Salmo 131: El Corazón del Peregrino

 

Del texto que hemos leído quiero que podamos meditar en tres grandes asuntos:

 

1) Los beneficios de tener un corazón quieto.

2) Los peligros de tener un corazón inquieto.

3) La esperanza del que reposa su corazón en Cristo.

 

Este texto pertenece a una sección dentro de Libro de Salmos titulada “Cánticos de Ascenso Gradual”, una serie de salmos que van desde el salmo 120 al 134. Toman este nombre porque corresponden a los himnos que cantaban los miembros del pueblo de Israel cuando debían peregrinar desde sus localidades hacia la ciudad de Jerusalén, una ciudad que se encontraba en altura y rodeada de montes (Sal. 125:2). Debían hacer estos trayectos tres veces al año, para celebrar las fiestas solemnes en honor a Jehová, que Él había establecido en su Ley.

 

Este era uno de esos cánticos que animaban a los peregrinos mientras se dirigían a esa Ciudad. Y así como ellos, nosotros también, nos dirigimos a una Ciudad, que no está en esta tierra, sino a una Ciudad Celestial. Una Ciudad, como dice Hebreos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. La Biblia nos dice que somos extranjeros y peregrinos sobre esta tierra y nos dirigimos hacia la Jerusalén Celestial.

 

1) Los beneficios de tener un corazón quieto.

 

Quiero que notemos que todos estos salmos (del 120 al 134) tienen un encabezado, un título en común. Todos dicen que son cánticos graduales o de ascenso. Pero tanto este como el 133 tiene una particularidad. La tradición hebrea los asoció con David. Este se asume que fue un salmo que escribió el Rey David (como muchos otros salmos) o fue un salmo que escribieron en honor al Rey David.

 

Y este dato es muy importante, porque nos permite entender cómo el corazón de un líder tan apreciado como David era un corazón humilde y en paz. Era un corazón quieto. Estaba tan quieto como un bebé luego de tomar leche. Antes de tomar pecho el niño llora y está inquieto, pero luego de saciarse en el dulce regazo de su madre, su cuerpo descansa y muchas veces están tan satisfechos que duermen. Así de reposada, tranquila y satisfecha estaba el alma de David.

 

Y esto de partida es muy curioso, porque David era el rey de Israel. No era alguien que tenía un trabajo sencillo. No tenía que trabajar desde las 08:00 hasta las 18:00 hrs., y luego comenzaba su tiempo libre. Pensemos un momento en lo que significa para una persona administrar todo un reino. No estamos hablando de que estás a cargo de un equipo de trabajo, de un grupo de personas, o de una empresa. Estamos hablando de tener en nuestras manos el futuro de millones de personas.

 

De su buena gestión el pueblo completo se beneficia, pero de su mala gestión, el pueblo se destruye. Como David era un monarca, él tenía todos los poderes del Estado. Israel no era una República, con poderes separados (presidente, parlamento, tribunales), sino que todas eran facultades de un mismo rey. El rey gobernaba, el rey legislaba (es decir, mandaba leyes), y el rey juzgaba. Y si fuera poco, el rey también salía a la guerra y lideraba el ejército en combate. Como Israel era una nación que Dios había escogido, el rey también debía vigilar que la nación honrara al Señor. Se transformaba en un gran pastor del país (Sal. 78:70-71).

 

Pensemos en la presión que había sobre David como rey. Si descuidaba su administración, su pueblo podía morir de hambre. Si descuidaba su legislación, podía emitir una ley injusta o poco sabia. Si descuidaba su juicio podría condenar a alguien inocente o dejar libre a alguien culpable. Si descuidaba la batalla, podría perder una guerra contra un enemigo extranjero que amenazaría el reino completo. Si descuidaba la adoración nacional, los hechiceros y agoreros harían de las suyas con el pueblo, inclinándolos a la idolatría.

 

Cada día sus ministros iban al salón de su palacio con malas noticias, con tareas pendientes, con reclamos de sus súbditos, con casos para juzgar. Y no sólo tenía los trabajos básicos que involucra liderar una nación. David estaba guiando a Israel en un momento muy especial de su historia, a tal punto que su administración le dio a Israel la estabilidad que disfrutaron por 400 años. Sumémosle a su estrés, que su trono era codiciado y envidiado, incluso al interior de su familia. Su propio hijo Absalón lo desterró en una oportunidad para quedarse con ese trono. El que se haya sentido estresado por algún momento, que hable con David primero.

 

Pero a pesar de sus múltiples ocupaciones y la reverencia que todos sus súbditos le debían, nos dice este salmo que el corazón de David no se envaneció. Ser rey y no envanecerse era algo casi imposible. Pensemos que en esta época los reyes de las naciones eran considerados dioses o hijos de los dioses, como faraón, como el César. Esa era la noción natural que tenían las personas de la época, ellos automáticamente endiosaban a sus reyes.

 

David, a diferencia de los otros reinos, no era considerado un dios, porque Israel sólo tenía a Jehová como Dios vivo y verdadero, pero David sí tenía la reverencia de los israelitas. Todos debían honrarle. Los soldados debían morir por él. Ante sus palabras todo el reino debía callar, y a sus ordenes todo el reino debía obedecer. Y no sólo era amado por protocolo, como quien debe rendir honores a una autoridad, aunque no esté de acuerdo con ella.

 

El pueblo había sido testigo de las grandes hazañas de David, de cómo tumbó al gigante de los filisteos, de cómo salió airoso de la mano de Saúl, de cómo ganaba todas las batallas. El pueblo tenía canciones que decían que “Saúl mató a mil, pero David venció a diez mil” (1 Sa. 18:7). Por lo tanto, era un rey aclamado, esperado, heroico, amado.

 

Pero nada de ello debilitó la humildad de David: “Jehová, no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron; ni anduve en grandezas, ni en cosas demasiado sublimes para mí”. Quiero que notemos que el corazón, los ojos y las acciones de David dan cuenta de su humildad. A pesar que todo su reino reconocía su poder, su pompa y su gloria, David no se dejaba llevar por estas cosas, sino mantenía su corazón a raya.

 

Este salmo inicia en el corazón, como todo análisis sobre nuestra vida. Siempre debemos partir desde el corazón, porque del corazón proceden todas las cosas. El Señor Jesús dijo que “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6:45). El corazón es el centro de nuestra voluntad, de nuestros deseos y de nuestros pensamientos.

 

Y lamentablemente, por naturaleza, nuestro corazón no es bueno. La Biblia dice que el corazón del hombre es engañoso más que todas las cosas, y perverso (Jer. 17:9). El Señor Jesús dijo que todos los pecados salen del corazón y contaminan al hombre (Mr. 7:21-23).

 

Por lo tanto, cuando el Señor salva a un pecador, cuando el Señor transforma a una persona, la hace una nueva criatura, la hace nacer de nuevo, la rescata de su vana manera de vivir, cambia su corazón. Como dice el libro del profeta Ezequiel, el Señor quita el corazón de piedra que teníamos (un corazón muerto), y pone un corazón de carne, un corazón vivo (Ez. 36:26). El mismo rey David pidió ese nuevo corazón en el salmo 51: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio” (Sal. 51:10).

 

Sólo desde ese nuevo corazón procede esa verdadera humildad. Desde el corazón malo, desde el corazón que todos tenemos por naturaleza, no puede venir nada bueno. Esa humildad del rey David sólo podía provenir del corazón que Dios había puesto en Él. Y aunque el Señor nos da un nuevo corazón con afectos santos, aún persiste en nuestra carne los vestigios del antiguo corazón engañoso y perverso. Debemos cada día hacer morir por el Espíritu las obras de la carne. Como decía el mismo rey David en el Salmo 86: “(…) Jehová (…) Afirma mi corazón, para que tema a tu nombre” (Sal. 86:11).

 

Dice que David no andaba en grandezas ni en cosas sublimes para él. Para entender estas palabras podemos ir a Job 42:3: “¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; Cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía”. La esencia del texto es muy parecida a la del salmo. Hay cosas que son desconocidas, que son misteriosas, que son demasiado maravillosas, que Job no podía entender.

 

Y el capítulo 42 de Job es el capítulo en donde Job dice que finalmente conoció al Señor, luego de todo aquel difícil proceso que tuvo que pasar. Job dice que hay cosas que no entendía, que son demasiado sublimes para él. No entendía el porqué de todo su dolor, y desconocer eso no le era causa de tristeza, sino que reconocía que eran cosas demasiado maravillosas como para entenderlas. De hecho, el mismo rey David, en el Salmo 139, cuando habla de que Dios conoce todo de nosotros exclama: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; Alto es, no lo puedo comprender” (Sal. 139:6).

 

David sabía que los eventos que la Providencia de Dios le había deparado no tenían explicación para él, pero podía maravillarse en el cuidado de Dios, aunque no entendiera por qué ocurrían muchas cosas. Él no podía quizás entender por qué había muerto su gran amigo Jonathan. Él quizás no podía entender por qué su propio hijo Absalón lo buscaba para matarlo. Él quizás no podía entender la ira que Saúl tenía contra él.

 

Buscar el motivo por el que pasaba esas aflicciones eran cosas demasiado sublimes para él. Él entendió como dice Isaías que los pensamientos de Dios son más altos que nuestros pensamientos (Is. 55:9). Él entendió que los asuntos de Dios son de Dios nada más, que hay cosas que no vamos a entender y debemos igualmente gozarnos en que, aún sin entenderlas, podemos descansar en el cuidado de nuestro Señor. Y este salmo nos enseña que el reconocer que hay motivos y propósitos que sólo Dios conoce, lejos de inquietarnos, eso nos hace descansar.

 

David reconocía que su alma había sido callada y calmada, como la paz que experimenta un niño al ser destetado. Ahora, los estudiosos nos presentan dos alternativas respecto de esta ilustración. Unos interpretan el ser destetado como cuando un bebé se queda dormido luego de tomar pecho. Antes de tomar el pecho el bebé lloraba y estaba incómodo. Luego de tomar el pecho, el bebé se calma, algunos al nivel de quedarse dormidos.

 

Otros lo interpretan como el proceso completo del destete de un niño, cuando la madre decide que el niño ya no tome más pecho y comience a alimentarse con otros alimentos. Antes de ese proceso, el bebé parece que estuviera en guerra con su madre. Es un proceso cansador y difícil. Pero luego de toda esa tormenta, el niño está tranquilo y confiado. Sin embargo, la idea es la misma, es la paz que tiene un niño, aunque desconozca todo lo que ocurre a su alrededor.

 

Pensemos un momento en ese bebé que luego de llorar se duerme tomando el pecho de su mamá. ¿Qué estará pensando ese bebé? ¿Estará pensando en cómo una tercera guerra mundial podría desencadenarse? ¿Estará pensando en las cifras de contagios del coronavirus? ¿En la recesión económica que se nos viene? ¿En cómo llegar a fin de mes? ¿En si saldrá o no el cuarto retiro?

 

No. Todos los que tienen bebés o tienen familiares que tuvieron bebés pueden ser testigos que no hay guerra, peste, hambre, crisis, terremoto o bomba nuclear que inquiete a un bebé, mientras el pecho de su madre esté a su lado. Esa misma confianza experimentaba David con nuestro Señor. Su mente no divagaba en los motivos de sus aflicciones, sino que podía estar confiado y descansar.

 

En el Salmo 3, el salmo que escribió David mientras huía de sus perseguidores, dijo: “Yo me acosté y dormí, Y desperté, porque Jehová me sustentaba” (Sal. 3:5). En el Salmo 4, el salmo que escribió David sobre los que difamaban su testimonio, él dijo: “En paz me acostaré, y asimismo dormiré; Porque sólo tú, Jehová, me haces vivir confiado” (Sal. 4:8).

 

Así, cuando caminamos con el Señor en la belleza de Su Santidad, nos vendrán dificultades más allá de nuestro dominio, y así como David, en lugar de quejarnos, debemos reconocer que nuestro Padre en los cielos no ha perdido el control. Que ninguna de nuestras dificultades ha movido al Señor de su Trono. Que ninguna de nuestras aflicciones le ha inquietado.

 

Por el contrario, en todas ellas, y por más difíciles que sean, debemos glorificar a Dios que entiende los motivos que nosotros no entendemos y que conoce los propósitos que nosotros no conocemos. Debemos contentarnos en el propósito magnífico que Él ha revelado: tendremos vida eterna para gozar con Él por siempre. ¡Que el regazo del Señor sea tu hogar! ¡Que cada día puedas descansar en el Señor y en sus cuidados! No te agotes buscando explicaciones, descansa en el Señor, Él es tu guardador. Dice el Salmo 62:5-6:

 

“Alma mía, en Dios solamente reposa

Porque de él es mi esperanza.

Él solamente es mi roca y mi salvación.

Es mi refugio, no resbalaré”

 

2) Los peligros de tener un corazón inquieto

 

Junto con conocer los beneficios de tener un corazón calmado en Dios, debemos advertir sobre los peligros de tener un corazón inquieto. Quien tiene un corazón reposado en Dios, como David, puede confiar en que, aunque no entienda los motivos de la Providencia divina, el Señor guardará su alma. Pero, por el contrario, quien no tiene un corazón reposado en Dios, estará profundamente agobiado, intentando controlar los factores de su vida, sin ningún éxito.

 

Quien no tiene un corazón reposado en Dios se desespera frente a las incertidumbres y cae en un espiral de agobio y sufrimiento sin fin. Es necesario advertir de la amenaza seria e irreversible de los afanes.

 

El Señor Jesús, en su parábola del sembrador, dejó en claro que los afanes de este mundo son la causa por la que muchos irán al infierno. Él ilustró esto diciendo que un sembrador salió a sembrar semillas, y una de las semillas cayó en medio de los espinos. Como era de esperar, esa semilla no pudo dar frutos, porque la ahogaron los espinos.

 

Luego, el Señor explicó que esa tierra representaba a todos aquellos que oyen la Palabra, “pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa” (Mr. 4:19), o en otras palabras, no puede dar fruto en la vida del que recibió esa semilla. Ahora, sólo la buena tierra es la que produce buen fruto. La mala tierra representa a todos los que no dan fruto, a todos aquellos que como árboles malos un día serán cortados y echados en el fuego (Mt. 3:10). No subestimes el peligro de los afanes de este mundo.

 

Esas preocupaciones dejan ver que tus ojos no están en el reino de Dios, sino que están en este mundo. Esa ansiedad, que surge de querer tener el control de toda tu vida, demuestra que tu fe es inconstante, es vacilante, y termina dependiendo de las circunstancias que estás viviendo. Mientras tienes sustento, casa, trabajo, salud y compañía, tu fe es de oro. Pero cuando estas cosas se te arrebatan, tu fe desaparece. Quien tiene un corazón inquieto siempre está pensando en algo que hace falta, siempre está pensando que en un futuro, cuando se den ciertas condiciones, va a estar tranquilo, va a tener paz.

 

“Estaré tranquilo cuando pague mis deudas”, “Estaré tranquilo cuando encuentre trabajo”, “Estaré tranquilo cuando me paguen ese bono”, “Estaré tranquilo cuando el doctor me diga que los exámenes me salieron buenos”, “Estaré tranquilo cuando esa plata esté en mi bolsillo”, “Estaré tranquilo cuando termine de pagar mi casa”, “Estaré tranquilo cuando mis hijos se titulen”, “Estaré tranquilo cuando me entreguen mi casa propia”, “Estaré tranquilo cuando termine esos estudios”, “Estaré tranquilo cuando me case”, “Estaré tranquilo cuando me digan que mi hijo está sano”, “Estaré tranquilo cuando ese trámite me salga bien”.

 

¡No! ¡Ese es el engaño de los afanes! No va a ser así. No vas a estar tranquilo. Si buscas tu paz fuera de Cristo, tú nunca estarás tranquilo. Cuando tengas aquellas cosas que tanto anhelabas, cuando tengas esa salud, ese dinero o esa compañía que tanto querías, otras cosas reemplazarán el lugar que dejaron esos afanes. Sólo hay un lugar donde se aquietan nuestros corazones, sólo un lugar en donde no hay afanes ni angustias, y es en Cristo.

 

No quiero que pienses que estoy llamándote a ser irresponsable, a dejar de pagar tus deudas, a no buscar un hogar donde vivir, o a no rogar por tu salud. Dios nos ha llamado a ser diligentes, a esforzarnos y a trabajar cada día para glorificar Su Nombre. Lo que estoy advirtiendo es que si tu esperanza y tu paz provienen de estas cosas, perecerás con ellas. Solamente quienes reposen en Cristo Jesús hallarán descanso para sus almas. David descansó en su Dios y encontró quietud para su corazón. No busques una paz que sólo Cristo da, Él la da no como el mundo la da. No hay paz verdadera para quienes huyan de Dios. Encuéntrala en Él y sólo en Él.

 

Otra advertencia que debemos hacer sobre el corazón inquieto, es que por lo general es un corazón vanidoso. Un corazón que no haya paz en el Señor es un corazón que haya una falsa paz en sí mismo, y por tanto, cree de sí algo que no es. El fruto prohibido del Edén traía una falsa promesa: serán como Dios. Esa fue la promesa de la serpiente a Adán y Eva: ustedes serán como Dios.

 

En otras palabras “Así como Dios determina el destino de todas las cosas y cómo deben vivir sus criaturas, así ustedes van a poder determinar su propio destino y vivir de acuerdo a lo que ustedes determinen”. Junto con el primer pecado surge el corazón altanero y orgulloso. Ese corazón que no admite que nadie más opine de él, sino que él sólo determina cómo debe vivir.

 

No nos engañemos. Desde que Adán cayó, todos los hombres nacen bajo altanería, soberbia y orgullo. Las personas soberbias no son algunas. Ser orgulloso no es sólo una marca en el carácter de ciertas personas. Todos nosotros venimos con un corazón orgulloso. A veces nos admiramos de la humildad de una persona. Decimos “Este joven a pesar de tener estudios, de tener recursos, aún así conversa con nosotros y es muy atento. Es tan humilde”. Pero si ese joven no se ha rendido a Cristo en arrepentimiento y fe, es un hombre altivo y orgulloso.

 

La altanería y la humildad no se determinan por el trato entre los hombres, sino por el reconocimiento de nuestra condición ante Dios. Nuestra condición por naturaleza es la altivez. Queremos vivir menospreciando a nuestro Dios. Esa es la condición que todos tenemos por naturaleza. Sin embargo, los escogidos del Señor, la Iglesia, han pasado de ser orgullosos pecadores, a pecadores arrepentidos. Han reconocido la Majestad y el Señorío de Dios sobre sus vidas, y con ello se han vuelto humildes.

 

Dice la Palabra que Dios abatirá en el día del juicio a todos los altaneros (Is. 2:11-12; 2 Sa. 2:28). Dios castigará a todos aquellos que no rindieron sus vidas ante el Señor, a todos aquellos que perseveraron en su rebeldía. Dice el Salmo 101:5 que Dios no soporta a los que tienen ojos altaneros. Simplemente no los puede ver. Por eso es que dice que los mira de lejos (Sal. 138:6).

 

Es más, cuando el Libro de Proverbios enumera en su capítulo 6 las siete cosas que Dios aborrece, la primera del listado son los ojos altivos (Pr. 6:16-17). Los ojos altivos están tan nublados con su vanagloria, que no logran ver la gloria de Dios. Los ojos altivos están tan empañados con su sentimiento de superioridad, que no logran percibir la necesidad que tienen de salvación. Los ojos altivos son la ceguera de los impíos.

 

La verdadera humildad consiste en reconocer nuestro pecado y nuestra condición miserable sin Dios. Ser verdaderamente humilde no es mantener buenos modales frente a personas con menos estudios o menos recursos. Ser humilde ante Dios es saber que somos pecadores, que merecemos el infierno y que Dios tiene todo el derecho de enviarnos ahí. Ser humilde es reconocer que sólo Cristo es el Señor de mi vida, y que Él determina cómo debo vivir, no yo.

 

Por esta razón es que David puede decir que su corazón no se envaneció ni sus ojos eran altivos, porque Él reconoció su pecado. Porque alguien podría objetar: “¿Cómo es posible que David diga que no se ha envanecido, si cometió pecados muy serios?”. Pero precisamente por eso es humilde, porque reconoció sus pecados (Sal. 32 y 51). La humildad se manifiesta en reconocer los pecados y la necesidad de perdón y salvación, mientras que la altanería se muestra en el deseo de esconder nuestra vida para que no puedan ver nuestros pecados. Dice el evangelio de Juan que “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19).

 

Dice el apóstol Pedro que “Dios resiste a los soberbios, Y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pe. 5:5-7). Descansa en Él. Echa tus ansiedades sobre Él. Aquieta tu corazón en Él, porque el fin de los afanosos, de los altivos, de los orgullosos, de los que encubren su pecado, es la muerte.

 

3) La esperanza del que reposa su fe en Cristo.

 

El tercer versículo de nuestro salmo dice “Espera, oh Israel, en Jehová, Desde ahora y para siempre”. El rey David, luego de reconocer que su alma está quieta en su Señor, demanda de todo su reino que esperen en Jehová. David era un rey que muchos identificaron como el Mesías. Era un rey conforme al corazón de Dios. Era un libertador. Con sus conquistas Israel pudo heredar esa tierra que Dios había prometido a Abraham. Sin embargo, él no fue el Mesías.

 

Él fue un pecador perdonado por Dios, sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, pero un hombre al fin y al cabo. De hecho, él reconoce que el pueblo debía seguir esperando en Jehová. Ellos debían seguir expectantes sabiendo que Dios mandaría a Su Ungido, a su Rey definitivo. Dios le prometió a David que de su descendencia vendría un Rey cuyo reino nunca terminaría (2 Sa. 7:13). Un Rey con un reino eterno. Y nosotros conocemos a ese Rey. Su Nombre: Jesucristo, el Hijo de Dios, nuestro Rey.

 

Él es el Rey prometido, el Mesías, el Cristo que vendría a redimir a su pueblo de sus pecados. Él nos vino a reconciliar con el Padre, a poner los términos de paz entre Dios y nosotros. Él pagó con su muerte la paga por nuestro pecado. Sobre sus hombros cayó todo el peso de nuestras iniquidades. Él es el Mesías, el Cristo, nuestro Rey. Los hombres pusieron sobre su cuerpo crucificado, una gran verdad sin saberlo: Jesús, Rey de los Judíos. Eso decía el cartel que colgaba sobre su corona de espinas.

 

En lugar de avergonzarle, en lugar insultar a los que veían esa escena, esto era una gran verdad. Jesús es el Rey de los judíos. Pero de qué judíos es la pregunta. El apóstol Pablo dijo que no es judío el que lo es exteriormente, sino el que lo es en lo interior, en el corazón, en el espíritu (Ro. 2:28-29). Por judíos se conocía a los descendientes de Abraham, y la Biblia dice que los que son de fe, estos son hijos de Abraham (Ga. 3:7). Y Jesús, aquel que fue crucificado, fue el Rey de los Judíos, de los que son de la fe en Cristo.

 

No ha habido hombre más humilde que nuestro Rey. Dice la Escritura que Cristo Jesús “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil. 5:6). Siendo Dios no se aferró a nada de su naturaleza divina, para evitar su misión de hacerse como un siervo, semejante a nosotros. Él veló su gloria como Dios, tomando la forma de hombre, se humilló hasta lo sumo, padeciendo la muerte de cruz. ¿Quién más que Cristo podría decir con toda propiedad que su corazón se mantuvo humilde?

 

Si hay alguien que manifestó completa humildad fue nuestro Señor. El Rey de la Gloria vino a nacer en un pesebre. El Rey de la Gloria experimentó el hambre, el frío, el cansancio y las incomodidades de nuestro cuerpo. El Rey de la Gloria, habiendo estado con su propio Padre Celestial, rodeado de ángeles que le servían y adoraban, fue abandonado por todos sus discípulos, dejado sólo ante el tribunal de hombres impíos, blasfemado y crucificado en manos de inicuos. El Rey de la Gloria murió colgado de una cruz, con cientos de personas burlándose de Él. ¿Quién más que Cristo ha experimentado una mayor humillación?

 

Este Rey de Reyes y Señor de Señores dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11:29). El corazón de nuestro Rey es manso y humilde. Así como los peregrinos podían animarse en que el corazón de su rey David estaba en paz con Dios, así nosotros, como peregrinos hacia la Ciudad Celestial, podemos descansar en la humildad y mansedumbre de nuestro Rey Celestial.

 

Podemos estar tranquilos, seguros, confiados, sabiendo que nuestro Rey es Jesucristo. Podemos descansar de nuestros pecados sabiendo que Él se goza en salvar. Podemos descansar de nuestras ansiedades sabiendo que Él cuida de nosotros. Podemos descansar de nuestras angustias sabiendo que Él controla y gobierna todas las cosas.

 

Cuando hubo esa gran tormenta en medio del mar de Galilea, los discípulos estaban desesperados viendo la braveza del mar. No hallaban cómo mantener a flote la humilde barcaza. Pero en medio de esa tremenda tormenta nuestro Rey estaba durmiendo. Él estaba quieto. Su corazón estaba en paz, “como un niño destetado”, así estaba su alma. En medio del más grande turbión, debes saber que nada ha removido a nuestro Rey de su lugar.

 

Tú puedes colapsar, pero nuestro Dios no. Mientras gastas energías desesperado buscando soluciones, Cristo está firme y quieto. Esa paz de nuestro Señor es la que debemos tener. Esa quietud de corazón es la que debe tener el corazón del peregrino. Como dice la Escritura: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1).

 

Notemos el Salmo 24:3-8. Este salmo nos muestra que el Rey de Gloria sube al monte de Dios, que cuando sube se da el aviso de que se abran las puertas eternas. Sabemos que quien sube es porque antes debió haber descendido. Nos dice el evangelio de Juan: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Jn. 3:13). Cristo es el Rey de Gloria que sube al monte de Dios, porque antes había descendido. Él es este Rey de Gloria. Apreciemos que una de sus características es que no elevó su alma a cosas vanas (v.4).

 

Él en verdad se comportó, Él calmó su alma en lo que Dios le había mandado. Así como quieto estuvo el corazón de Cristo, así de quieto debe estar el corazón de los que le buscan, porque así lo dice en el v. 6: “Tal es la generación de los que le buscan, De los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob”. ¿De los que buscan el rostro de quién? El rostro de este Rey de Gloria, que en la tierra recibió una corona de espinas, pero en el cielo recibió la corona de la gloria.

 

Amigo mío, tú que aún no te vuelves a Cristo. Quizás piensas que porque vienes a congregarte eres de aquellos que buscan el rostro del Señor. Quizás piensas que entre los santos puedes pasar desapercibido. Pero Dios conoce tu corazón y no puedes ocultarte de Él. Si no has nacido de nuevo, si no has encontrado a Cristo, si no has procedido en verdadera fe y arrepentimiento, hoy y ahora es el momento en que debes rendir tu vida a este Rey. Míralo por la fe muriendo por tus pecados. Míralo por la fe representándote en ese madero de la cruz. Reconoce con humildad que le has despreciado y con fe sométete a su Señorío. Deja de ser ese altivo que quiere vivir su vida fuera de sus mandatos y acude a Cristo, Él no te echará fuera.

 

Y quiero que finalicemos pensando en lo siguiente. Jesús, siendo judío, también tuvo que cantar este salmo en sus peregrinaciones desde Nazareth hacia Jerusalén (Lc. 2:41-42). Este Salmo lo cantó nuestro Señor Jesús. Y quiero que pensemos en la sonrisa de nuestro Cristo mientras entonaba este himno, al saber que Él era ese Rey cuyo corazón no era vanidoso, cuyos ojos no son altivos, cuya alma estaba en calma como un niño destetado, y que esa espera del pueblo había terminado. El Rey había llegado. Que Cristo, hoy y siempre sea tu Rey.