SALMO 121: Un peregrinaje asegurado por Dios

Dice la Palabra de Dios que debemos ser llenos del Espíritu Santo, hablando entre nosotros con salmos (Ef.5.18-19). Los salmos siempre deben estar presentes en nuestros cánticos, nuestros consejos, nuestras exhortaciones. Y en esta necesidad, llevamos adelante una Serie basada en los salmos 120 al 134, titulada “Salmos Peregrinos: caminando juntos a la Nueva Jerusalén”. Esta Serie tiene por objetivo meditar en las verdades que nos entregan estos 15 salmos. El día de hoy, con la ayuda de Dios, estudiaremos el Salmo 121, y el título de esta predicación es “Un peregrinaje asegurado por Dios”.

Estos 15 salmos de los que hablábamos se llaman “Salmos Peregrinos”, porque eran los himnos que entonaban los judíos que peregrinaban desde sus tribus a la capital de Judá que era Jerusalén, lugar donde celebraban la pascua, la fiesta de las semanas y la fiesta de los tabernáculos. Y quiero que nos traslademos en nuestra mente a este tiempo, y pensemos en lo difícil que debió haber sido ese peregrinaje. Este trayecto podía tardar semanas, dependiendo de la lejanía de dónde venían. Aunque podían apoyarse en ciertos animales de carga, por lo general el peregrino transitaba  a pie, sin embargo, debía llevar sus provisiones, los animales que destinaría al holocausto, o los diezmos de la cosecha. Como imaginarán, los caminos no estaban pavimentados ni señalizados, apenas se notaban los senderos que anteriores peregrinos pudieron abrir. Parte del trayecto era arenoso y desértico, las sandalias se hundían y se volvían pesadas. Había kilómetros donde no se divisaba un solo árbol bajo el cual tomar un descanso del sol abrasador. Gran parte del trayecto era rocoso, con muchas piedras. La ciudad de Jerusalén se encontraba a 750 metros de altura, y por ende, el trayecto siempre era cuesta arriba, lo cual aumentaba el riesgo de accidentes y caídas mortales.

Si nos ponemos en las sandalias de estos peregrinos, lo más probable es que la mayoría del tiempo ellos caminaran con los ojos pegados al suelo, preocupados por dónde pisar, por dónde pasarán sus animales o qué camino tiene menos riesgos. Y por ello es que las primeras palabras del Salmo son tan importantes, porque su mirada siempre estaba puesta en el camino, y ahora deciden alzarla hacia arriba. “Alzaré mis ojos hacia los montes”. Puesto que Jerusalén se encontraba en altura, los montes eran el horizonte en los ojos de estos peregrinos. Ahora, al mirar los montes muchas cosas se les pudieron haber venido a la mente.

Cuando Dios creó el mundo, en el tercer día de su trabajo, dijo: “Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco...” (Gn.1.9). Los montes son los señores más altos de esa creación. En el diluvio, las aguas llegaron quince codos más arriba que las montañas más altas, lo que significa que la tierra quedó anegada de agua. Los montes son los límites verticales de la tierra.

“Majestuosa es la blanca montaña, que te dio por baluarte el Señor”, versa nuestro himno. Qué bello es ver ese Santiago despejado, luego de días de lluvia, una inmensa montaña como telón de fondo, y la pequeña ciudad, intentando con uno que otro rascacielos encumbrarse a lo más alto, sin éxito. Los montes representan esto, esa majestad, altura, imponencia, como una muralla que, sin decir una sola palabra, le recuerda al hombre vanidoso y altanero, lo pequeño y frágil que puede ser.

Pero los montes no sólo son grandes, también tienen la fama de ser seguros, tan seguros que los hombres han encontrado refugio en ellos en tiempos difíciles. No es lo mismo estar a la intemperie en un valle, que apegarse a las cuevas y pequeños refugios que ofrece la montaña. Fue al justo Lot que los ángeles le dijeron: “... Escapa por tu vida; no mires tras ti, (...) escapa al monte, no sea que perezcas” (Gn.19.17). Fue Abdías, el piadoso mayordomo del maligno rey Acab, que, arriesgando su propia vida, ocultó a cien profetas en cuevas (1 Re.18.3-4). Nos dice Hebreos que los profetas huían por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra (He.11.38). Pero las montañas no sólo han hospedado a justos; nos dice Apocalipsis que los impíos, en el día final, se esconderán en las cuevas y entre las peñas de los montes y les implorarán que caigan sobre ellos, para ocultarlos del que está sentado en el Trono, y de la ira del Cordero (Ap.6.15-16). Los montes son vistos como un buen refugio y escondedero.

Sin embargo, esas mismas peñas de los montes, que podían ser excelentes refugios, también podían ser la perfecta guarida de bandoleros y rufianes. En la parábola del buen samaritano, el Señor habló de un hombre que descendía de Jerusalén a Jericó, lo cual implicaba que transitaría en un terreno montañoso, y fue allí que aparecieron esos ladrones que le robaron y lo dejaron medio muerto (Lc.10.30). De hecho, de aquí viene la expresión “cueva de ladrones”, puesto que los delincuentes se ocultaban entre las peñas para emboscar a sus víctimas.

Estos peregrinos, al alzar sus ojos hacia los montes, podían imaginarse todas estas cosas, y con ello incubar ciertos temores y ansiedades. ¿Caeremos colina abajo? ¿Resbalaremos por un acantilado? ¿Podré pasar mi carreta por esas peñas? ¿Nos asaltarán unos bandidos? ¿Llegaré vivo a Jerusalén? Todas estas preguntas podían despertar esos ojos en aquellos montes. Y por ello es que se preguntan, con cierta inseguridad: “¿De dónde vendrá mi socorro?”.

A pesar de ser lo más fuerte y alto que tiene esta tierra, los montes podían también ser la guarida de todo tipo de calamidades y peligros. Así también, todo lo que ofrece esta tierra, parece ser seguro en un principio, pero después se vuelve una torbellino de decepciones y confusión. Tan sólo abre tu ventana y verás a miles de personas marchando con coloridas banderas y carteles, queriendo un modelo de sociedad que satisfaga sus profundas necesidades. Ese modelo de sociedad es lo más alto que se les ofrece y por lo que quieren luchar y vencer. Pero cuando ese modelo se derrumba, por causa de nuevas injusticias y desigualdades, van por otro monte más alto, para atestiguar cómo uno tras otro se vuelve a caer. Buscan la justicia en lo más excelso de la tierra, cuando deben buscarla en el mismo cielo.

Así los hombres con regularidad ponen su fe en lo más alto que pueden ofrecer. Cuando hemos salido a evangelizar, una de las preguntas que hacemos a las personas es: ¿Por qué usted cree que estaría en el cielo finalmente? Las personas contestan con sus obras: “No soy perfecto, pero trato de ser lo mejor posible. Trabajo todos los días para mantener a mi familia, no insulto a los demás, no bebo alcohol, no consumo drogas, pago mi pasaje, respondo ante mis deudas, doy mi vida por mis hijos y mis nietos, he salido adelante con mi esfuerzo, busco a Dios en oraciones, estoy yendo a un iglesia, estoy en un grupo de jóvenes, la gente de mi barrio me conoce por ser amable, etc.” Los hombres regularmente acumulan sus buenas obras como evidencia de que merecen el cielo al final de la jornada. Ponen su fe en montañas de supuestos buenos comportamientos, y en esos montes se recuestan a esperar el día que Dios, supuestamente, los recompensará.

Sin embargo, dice la Escritura que nuestras más grandes obras de justicia, son como trapos inmundos delante de Dios (...). Jesús dijo que lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es una abominación (...). Nos enfrentaremos a un Dios que exigirá cuenta de nuestra vida, y un sólo pecado basta para separarnos eternamente de Él. Un sólo pecado, una sola mentira, un sólo pensamiento lascivo, una sola codicia, una sola envidia, una sola falta de respeto a tu padre, un solo descuido del día del Señor, uno sólo basta para que el Dios Santo y Justo no te admita en su reino perfecto y eterno. ¿Cómo mantendrás en pie la casa que construiste sobre la arena de tu propia confianza, cuando venga el huracán de la justicia de Dios? Tan sólo imagina el rostro de aquellos que no se rindieron a Cristo, consternados de terror al saber que son los siguientes en comparecer ante su Trono Blanco, sabiendo que una sola transgresión a los mandatos del Dios Eterno, se pagará con una eterna condenación. Cuán grande será su lamento cuando vean las montañas de sus buenas obras, que con tanto esfuerzo mantuvieron en pie, derritiéndose como un cubo de hielo en el asfalto. Cuán terrible será su ruina y decepción.

Pero amigo mío, tú, que hasta hoy arrastras tus decepciones, tengo una buena y maravillosa noticia para ti: Dios ha querido socorrernos. Dios ha querido ayudarnos: “Mi socorro viene de Jehová,  Que hizo los cielos y la tierra” (Sal.121.2); “Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, Y se traspasen los montes al corazón del mar” (Sal.46.1-2). Nuestro Dios dijo: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is.55.9). La ayuda que necesitamos no se encontrará en la mejor de las ofertas de esta tierra, sino en el alto cielo de Dios. Las montañas de nuestra autosuficiencia pueden ser muy altas, a nuestros ojos, pero son ridículas ante la grandeza del reino celestial.

La respuesta de estos peregrinos es que su ayuda viene de Jehová, que hizo esos montes, pero no sólo esos montes, sino la tierra que los sostiene y el cielo que los observa. “Estos montes me recuerdan lo débil, lo pequeño, lo frágil y lo expuesto que estoy, pero el que me ayuda fue el que hizo esos montes, y Él está por sobre todo”. Los peligros que pueden representar esos montes están bajo el dominio y perfecto gobierno de Dios. Notemos que estos peregrinos no andaban solos, siempre andaban en caravana, pero en vez de decir: “Qué peligro nos vendrá mientras estemos juntos”, ellos prefieren confiar en la ayuda superior de su Dios, porque la unidad y fraternidad de ellos también dependen del Señor.

Y así como ellos, nosotros también somos peregrinos, sólo que nuestro peregrinaje es espiritual, no nos dirigimos a algún lugar geográfico en esta tierra en particular, sino a la ciudad celestial, la Nueva Jerusalén. Tal como Abraham, que nos dice la Escritura que "... habitó como extranjero en la tierra prometida... porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (He.11.9-10). Abraham confesaba que era un extranjero y peregrino sobre la tierra, y anhelaba una ciudad mejor, una celestial, que Dios ha preparado para su pueblo (He.11.13-16). Asimismo, nosotros “...no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (He.13.14). Estamos en este mundo, pero no somos de este mundo, dijo nuestro Señor. Este mundo nos debe conocer como personas de paso; nuestros vecinos y colegas siempre deben ver nuestras maletas listas para partir; nos dirigimos a nuestra patria celestial, la Nueva Jerusalén, la ciudad de Dios que viene de arriba.

Y tal como estos peregrinos, que quitaron sus ojos del suelo para buscar ayuda en el cielo, así también nos dice la Palabra “Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col.3.1-2). Qué amoroso es este Buen Señor que nos dice: “Hey, alcen sus ojos y miren arriba, donde está Cristo”. Allá, dijo Esteban, allá “... veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hch.7.56). Así también nos dice Hebreos, “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe...” (He.12.2).

En el libro “El progreso del peregrino” que escribió el pastor John Bunyan en la cárcel de Bedford, se mostraba un angustiado y cargado peregrino que no sabía cómo salir de la ciudad de destrucción. Al ver su angustia, vino un hombre llamado Evangelista y le mostró un papel que decía: Huye de la ira venidera. Él se preguntaba: ¿Adónde y por dónde he de huir? El evangelista le dijo: “¿Ves aquella puerta estrecha?”. Y el peregrino dijo que no. A lo que Evangelista le dijo: “¿Ves allá, lejos, el resplandor de una luz?”. Y el peregrino dijo que sí. “No la pierdas de vista; ve derecho hacia ella”. Nuestro Buen Dios nos ha mostrado el camino. Él dijo desde el cielo: “Este es mi Hijo amado, a Él oíd” (...). Jesús es el camino, la verdad y la vida, donde esté Cristo allí deben descansar tus ojos y tu corazón. No importa si no alcanzas a ver con suficiente claridad todo lo que el camino comprende, mientras mires a Cristo, tus pies andarán seguros. No olvides el ejemplo de Pedro, cuántos firmes pasos dio sobre el mar mientras sus ojos estaban fijos en su Señor, pero cuán rápido se hundió al quitarlos (...).

Y qué bueno que el socorro que necesitamos no viene de nuestras resbalosas manos, ni de nuestras temblorosas piernas, sino del castillo fuerte que es nuestro Dios. Tú podrás haber defraudado hasta al mismo diablo, pero Dios no ha defraudado a nadie. No ha existido hombre que pueda decir: “Confié con todo mi ser en Dios, y Él me dio la espalda”. No, como decía el Salmo 120, “A Jehová clamé, estando en angustia, Y Él me respondió” (Sal.120.1).

¿Y cómo es esa ayuda, ese socorro, esa protección que nos brinda este Dios? Primero, nos dice el versículo 3, que "Él no dará nuestro pie al resbaladero". Otras versiones dicen: “Él no permitirá que tus pies resbalen”. Estos peregrinos tenían que transitar por terrenos inestables, pedregosos, desérticos y montañosos. Lo más probable es que, en más de una ocasión, hayan tenido ciertas caídas y resbalones que les dejen  moretones, magullones o heridas. Como bien nos dice el Salmo 62: “(Dios)... Es mi refugio, no resbalaré mucho” (Sal.62.2). Se tiene en cuenta que el camino es difícil y puede producir ciertos resbalones. Aquí el texto, más bien habla de caer en un resbaladero, una caída colina abajo sin nada que pueda detenerlos, y de la cual no podrían volver a ponerse en pie.

El resbaladero es una palabra que aparece sólo dos veces en la Escritura, una es esta y la otra se encuentra en Jeremías 23.12, donde Dios dice que el camino de los falsos profetas “...será como resbaladeros en oscuridad; serán empujados, y caerán en él...” (Jer.23.12). Un concepto similar es el que aparece en el Salmo 73, cuando nos dice que Dios ha puesto a los impíos en deslizaderos y en asolamientos los hará caer (Sal.73.18). Nos dice en Deuteronomio que “...A su tiempo su pie resbalará...” (Deut.32.35). Estos textos fueron la base del famoso sermón del Pastor Jonathan Edwards, llamado “Pecadores en las manos de un Dios airado”, en donde retrató a los incrédulos como hombres puestos en deslizaderos, los cuales con cada pecado que cometían iban acumulando más y más peso que les iba atrayendo cada vez más al mismo abismo, y lo único que los retuvo de no caer por completo fue que aún no era el tiempo que Dios había destinado para hacerles resbalar por completo.

Pero, aquellos que encuentran en Jehová su ayuda, no serán como los impíos, sus pies no darán al resbaladero. Dios no permitirá que esto suceda. Él vela porque te mantengas en el camino. Y si Él ha dicho en su Palabra que se encargará personalmente que ninguno de los que se dirigen a la Jerusalén Celestial caiga en esos deslizaderos, es porque podemos tener plena confianza en que así será. Si estás peregrinando hacia el reino de los cielos, tus pies están seguros, porque Dios se encarga personalmente de eso.

Y la razón por la que Dios no permitirá que resbales es porque Él siempre está atento a tus pasos. “No se dormirá el que te guarda”. Nuestro Dios no es como los dioses de los vecinos paganos de los israelitas, dioses que dormían y había que despertarlos. Cuando Elías enfrentó a los cientos de profetas de Baal en el monte Carmelo, desafiándoles a que si aquel dios era verdadero debía responder con fuego de lo alto; se burló de sus intentos fallidos diciendo: “...Griten más fuerte, a lo mejor está meditando,... o se fue a dormir...” (1 Re.18.27).

Y qué bueno que Dios no sea como nosotros, que no necesite descansar o dormir, porque si Él sustenta todas las cosas, el hecho que se fuera a dormir significaría un caos y desastre cósmico inimaginable. El salmista le dice a Dios en el Salmo 104, todas tus criaturas “...esperan en ti, Para que les des su comida a su tiempo. Les das, recogen; Abres tu mano, se sacian de bien. Escondes tu rostro, se turban; Les quitas el hálito, dejan de ser, Y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, Y renuevas la faz de la tierra” (Sal.104.27-30). Tan sólo imaginemos qué desastre universal dejaría una pequeña siesta de Dios. Pero Él no es como nosotros. Él no duerme. Nos dice el Salmo 3: “Yo me acosté y dormí, Y desperté, porque Jehová me sustentaba” (Sal.3.5). Anoche, mientras dormíamos, nuestro Padre Celestial no cesó de mantener latiendo nuestro corazón.

El Señor no requiere un ayudante o un reemplazante, alguien que le secunde mientras se toma vacaciones, porque el texto nos dice que Él “no se adormecerá”, en otras palabras, no se sentirá cansado. El profeta Isaías dijo que el Señor “...No desfallece, ni se fatiga con cansancio...” (Is.40.28). Qué decepción se llevan aquellos hijos que, luego de esperar todo el día el retorno de su papá del trabajo, al  llegar les dice: “hoy no puedo jugar hijo, estoy cansado”. Pero qué maravilloso es saber que esa decepción no la tendremos de nuestro Dios, que no se cansa, y siempre está atento a nuestro caminar, impidiendo que resbalemos a la condenación.

Esta es la gran garantía de que perseveraremos hasta el fin. Este es el gran sello,  que una vez en el camino, el Señor asegurará que lo terminemos. Dijo el Señor por medio de Jeremías: “Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí” (Jer.32.40). Dios es quien produce en sus hijos el que no se aparten de Él. Amigo mío, eres demasiado honesto para pensar que si eres dejado solo en el camino no sentirías tentación de mirar tu anterior vida y desearla, como la esposa de Lot. Que bueno que Dios sea, entonces, el que sostenga nuestra salvación, el que no permita que nos apartemos para siempre de Él.

El apóstol Pedro nos dice en su primera epístola que somos “...guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación...” (1 Pe.1.5). ¡Somos guardados por el poder de Dios, para alcanzar salvación! El día que Dios pierda su poder creeré que el hombre puede perder su salvación. Pero por cuanto esto nunca pasará, podemos decir con certeza que aquel hombre que ha sido salvado, nacido de nuevo, justificado, transformado por el Espíritu Santo, no puede dejar de ser salvo, a menos que Dios deje de ser Dios.

Pero alguno podrá decir: “Conocí a una persona que estuvo caminando con nosotros, daba buenos frutos, demostraba que Dios había hecho una obra en él, pero con el tiempo empezó a enfriarse, y dejó de ir a la iglesia, comenzó a entrometerse con el mundo, y nunca volvió a considerar a Dios; de hecho blasfemaba su nombre mientras pecaba de formas terribles. Hace poco murió, y creo que debe estar en el infierno”. El problema de esto, es que si esa persona efectivamente fue salva, tendrías el primer ejemplo en la historia de que Dios se quedó dormido y permitió que uno de sus hijos cayera en el resbaladero. O pensamos eso, o mejor pensamos que aquella persona nunca fue un peregrino de verdad, aunque parecía serlo.

Jesús dijo que Él es el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas, y nadie  arrebatará las ovejas de su mano ni de la mano de su Padre (Jn.10.27-30). No ha existido ni existirá el hombre que pueda decirle a Cristo: “Yo fui parte de tu redil, pero salté la cerca mientras tú dormías”. Dios dijo que estaría con los que transitaran por el camino de la santidad, y que ninguno de ellos, por torpe que fuese, se extraviaría (...). No ha existido ni existirá el hombre que pueda decirle a Dios: “Yo estuve en el camino, pero no estuviste conmigo y me extravié”. Jesús dijo que el que cree en Él tiene vida eterna, y no vendrá a condenación (...). No ha existido ni existirá el hombre que pueda decirle a Cristo: “mi vida eterna en realidad fue temporal, y ahora debo ir a la condenación”.

Este es el principal problema de los que creen que la salvación se pierde, deben en el fondo admitir que piensan que el Buen Pastor puede quedarse dormido mientras cuida a sus ovejas. El Pastor J.C.Ryle dice al respecto: “¿Qué clase de Cabeza sería Él si alguno de los miembros de su cuerpo le pudiera ser arrancado? ¿Qué clase de Pastor sería Él si una sola de las ovejas de su rebaño quedase abandonada en el desierto? ¿Qué clase de médico sería Él si alguno de los pacientes bajo su cuidado fuera por fin hallado incurable? ¿Qué clase de Sumo Sacerdote sería Él si algún nombre, una vez escrito sobre su corazón, faltase al contar sus joyas? ¿Qué clase de Esposo sería Él si algún alma, una vez unida a Él por la fe, le fuera separada?”.

En este error han caído los wesleyanos, metodistas, algunos bautistas y los pentecostales. Pero como la salvación depende de la fe que depositemos en nuestro Señor Jesucristo, y no necesariamente de nuestra comprensión de la seguridad de salvación, cuando nos encontremos en el reino de Dios con muchos de esos hermanos wesleyanos, arminianos, pentecostales, podremos decir que la diferencia que tuvimos fue que, por la gracia de Dios, nos dimos cuenta antes de lo que ellos se cerciorarán en aquel día: que fue el Dios del cielo el que aseguró que llegásemos a su reino.

Todos aquellos casos de personas que estuvieron con nosotros, que daban luces de ser cristianos, algunos bastante creíbles, y que luego pisaron el deslizadero, apostataron de la fe y hoy viven para su padre, el diablo.  Lo explica el mismo apóstol Juan en su epístola: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron  para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Jn.2.19). Ellos aparentaban ser cristianos, pero no lo eran en verdad. Si sus almas van al infierno, es porque nunca fueron verdaderos peregrinos. No olvidemos que muchos dirán en aquel día: “Señor, en tu nombre hicimos muchos milagros”, la respuesta detrás de la puerta será: “Nunca os conocí”. Él no dirá: “Ustedes fueron mis hijos, pero después dejaron de serlo”. No, Él dirá “Nunca os conocí”, “Nunca fueron de mi pueblo”.

Porque los verdaderos peregrinos buscan cada día la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (...). Nos dice el apóstol Pedro que debemos conducirnos en temor a Dios todo el tiempo de nuestra peregrinación (...). Que debemos, como extranjeros y peregrinos, abstenernos de los deseos carnales que batallan contra el alma (...). Los peregrinos deben ser santos como su Dios es santo (...). Si se dirigen a la Jerusalén Celestial, donde el Cordero es la lumbrera de esa Ciudad, perseverarán en la santidad y la obediencia, porque el Cordero es santo y obediente. No todo el que dice que es peregrino, en verdad lo es; sólo aquellos que obedecen a la Palabra de Cristo son verdaderos peregrinos, cuyos pasos están asegurados hasta el fin de su camino.

"No se adormecerá el que te guarda, no se adormecerá el que guarda a Israel". El peregrino no sólo podía estar confiado que el Creador mismo estaba pendiente de sus pasos, sino que también guardaba a sus compañeros. Se presentan estas dos verdades: Dios guarda a cada creyente y Dios guarda a su pueblo completo. La Palabra dice que Jesús se entregó a sí mismo por la Iglesia, pero también que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (...). Jesús dijo que es el Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama por su nombre (Jn.10.3). El pastor que tenía cien ovejas y se le perdió una, salió en busca de la faltante, porque es responsable de cuidar de cada una y de todo el rebaño (...).

"No se dormirá el que guarda a Israel". Ya en la mañana nuestro Pastor Álex nos explicaba en una clase detallada a qué se refiere la Palabra cuando habla de Israel. El Israel espiritual es la Iglesia, el pueblo de Dios, la congregación de los salvados por la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios. Los peregrinos podían ser de distintos lugares geográficos, pero pertenecían a un sólo pueblo. Asimismo nosotros, somos de una iglesia local pero también pertenecemos a un sólo pueblo, la Iglesia Universal de Dios, la congregación de todos aquellos que, en distintas iglesias locales, denominaciones y lugares, reposan su fe en el Hijo de Dios. Cuando nos encontremos en esa hermosa Ciudad, ¿acaso nos felicitaremos unos a otros porque “lo logramos”? No, dice la Escritura que de toda lengua, nación y lugar, el pueblo de Dios glorificará al Cordero, que es digno de recibir toda gloria, dominio y poder (...).

En el Salmo 121 se insiste por lo menos unas seis veces que Jehová es nuestro guardador. Parte de que nos guarde implica que no permitirá que nuestros pies caigan al resbaladero, porque siempre está alerta a nuestros pasos. Pero es nuestro guardador en todo, es nuestra sombra a nuestra mano derecha; nos guarda a un grado que no nos imaginamos. Cuántas personas confían en sus ángeles guardianes, sus santos patronos, sus familiares que partieron y que los guardan desde arriba, ellos dicen. Pero Jehová es el único guardador; y por qué querríamos otro, si no hay quien guarde como Él.

Como es nuestro guardador, dice el Salmo que “El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche”. El sol era sin duda un compañero hostigante para estos peregrinos. La temperatura máxima promedio de la tierra palestina bordea los 26 grados Celsius; en algunos meses, como agosto, la temperatura sube a 30 grados. Imagina lo caliente que debió haber estado esa arena, esas rocas y esos senderos. En ciertos tramos debían atravesar lugares desérticos, sin la sombra de un árbol frondoso. Y entenderás, que el estar horas caminando con el sol directo en tu rostro genera distintos problemas de salud, desde la deshidratación hasta la insolación, la cual en periodos extensos puede llegar a ser mortal. Sin embargo, estos peregrinos podían estar confiados, porque si Dios ha asegurado que sus pies no resbalarán, también se encargará de que el sol no  termine por matarlos.

Los comentaristas concuerdan en que se tenía un pensamiento similar de la luna, se pensaba que también producía cierta insolación o fatiga en los caminantes, incluso rondaban ciertos mitos de una luna que cobra las vidas de los caminantes nocturnos. Tanto la luna como el sol son objetos de adoración también para distintas culturas antiguas, incluso hasta hoy. Sin embargo, ambos cuerpos celestes fueron creados por el Señor en el cuarto día; la lumbrera mayor para alumbrar en el día, y la lumbrera menor para alumbrar de noche. “¿Quién podrá ayudarnos frente al calor abrasador del sol y los temores de la luna? Nuestra ayuda viene de Jehová, que hizo los cielos y todo su ejército”.

Posiblemente, en sus pensamientos, estos peregrinos  recordaban cómo Dios socorrió al pueblo de Israel mientras caminaba en el desierto, con una nube que les cubría del sol (...). También podían acordarse de cómo Dios detuvo el sol y la luna hasta que Josué se vengó de sus enemigos (...). Ellos no debían temer a ninguna de estas amenazas, porque el éxito de su camino estaba en las manos de Dios, que creó esas lumbreras y controla todas las cosas.

Ahora, ¿qué aplicación tiene para nuestra vida este versículo? Porque alguien podría decir: “Voy a caminar por todo el desierto de Atacama, sin bloqueador, y nada me va a pasar, porque “el sol no me fatigará de día”. Claramente si nuestro peregrinar es espiritual, estos símbolos también deben interpretarse espiritualmente. Recordemos que la fatiga es una consecuencia de nuestro pecado, Dios le dijo al hombre luego de la caída: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Gn.3.19). El cansancio desorientador que produce el sol es símbolo de la maldición por el pecado. Dice el Señor por medio de Jeremías, que los que confían en Jehová serán ”...como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto” (Jer.17.8). El sol no impedirá que el creyente verdadero produzca sus frutos dignos de arrepentimiento. Dios no permitirá que las circunstancias externas le impidan a sus hijos el perseverar hasta el fin.

Nos dice Isaías 24.23, que “La luna se avergonzará, y el sol se confundirá, cuando Jehová de los ejércitos reine en el monte de Sion y en Jerusalén, y delante de sus ancianos sea glorioso” (Is.24.23). La gloria de Dios hará del sol y la luna lumbreras inútiles. Nos dirigimos a la Ciudad Celestial, la que nos dice Apocalipsis que: “...no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Ap.21.23). Aquellas circunstancias, que cual sol abrasador te golpean y retrasan en la carrera de la fe, se ven ridículas ante la gloria que resplandece en aquella ciudad a la que te diriges. Ajusta tus tirantes, ciñe tus lomos, y dirígete en esa dirección, contempla esa gloria, pon tus ojos en el Cordero, y persevera hasta llegar.

“Jehová te guardará de todo mal” dice el texto. Muchos predicadores modernos insisten en que la palabra “todo” no implica ninguna restricción. Ellos dicen que, por cuanto Jesús dijo que “todo lo que pidieren” al Padre en su nombre les será dado (...), los creyentes podemos pedir lo que sea, porque todo es todo. Sin embargo, sabemos en la Escritura que debemos pedir conforme a la voluntad de Dios, así dijo el apóstol Juan: “Y esta es la confianza que tenemos delante de Él, que si pedimos cualquier cosa conforme a su voluntad, Él nos oye” (1 Jn.5.14). Lo mismo aplica para este Salmo, cuando nos dice que Jehová nos guardará de todo mal. Nuevamente, no es lo que nosotros consideramos como malo, es lo que Dios considera malo.

Nosotros podríamos llegar a pensar que la muerte es algo malo, y lo es, sin embargo, para los creyentes, la muerte no es el fin de la vida, sino el inicio de la manifestación visible de la vida eterna. Para los hombres las enfermedades pueden ser algo maligno, pero para los creyentes pueden ser una prueba o un aguijón en la carne que nos hagan más dependientes del Señor. Para los hombres, un accidente puede ser algo malo, pero para Dios puede ser la forma en la que decretó llevarse a uno de sus hijos. Sin duda, cuando pasan estas cosas no las recibimos con una carcajada; es obvio que nos acongojamos, entristecemos y atemorizamos. Sin embargo, el hecho de que  Dios sea nuestro guardador, nos asegurará algo que en la vida no se nos podrá arrebatar.

Por ello es que el Señor es aún más claro: “Él guardará tu alma”. El Señor Jesús dijo: “No teman a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt.10.28). ¿Quién es el Único que tiene la autoridad en el cielo de destruir nuestra alma y cuerpo en el infierno? Solamente el Dios del cielo. Dice el buen himno de Lutero: “Nos pueden despojar de bienes, nombre y hogar, el cuerpo destruir, pero siempre ha de existir de Dios el reino eterno”.

Imaginemos esta situación: Dos soldados que deben atravesar un campo minado. Ambos son cristianos, ambos han nacido de nuevo, creen en el Señor Jesucristo, y viven una vida de santidad. Cuando comienzan a atravesar el campo minado, comienzan a rogar por sus vidas, a pedirle al Señor que dirija sus pasos, ambos están sudorosos del temor. El primero logra atravesar todo el campo minado, llegando a la otra orilla sano y salvo, mientras que el otro, a medio camino, sintió el “clac” del activar una bomba. Cierra sus ojos sabiendo que es el fin, encomienda su alma al Creador y levantando los ojos al cielo levanta su pie y vuela en mil pedazos. ¿Qué pensaría el mundo de esta situación? “Qué terrible lo que le pasó, a pesar que creía en Dios, ¿dónde estaba su Dios?”. ¿Qué pensarían algunos evangélicos que no conocen al Señor? “Le faltó fe, no pidió con tanto fervor como el otro, pidió mal, etc.”. Pero qué es lo que nos dice la Palabra de Dios: “Dios guardó el alma de los dos”.

Hermano, que esto signifique todo en tu vida, que tu alma sea guardada por este Buen Señor. Porque puedes gozar de buena salud, de larga vida, de muchos bienes y alegrías, pero si tu alma no está guardada por Cristo, perecerás para siempre. “de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (He.13.6).

 

“El guardará tu salida y tu entrada”, en otras versiones: “El Señor te cuidará en el hogar y en el camino”. Que hermosos son aquellos testimonios que muestran al Señor salvándonos de la muerte, de accidentes de tránsito, de peligros terribles. A cuántos has escuchado contar increíbles anécdotas de cómo estuvieron a centímetros de ser atropellados, de cómo fueron avisados segundos antes y evitaron un auto a gran velocidad, de cómo fueron librados de ser asaltados por delincuentes, etc. Y qué bueno que antes de salir de casa, sea cual sea la diligencia que debamos realizar, encomendemos nuestras vidas al Señor y roguemos que nos proteja de todo mal.

Sin embargo, esta salida y esta entrada tienen relación directa con el peregrinar. El Señor nos guardará desde que hemos salido de nuestro lugar de origen y nos guardará mientras vamos peregrinando. Esta es otra evidencia de que el peregrinaje está asegurado por el Señor, porque de otro modo habría dicho “Jehová guardará tu salida” solamente, pero el Espíritu añade “y cuando estés en el camino”. En otras palabras, jamás te dejará solo. “Aunque ande en valle de sombra  de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo...” (Sal.23.4). “No temas - dice el Señor - porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (Is.41.10).

No ha existido el momento en que Cristo haya dejado sólo al redil. Él no es como ese pastor asalariado, que no se preocupa de las ovejas porque no son de él. Él acompaña y se mantiene vigilante de su redil. Tampoco Él dejará algo a medio camino. No desconocerá la obra que ha iniciado. No es como ese hombre que no terminó su torre, por no haber calculado bien los materiales (...), todo lo que hizo el Señor era bueno en grande manera (...), y si creó en nosotros un corazón nuevo, como dice el Salmo 51, ese corazón no tiene desperfectos, hará lo que Dios quiere que haga. Dice el profeta Ezequiel, que el Señor pondrá un corazón nuevo para que andemos en sus estatutos, guardemos sus preceptos y los pongamos por obra (Ez.36.27). La obediencia es producida por el Señor a través del corazón nuevo que ha puesto en los creyentes. De esta forma, Él nos guarda al inicio y durante el camino. La buena obra que ha comenzado en nosotros, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil.1.6).

Y si te parece que las garantías de seguridad de parte de Dios son muchas para los peregrinos, Él ha prometido guardarnos no sólo ahora, sino para siempre. “Jehová te guardará en el hogar y en el camino (tu salida y tu entrada), Desde ahora y para siempre”. Mientras Dios sea Dios guardará a sus peregrinos. La razón por la que somos guardados para siempre es porque el Señor no tiene principio de días ni final.

“Pero Jehová permanecerá para siempre...” (Sal.9.7).

“Jehová es Rey eternamente y para siempre...” (Sal.10.16).

“El consejo de Jehová permanecerá para siempre; Los pensamientos de su corazón por todas las generaciones” (Sal.33.11).

La razón por la cual Dios guarda a sus hijos para siempre es porque siempre está y estará en su Trono, porque permanece para siempre. La eternidad de nuestra salvación está sujeta a la eternidad de nuestro Dios.

“Porque Jehová ama  la rectitud, Y no desampara a sus santos. Para siempre serán guardados...” (Sal.37.28).

“Porque Jehová es bueno; para siempre es su misericordia, Y su verdad por todas las generaciones” (Sal.100.5).

“Reinará Jehová para siempre; Tu Dios, oh Sion, de generación en generación. Aleluya” (Sal.146.10).

Y estos versículos, son sólo algunos de los cientos en los que se encuentra plasmada la verdad de que el Señor es eterno, y por tanto, su salvación es eterna y segura. Y cierto es que las misericordias del Señor se renuevan día a día, que como las olas del mar, que continua e incesantemente bañan la costa, así la gracia del Señor permanentemente está siendo renovada. Como dice un buen himno: “Mis faltas son muchas, su gracia es mayor”.

Quiero que vayamos al Salmo 110 y leamos el versículo 4: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre Según el orden de Melquisedec” (Sal.110.4). Estaba anunciado en los Salmos que Cristo, el Hijo de Dios, a quien el mismo David llama su Señor, sería un Sumo Sacerdote, un mediador entre Dios y los hombres, cuyo sacerdocio no sería como el sacerdocio de los levitas que morían y otro les reemplazaba, sino que sería un sacerdocio inmutable y eterno. Así nos dice la epístola a los Hebreos, cuando habla de ese Sumo Sacerdote, refiriéndose a Jesús nos dice “por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He.7.25).

Puede salvar perpetuamente (para siempre) a los que se acercan a Dios por Él, viviendo siempre para interceder por ellos. La razón por la que Dios nos guarda es porque Cristo intercede para guardarnos. El que nos guarda no se adormecerá ni dormirá, nunca dejará de guardarnos, porque nos salva perpetuamente y vive siempre para interceder por nosotros.

Este Sumo Sacerdote presentó un sacrificio que ninguno de nosotros podríamos presentar. Una ofrenda perfecta que nadie antes pudo ofrecer. Él dispuso voluntariamente Su propia vida perfecta para vestirnos con su justicia, y voluntariamente cargó con nuestros pecados, sustituyendo nuestro lugar en la cruz. En ese calvario Él sufrió la cruenta muerte, experimentó la más absoluta soledad, bebió completamente la copa de la Ira de Dios. En esa cruz, nuestro Señor vivió nuestro propio resbaladero.

La razón por la cual tus pies están en dirección a la Ciudad Celestial, y no en un deslizadero al infierno, es porque Cristo experimentó ese castigo por ti. La razón por la que el sol no te fatigará de día ni la luna de noche, es porque Cristo cargó las maldiciones que debías vivir. Es por ello que decir que un peregrino verdadero puede resbalar de tal modo que nunca más se ponga de pie, es insultar directamente el sacrificio de Cristo, que hace posible cada uno de los pasos de nuestro peregrinar. Si Cristo pagó completamente el deslizadero de su pueblo, nadie de su pueblo tendrá que pagarlo después.

No quiero que te vayas hoy sin tener esto en mente: tu salvación es de Dios, tu peregrinar es de Dios, y si es de Dios es seguro, porque el sacrificio y la mediación de Cristo son seguros. Ocupémonos entonces en nuestra salvación con temor y temblor, sabiendo que Él pone el querer como el hacer en nosotros (...). Amigo mío, tú que aún no pones tus pies en el camino a la Ciudad Celestial, hoy, no mañana, ahora, y no después, es el momento en que debes alzar tus ojos al cielo y ponerlos en Cristo, el autor y consumador de la fe. Abrocha tus sandalias, prepara tu equipaje, y camina siempre con los ojos puestos en esa Jerusalén Celestial, el monte Sion, donde Dios congregará a su pueblo de todos los confines de la tierra. Como Cristiano con Fiel o Esperanza, siempre tómate de la mano con otros peregrinos; siempre debemos andar en caravana, siempre juntos para animarnos.

Quizás los montes se ven altos, pero Cristo tiene un nombre que es sobre todo nombre. Cuando nuestro Jesús oró por nosotros, nos dice que alzó sus ojos al cielo (Jn.17.1). Alza tus ojos donde está Cristo, y aunque sea torpe tu caminar será seguro. ¿De dónde vendrá nuestro socorro, sino de Dios? Es similar a la pregunta de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos, tú tienes palabras de vida eterna?” (...). Como decía Asaf: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal.73.25). ¿A quién tenemos nosotros en el cielo? A nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, a nuestro buen abogado, intercediendo siempre por nosotros.

Nos dicen los Evangelios que Jesús junto a su familia iban año tras año a Jerusalén a celebrar la pascua, y peregrinaban tal como estos peregrinos de los que hemos estado hablando. Y por ende, Él también cantó estos Salmos, ¡Él también cantó el Salmo 121! Y quiero que pienses en la sonrisa de ese Jesús, mientras caminaba kilómetros, sabiendo que Él era el que haría posible todo lo que su pueblo cantaba. Cuando  cantemos nuevamente este Salmo, piensa que el Hijo de Dios también entonó estas líneas teniéndonos en mente, y sabiendo que aseguraría todo lo que en este bello himno está escrito.