dio su sentido verdadero en Cristo:
“Gracia es el favor de Dios conferido sobre los que no lo merecen, es decir, el perdón de sus pecados y la dádiva de vida eterna. Paz, [el reflejo] de la sonrisa de Dios en el corazón del creyente que ha sido reconciliado con Dios por medio de Jesucristo, es el resultado de la gracia. Esta gracia y paz las provee el Padre, las reparte el Espíritu Santo, y las merece el Hijo por nosotros”.[2]
Este saludo no viene de la nada, sino del Dios Trino. Juan presenta aquí una de las fórmulas trinitarias más hermosas y detalladas en la Escritura.
i. El que es, que era y que ha de venir
Se refiere al Padre. Es una expresión del “YO SOY” (Éx. 3:14), que refleja la eternidad del Señor, enfatizando que Él ha sido el mismo en el pasado, en el presente y lo será en el futuro. Pero no sólo “es”, sino que también Él ha obrado y salvado tanto ayer, como hoy y mañana. Nos consuela, porque siempre está presente con nosotros en nuestro hoy, y a la vez, no habrá punto del futuro en el que no encontremos a Dios.
ii. Los siete espíritus que están ante su trono
Es una forma especial de referirse al Espíritu Santo, descrito con el número siete para retratarlo como el Espíritu perfecto en excelencia, que lo llena todo.
Estas perfecciones del Espíritu aparecen estrechamente relacionadas con la gloria de Cristo, de quien se dice que es “El que tiene los siete espíritus de Dios” (3:1), y quien tiene “siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios” (5:6). Esto cumple la profecía de Isaías: “Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová” (11:2).
Esto nos recuerda las siete lámparas de la visión de Zacarías (4:2), que representan el Espíritu que daría la fuerza para reconstruir el templo que estaba en ruinas (v. 6).
Asimismo, ese Espíritu es el único que podía dar consuelo a estos creyentes que estaban en medio de tentaciones, persecución y aflicción, mientras esperaban la venida de Cristo. Sólo el Espíritu puede capacitarnos y animarnos hoy para ser el templo de Dios en un mundo corrompido y arruinado por el pecado.
iii. El Hijo
Se presenta con títulos gloriosos, que estarán presentes a lo largo de este libro:
a) Testigo (μάρτυς) fiel: es el profeta definitivo y supremo, aquel a quien debemos oír. Es el anunciado por el Señor cuando dijo a Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare” (Dt. 18:18). Por eso, en la transfiguración el Padre dio testimonio del Jesús diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mt. 17:5).
Esto implica que todo lo que Jesús dice es indudablemente verdadero, porque Él mismo es la Palabra pura y perfecta de Dios hecha hombre. Es completamente confiable y veraz, sus palabras son espíritu y son vida (Jn. 6:63).
Somos salvos al recibir el testimonio de este testigo fiel:
“El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:10-11).
b) Primogénito (πρωτότοκος) de los muertos: Otros antes que Jesús resucitaron, pero en sus cuerpos mortales, por lo que finalmente volvieron al sepulcro. Pero Cristo fue el primero de entre todos los hombres que resucitó para nunca más morir, sino que entró en la gloria victorioso, como el Josué definitivo que lidera a Su pueblo en la conquista de la herencia eterna.
Por eso dice la Escritura: “Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron” (1 Co. 15:20 NVI); y “él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia” (Col. 1:18).
La resurrección de Cristo es la garantía de la nuestra. Su entrada en gloria abrió el camino para que nosotros podamos entrar también, pastoreados por Él. Él prometió: “… porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19).
c) El soberano (ἄρχων) de los reyes de la tierra: es una cita del Salmo 89, que habla del pacto de Dios con David (2 S. 7), en el que Dios prometió la venida del Mesías Hijo de David, con su reino eterno. El salmo declara: “Yo también le pondré por primogénito, El más excelso de los reyes de la tierra” (v. 27). Significa que no hay imperio, ni rey ni dominio que escape de su soberanía, sea que lo reconozcan o no.
No hay Rey como el Mesías, quien supera a todos eternamente en gloria, excelencia y poder, porque es el Ungido de Dios. Los creyentes que recibían esta carta podían tener la certeza de que Jesucristo, quien murió en la cruz para salvarlos, es el mismo que gobierna por sobre todos los reyes e imperios, y también sobre su perseguidor Domiciano.
Pensemos en las potencias mundiales de hoy, como China, Estados Unidos, Rusia y Alemania. Aunque son imponentes y ostentan grandes ejércitos y riquezas, estos y todos los países del mundo pertenecen a Cristo, y un día tendrán que postrarse ante Él y confesar que es Señor y Dios. El Señor nos dejó un ejemplo de esto cuando humilló a Nabucodonosor y le quitó la razón, de modo se volvió loco y vivió entre los animales. Al pasar siete años, el Señor lo hizo volver, y allí ese rey babilonio concluyó:
“Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4:35).
En consecuencia, no debemos desesperar en medio de la situación mundial y nacional que vivimos, entre tantos rumores, noticias y conspiraciones, Cristo es el Rey y así será manifestado cuando venga por segunda vez y triunfe definitivamente sobre sus enemigos.
Este saludo lleno de verdades hermosas debe haber maravillado a quienes lo recibieron en aquel entonces. Estas no son las simples palabras de un hombre muerto, sino la revelación de Jesucristo, inspirada por el Dios vivo, que llega a nosotros a través de las edades, quienes también creímos el testimonio de Jesús y podemos asombrarnos, consolarnos y animarnos con estas verdades.
II. Un Salvador glorioso
Luego, el Apóstol nos lleva a adorar al Señor. Esa alabanza siempre debe ser nuestra respuesta ante el perfecto amor que hemos recibido del Señor, y las bondades que nos entrega cada día. Debemos ser un pueblo agradecido, que exalta a Dios en el día a día.
La alabanza dice: “A Él sea la gloria (δόξα) y el imperio (κράτος) por los siglos de los siglos” (v. 5). Este es una especie de lema que se repite a lo largo del libro. Apocalipsis está lleno de adoración. De esto aprendemos que “Las expresiones de alabanza constituyen una parte integral de la guerra espiritual” (BER).
El texto provee dos grandes razones para adorar a Dios: i) lo que hizo ‘por’ nosotros, y ii) lo que hizo ‘de’ nosotros.
i. Lo que hizo por nosotros
a) “Nos amó” (RV60). Una traducción más precisa es que “nos ama” (ἀγαπάω), destacando así que Su amor hacia nosotros es continuo y no cambia.
Este ya es un motivo suficiente para alabar al Señor eternamente. Muchas personas hoy se creen merecedoras del amor de Dios. Piensan que Dios los ama porque ellos son especiales y buenos de corazón. Pero están ciegos, ignoran la profundidad y miseria de su pecado, que los hace merecedores no del amor de Dios, sino de Su ira eterna.
La Escritura destaca la excelencia del amor de Dios precisamente por la razón opuesta: porque Dios nos amó aun cuando no lo merecíamos: “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. 7 Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. 8 Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8).
Podemos dar gracias a Dios y confiar en Sus promesas, ya que Su amor por nosotros no depende de lo que hacemos, sino de lo que Cristo hizo por nosotros. Si nos amó cuando estábamos muertos y condenados en nuestros pecados, cuánto más podemos confiar en que nos ama si ya hemos sido perdonados y recibidos en Cristo, si ya no somos enemigos sino hijos.
El Señor no nos ama porque creímos en Él, sino que creímos en Él porque Él nos amó desde antes de la fundación del mundo: “Dios nos escogió en [Cristo] antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de él. En amor 5 nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen propósito de su voluntad” (Ef. 1:4-5 NVI).
Pero Dios no se quedó en simples palabras bonitas, sino que nos mostró Su amor en Cristo hasta lo sumo. Dice la Escritura: “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13:1).
Es imposible profundizar aquí en todo lo que significa el amor de Dios, para eso ni siquiera bastará toda la eternidad. De hecho, nuestra misión permanente como Iglesia es seguir maravillándonos en ese amor: El Apóstol Pablo rogaba por los efesios, que fueran capaces de comprender “… cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo; 19 en fin, que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios” (Ef. 3:18-19 NVI).
Este amor que Dios nos demuestra en Cristo: eterno, perfecto, completo, inmerecido e inmutable; es de las razones más poderosas que tenemos para alabar Su Nombre de todo corazón.
b) “Nos lavó” (RV60). Una traducción más precisa es que “nos libertó (λύω) de nuestros pecados con su sangre”: La sangre de toros y machos cabríos no podía quitar nuestra mancha (He. 10:4) y por lo mismo debía realizarse sacrificio tras sacrificio, año tras año; pero la sangre del Unigénito Hijo de Dios es la única que puede lavar eficazmente nuestra maldad y cubrir nuestra culpa ante el Señor:
“Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, 13 de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; 14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:12-14).
Ya que Cristo nos purificó, nos lavó y libertó de nuestros pecados, tenemos libertad para entrar ante la presencia de Dios, por el camino que Cristo abrió a través de su sacrificio, así que ahora podemos acercarnos confiadamente al Señor (He. 10:19-22). Esto es maravilloso, porque antes estábamos separados de Su comunión y éramos Sus enemigos, pero en Cristo fuimos acercados y somos recibidos ante Su Trono de Gracia.
Otro resultado de esta redención es que ya no somos esclavos del pecado. Aunque él nos sigue gritando y mandando como si fuera nuestro dueño, ya no le pertenecemos:
“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. 23 Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:22-23).
En consecuencia, el Señor nos manda a estar firmes en la libertad con que Cristo nos liberó (Gá. 5:1). Vivamos como lo que ya somos: fuimos liberados del pecado, así que disfrutemos nuestra libertad y sirvamos a Dios llenos de gratitud y alegría, porque ahora Él es nuestro Amo y dueño.
ii. Lo que hizo de nosotros
“nos hizo reyes (βασιλεία, reino) y sacerdotes (ἱερεύς) para Dios, su Padre” (v. 6). Una traducción más precisa es que nos hizo un reino de sacerdotes: fuimos llamados a adorar al Señor como un pueblo santo, como sacerdotes consagrados a Él, quienes a la vez somos las piedras vivas de las que está hecho su Templo: “como piedras vivas, sean edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P. 2:9).
Este fue el plan del Señor para Su pueblo desde siempre. El Señor dijo a Israel en Sinaí: “ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” Éx. 19:6. Notemos que ahora en el Nuevo Pacto lo dice a quienes somos la Iglesia. No somos dos pueblos distintos, sino un mismo pueblo, salvo por medio de la fe. La Iglesia es el cumplimiento final del Israel del Antiguo Testamento: somos los verdaderos hijos de Abraham, judíos y gentiles salvos por creer en las mismas promesas de salvación en Cristo.
Somos sacerdotes que debemos presentar nuestros sacrificios espirituales a Dios por medio de Él. Lo que ofrecemos al Señor es:
- Ante todo, la ofrenda de nuestro propio ser en sacrificio vivo, santo y agradable a Él (Ro. 12:1),
- El sacrificio de alabanza que presentamos con nuestros labios al confesar Su Nombre (He. 13:15),
- Nuestras oraciones que son como incienso ante Su presencia (Ap. 5.8), y
- El dinero y los bienes que ofrendamos para sostener la predicación de la Palabra y a los necesitados, a las que el Apóstol Pablo llama “sacrificio acepto, agradable a Dios” (Fil. 4:18).
Esto se traduce en una vida enteramente consagrada a Él. Cuando veas lo que se dice en la Ley de Moisés sobre la pureza, santidad y consagración que debían tener los levitas y sacerdotes, considera que eso se aplica también a tu vida, porque el Señor te hizo un sacerdote en su reino, miembro de una nación santa.
Fuimos llamados a reinar con el Señor para siempre. El Señor hará cielos y tierra nuevos, dejando atrás la vieja creación caída. Ya no reinará el pecado, sino que la gloria de Dios lo llenará todo, como siempre debió haber sido.
Estos dos grandes motivos: lo que el Señor hizo por nosotros y lo que hizo de nosotros, nos deben llevar a esta alabanza espontánea y sincera que encontramos aquí, donde se reconoce que el Señor merece tener el poder sobre todo, pues su gloria y su excelencia son perfectas, su amor y misericordia sobrepasan todo entendimiento, Él es exaltado por sobre todo y no hay nadie que pueda compararse a Él ni igualar su majestad.
III. Su venida gloriosa
Además de mostrarnos su gloria y salvación, el Señor también nos dice lo que hará (v. 7). Esta parece ser una oración o himno que se compuso en la iglesia primitiva y que circuló entre las congregaciones para ser repetida en los cultos. Nos habla del retorno inminente de Jesús, y dice que tal como ascendió visiblemente a la gloria, Cristo vendrá por segunda vez. Pero esta vez no sólo lo verán sus discípulos, sino que todo el mundo, incluyendo a quienes se opusieron a Él.
Esta profecía se basa en dos anuncios del Antiguo Testamento.
- Su venida con las nubes es anunciada en el libro de Daniel, cuando dice: “he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre” (7:13). Es la esperanza del retorno glorioso del Mesías para ejercer su reino eterno ya sin oposición, destruyendo a Sus enemigos y exaltando a Su Iglesia.
- La lamentación de las tribus de la tierra y de quienes lo traspasaron se profetiza en Zac. 12:10. Esto incluye no sólo a los judíos y gentiles que lo crucificaron, sino a todos quienes lo desprecian y rechazan, traspasando al varón de dolores con su rebelión. Ellos serán alumbrados por la venida de Cristo, pero no para salvación sino para destrucción. Allí serán llenos de lamento y horror, por la convicción de que su condenación es segura y eterna, y nada pueden hacer para evitarlo. “Este no es el llanto del arrepentimiento, sino el de la desesperación”.[3] Ya será demasiado tarde para arrepentirse, y ese desprecio de Jesús en el que vivieron los llevará a las tinieblas de afuera, donde es el lloro y el crujir de dientes.
Si no te quebrantas hoy en arrepentimiento ante Jesucristo, serás quebrantado por Jesucristo para condenación aquel día.
La Biblia nunca habla de un rapto secreto. Nos dice que todo ojo le verá, y su venida estará llena de poder y gloria, de señales que harán imposible ignorar lo que está ocurriendo. Es todo lo contrario a un secreto: es un evento tan fundamental e impactante que toda la creación no podrá más que contemplar la manifestación gloriosa de Cristo en su venida: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tes. 4:16).
Por ello, debemos estar informados y preparados sobre su venida, que es segura e inminente. Si estaba cercana el s. I, mucho más lo está hoy. Si ellos debían estar preparados, también debemos estarlo nosotros. El Apóstol Pablo oró constantemente por las iglesias, para que fueran halladas irreprensibles en Su venida. Por ejemplo, dice a los tesalonicenses: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23).
¿Estás orando para ser encontrado en Cristo ese día? ¿Estás realmente esperando su venida, rogando para ver la gloria de quien llamas “Señor”? ¿O eres de aquellos que preferirían que se demore porque primero quieren “vivir su vida” y dedicarse a disfrutar este mundo caído? La disposición que nos muestra la Escritura es la de un siervo fiel que está siempre preparado para el regreso de su amo, la de las vírgenes prudentes que mantenían sus lámparas con aceite para la llegada del novio, la de una Iglesia que espera ansiosa y ruega diciendo “Ven, Señor Jesús”.
De hecho, ante el anuncio de la venida de Cristo Juan confirma diciendo inmediatamente: “Sí, amén” (v. 7).
Como un sello a toda esta gloriosa sección, el Señor Jesús afirma con poder y autoridad: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso (παντοκράτωρ)” (cf. v. 4). Esta declaración refleja la visión que siempre ha tenido la Escritura respecto del Señor:
“Yo Jehová, el primero, y yo mismo con los postreros” (Is. 41:4).
“Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios” (Is. 44:6).
En esta sección encontramos una prueba categórica de que Cristo es Dios y uno con el Padre, que comparten la eternidad, el poder, la gloria y el honor. De hecho, se describe a Cristo diciendo “el que es y que era y que ha de venir”: la misma frase con que se habló del Padre (v. 4). Por eso Cristo dijo también: “Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:30).
Esto sería como decir hoy: “Yo soy la A y la Z”: El Señor es el primero y el último, nadie es antes que Él ni podrá decir que permaneció después que Él. Nadie es eterno como Él, domina de principio a fin y su reino no tiene término, por lo cual merece toda honra y alabanza.
Pero esta afirmación no sólo habla de la eternidad del Señor: también nos habla de Su presencia con nosotros: es el que estuvo, está y ha de estar con nosotros siempre. Es lo que prometió Jesucristo: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Su presencia continua con nosotros por Su Espíritu es lo que nos da el poder para perseverar hasta el fin, atravesando este camino angosto llenos de gozo y esperanza, incluso cuando pasamos por los valles de sombra de muerte.
Esta soberanía y fidelidad de Dios nos dan la seguridad de que cumplirá sus propósitos y promesas. Aquel que fue anunciado por los profetas vino y murió por nuestros pecados, resucitó y ahora está sentado a la diestra del Padre en la gloria, hasta someter a todos Sus enemigos bajo Sus pies (1 Co. 15:25). Si fue fiel para cumplir Su promesa hasta el punto de morir por nosotros en Su primera venida, también será fiel en cumplir Su promesa de volver. ¡Lo veremos en las nubes, con poder y gran gloria!
El que fue Todopoderoso para crear todas las cosas (Jn. 1:3), que es Todopoderoso para sostener la creación, pues “todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:17), y que es Todopoderoso para hacer nuevas todas las cosas (Ap. 21:5); será también Todopoderoso para guardarnos para ese día y llenarnos de gloria cuando venga Jesucristo en las nubes. Ese día no habrá quién le resista, lo veremos venciendo con todo su poder sobre Sus enemigos con la espada aguda que sale de Su boca (Ap. 19:15).
En medio de las pruebas, del dolor, de los problemas, las enfermedades y la muerte, pon tus ojos en el Todopoderoso, el que era, que es y que ha de venir; que está con nosotros siempre. Estamos rodeados de incertidumbre, la gente vive presa del pánico y sumergida en el engaño, el mundo se ahoga en la desesperanza y se aferra a sus ídolos, pero nosotros debemos clamar a quien es el Alfa y la Omega, quien está en Su Santo Templo, quien es invencible y no se sorprende ni se preocupa, sino que es Todopoderoso y siempre hará Su voluntad perfecta.
Descansemos en Aquél de quien se dice: “Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, 25 al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Jud. vv. 24-25).