Salmo 125: Un pueblo confiado en el Señor.

Este texto que hemos leído se enmarca dentro de una sección especial dentro del Libro de Salmos, que van desde el salmo 120 al 134, una sección llamada “Cánticos de ascenso gradual”. Se llaman así porque eran las canciones que entonaban los peregrinos que transitaban desde sus hogares hacia Jerusalén, una ciudad que estaba a unos 750 metros de altura, y por tanto debían ascender a esa ciudad. Peregrinaban en ciertas fechas del año, conforme a lo que Dios había mandado en su Ley, que su pueblo debía congregarse en Jerusalén para celebrar ciertas fiestas nacionales y para presentar los sacrificios por la expiación de los pecados. Este salmo era parte de esos himnos que ellos cantaban para animarse en medio de un viaje largo y difícil. Y lo primero que debemos notar es que ellos no se animan diciéndose “Ya hermanos, queda poco, avancemos. Lo podemos lograr”. No, sino que el contenido de sus cánticos están enfocados en el cuidado, la misericordia y la justicia de Dios. Ellos meditaban no en sus fuerzas, sino en su Dios.

Y del texto que hemos leído quiero que meditemos en tres grandes asuntos:

1) La Seguridad del Creyente.

2) La Protección del Creyente.

3) La Justicia del Creyente.

Primero, la seguridad del creyente. Dice el v.1: “Los que confían en el Señor son como el monte de Sión, que no se mueve, sino que permanece para siempre”. Los que confían, los que tienen fe, los que creen verdaderamente en el Señor, son como el monte de Sión. Muy cerca de aquí se encuentra el cerro Manquehue, posiblemente ud. lo dimensiona cuando viene a este parque. Si usted observa, un monte no se cambia de dirección, no se levanta para moverse a otro lugar. Un monte está fijo. Y no está un día hay y al otro día no está. Permanece, mientras la tierra permanezca. Así, nos dice el texto, como el monte de Sión no se mueve, sino que está fijo, así los que creen en Jehová, los que tienen fe en el Señor, también están fijos en el Señor, están seguros en el Señor.

La primera pregunta que nos hacemos es qué es el monte de Sión. ¿Dónde está ese monte? Sión era el nombre de una de las ciudades fortificadas de los Jebuseos, un pueblo enemigo de Israel que habitaba en medio de los montes. Bajo el mando de David, Israel pudo derrotar a ese pueblo y tomar esa ciudad entre las montañas, que posteriormente la llamarían Ciudad de Paz o Jerusalén. Cuando este salmo habla del monte de Sión, se refiere finalmente a la ciudad de Jerusalén. Y esto es algo que lo vemos muy marcado en el salmo 122, predicado por nuestro hermano Pablo, donde se nos dice que estos peregrinos anhelaban llegar a la ciudad de Jerusalén. Por lo tanto hermanos, cuando este salmo habla del monte de Sión, en primer término se está refiriendo a la ciudad de Jerusalén o ciudad de David.

Y el que canten que los que están confiados en Jehová son como ese monte, tiene un significado tremendo para ellos. Porque Jerusalén, el monte de Sión, era el lugar al cual ellos se dirigían, y era un lugar físico. Mientras peregrinaban por en medio del desierto caliente, podían mirar a los montes, donde estaba la Santa Ciudad y decir: “Como ese monte nadie lo mueve de ahí, nadie me puede mover de Dios. Así como esa ciudad permanece, así nosotros permaneceremos”.

Sin embargo, esa ciudad, que era el referente para este salmo, no permaneció para siempre. La ciudad de Jerusalén fue reducida a escombros no una vez, sino dos veces. La primera, por los Babilonios, quienes destruyeron la ciudad y su Templo bajo el mando del rey Nabucodonosor. Si bien los judíos reconstruyeron la ciudad, ésta fue nuevamente aniquilada por los romanos en el año 70 d.c., cumpliéndose la Palabra del Señor de que “no quedaría piedra sobre piedra”. Y desde esa destrucción, la ciudad de Jerusalén nunca volvió a ser la que fue en un principio. Esta ciudad, por tanto, no permaneció para siempre inamovible.

Por lo que ese monte de Sión debe significar algo más que la Ciudad antigua de Jerusalén, o nuestra fe ya quedaría desacreditada. Cuando vamos a la carta a los Hebreos 12:22 se nos dice que no nos hemos acercado al monte Sinaí, que se podía palpar, sino que nos hemos acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén Celestial. La misma Biblia establece la distinción entre una Jerusalén terrenal, que sabemos fue destruida, y una Jerusalén Celestial, el monte de Sión definitivo, que es efectivamente el monte que no se mueve, sino que permanece para siempre.

Asimismo, como los peregrinos de Israel debían dirigirse hacia aquella Ciudad de Jerusalén, así también todos los creyentes de Dios son considerados peregrinos sobre esta tierra, dirigidos hacia la Jerusalén Celestial. La carta a los Hebreos es muy clara en enseñar esto. Se nos dice que debemos imitar a Abraham, Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, que se consideraron extranjeros y peregrinos sobre la tierra prometida, ya que buscaban una patria celestial, una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios. Ellos no tenían en este mundo su residencia definitiva, sino que consideraban su patria en el cielo. Nosotros también debemos considerarnos forasteros en esta tierra y poner nuestra mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.

Y si la Ciudad a la que nos dirigimos es una cuyo arquitecto y constructor es Dios, ¿qué pensarías sobre la estabilidad, duración o calidad de esa ciudad? ¿Piensas acaso que es una ciudad que un día está y al otro día no? ¿Piensas que es una fortaleza que es fácilmente asaltada e invadida por los enemigos? ¿Piensas que es una ciudad cuyas murallas no pueden detener a bandidos y ladrones? ¿Qué piensas de sus materiales, porque Dios mismo la construyó? ¿Piensas, acaso, que un terremoto puede remover la ciudad, derribar alguno de sus edificios, o si quiera trizar alguna de sus cornisas? No, no pensamos nada de eso, porque si Dios habita allí esa ciudad es inquebrantable, es inamovible, es eterna.

Hermano, quizás no te has dado cuenta, pero este salmo entrega una de las afirmaciones más categóricas acerca de la salvación. Los pies del que confía en Cristo están tan seguros en la salvación, como seguros son los cimientos del mismo trono de Dios. Como fijos y eternos son los cimientos de esa ciudad celestial, fija y eterna es nuestra salvación.

Y esto tiene una única condición: la fe. “Los que confían en Jehová son como el monte de Sión”. Es necesario que meditemos si estás o no confiando en Jehová, porque hoy puede ser ese último día, hoy puede ser esa última predicación que escuches, hoy debe ser el día en que te resuelvas por Cristo.

Es necesario hacer esta advertencia: De la misma manera como hay una fe verdadera con la que podemos confiar en Jehová, y estar seguros cual monte de Sión, también hay una fe falsa, una réplica de fe que no es verdadera, que no salva, una fe muerta, sin fruto y temporal. Y hoy es el día en que debes examinarte y verificar si estás o no creyendo en verdad.

En la parábola del sembrador el Señor dijo que aquella semilla que caía entre los pedregales y no podía echar raíces ni dar fruto, representaba a aquellos que recibían la Palabra con gozo, creen por algún tiempo, pero en el momento de la prueba se apartan. Amigo, ten cuidado con esta fe falsa, con esta fe infructuosa, con esta fe muerta. Porque aferrándote a ella, te engañarás a ti mismo, y en lugar de ir con Cristo, tu lugar estará con los demonios, que creen y tiemblan. Si los que confían en el Señor son como el monte de Sión que no se mueve, los que no tienen fe son como la onda del mar, que es arrastrada por el viento y empujada de un lugar a otro. Si lo que caracteriza a los verdaderos creyentes es su perseverancia hasta el fin, lo que distingue a los falsos creyentes es su inconstancia.

Quizás piensas que la fe salvadora debe ser una fe inalcanzable. Pero no es así, puede ser sencilla y pequeña como un grano de mostaza, pero si descansa en Cristo Jesús producirá los efectos gloriosos que Dios ha prometido. Cristo no desechó a aquel padre del joven endemoniado que gritaba “Señor, ayúdame en mi poca fe”. El Señor no rechaza a aquellos que reconocen que su fe es pequeña, porque a los ojos de Dios es una fe grande. Recordemos que no se halló en toda Judea una fe tan grande como la del Centurión que le decía a Cristo: “Tan sólo di la Palabra y se hará”. En estos asuntos, la fe que salva no es necesariamente la de mayor tamaño aparente, sino la que se deposita en Cristo.

Jesús dijo: Por cuanto yo vivo, vosotros también viviréis (Jn.14:26). Si nuestra salvación fue ganada por nuestro Señor, mientras Él viva nosotros viviremos. Mientras el Señor esté en su trono, la redención de los que confían en Él es segura. Los que confían en el Señor permanecen para siempre. Si Cristo permanece para siempre, así también permaneceremos, si estamos unidos a Él por la fe.

Nuestro segundo punto es la protección del creyente (v.2-3).

Jerusalén era una ciudad posicionada estratégicamente. La rodeaban montes que servían de fortaleza natural contra los enemigos. El Espíritu aquí enseña que de la misma forma como esas montañas rodeaban y resguardaban a Jerusalén, así Dios está alrededor de su pueblo, protegiéndole. El Señor quiso identificarse a lo largo de la Palabra como nuestro refugio, nuestra fortaleza, nuestro escudo, nuestro castillo fuerte. Y aquí, quiso abundar en esto diciendo que Él es quien rodea a su pueblo.

En una de las visiones del profeta Zacarías, logró ver a un hombre que quería medir las murallas de Jerusalén con un cordel, sin embargo, Dios le dijo: “Jerusalén será sin muros… Yo seré a ella muro de fuego en derredor” (Zac.2:4-5). El profeta ya anunciaba en el AT que Dios finalmente sería el muro protector de su pueblo. Todas las civilizaciones antiguas construyeron grandes muros para proteger sus ciudades, una de las más conocidas es China y su gran muralla, pero nadie tuvo un muro tan extenso, firme y seguro que la Iglesia, porque su muro es el Señor.

El Sal. 91:3-4 nos dice: “Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro”. No hay lugar seguro fuera de Dios. Sólo en Dios estamos seguros. Lamentablemente, muchas iglesias evangélicas han estado predicando doctrinas extrañas que enseñan que la evidencia de que estamos protegidos por Dios es que nuestra salud y nuestra integridad física nunca resulta afectada. Ellos enseñan que si estamos sanos o no pasamos por ninguna dificultad es porque Dios nos está protegiendo, pero cuando enfermamos o nos pasa algo delicado, pensamos que Dios dejó de protegernos.

Hermano, no debemos olvidar que la protección del Señor resguarda lo más valioso, que es nuestra alma. El Señor dijo que no debíamos temer a aquellos que matan el cuerpo, porque el alma no pueden tocar. Debíamos temer más bien a Aquel que puede enviar nuestro cuerpo y alma al infierno. Nuestro cuerpo puede enfrentar duras enfermedades que provoquen dolor y muerte. Podemos experimentar situaciones muy difíciles, como la pérdida de un hijo o un nieto, sufrir un accidente, ser despedido, no contar con recursos para solventar el próximo día, o miles de otras situaciones que son amargas y que buscamos evitar, sin embargo, el hecho que las vivan los que confían en el Señor no significa que Dios no está con ellos. El Salmo 121 nos dice: “Jehová te guardará de todo mal, Él guardará tu alma”.

Con esto quiero decir, hermano, que el hecho que la Palabra nos diga que el Señor nos protege no significa que no nos pasará nada malo jamás. Es necesario que pasemos por situaciones difíciles porque precisamente estas nos permiten crecer a la imagen y la estatura de Cristo. Hermano, no creas en ese falso dios que muchos evangélicos hoy están creyendo, un dios que es esclavo de los hombres, que vive para guardarles de todo mal y que su función es evitar que pasen por cualquier tipo de sufrimiento. No creas en ese dios.

Más bien pon tu fe en Aquel que dijo que si creyésemos en Él tendríamos vida eterna. En esto nadie puede decirle a Dios que no ha cumplido su Palabra. Lo que Dios ha prometido es la vida eterna y la preservación de nuestra alma, pero no ha prometido que nuestra vida terrenal sea como un comercial de suavizante de telas. “En el mundo tendréis aflicción”. Aunque nuestro cuerpo vuele en mil pedazos y todos digan: “su Dios no le protegió”, si nuestra alma está con Cristo en la gloria, Él nos ha protegido de una inmejorable manera. “Muchos son los que dicen de mí: No hay para él salvación en Dios… Tú, Jehová, eres escudo alrededor de mí” (Sal. 3:2-3).

¿Acaso habrá algún enemigo que pueda dañarnos si Dios es nuestro amparo y fortaleza? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Como decía el salmista: “El Señor es la fuerza de mi vida, ¿de quién he de atemorizarme?”. Si los cabellos de nuestra cabeza están contados, ¿Habrá alguna duda de que por un segundo Dios se olvide de protegernos? No hay muralla tan gruesa como la divina protección del Señor.

Dice el texto que la vara de la impiedad no reposará para siempre sobre la heredad de los justos. La maldad de los impíos no puede prevalecer sobre el pueblo de Dios. Aunque por momentos se deje ver que los malos tienen el control de la nación en la que el pueblo de Dios está viviendo, Dios está con su pueblo siempre. Así como Eliseo le decía a su criado que viera los ejércitos celestiales prestos a luchar por Israel, así también te digo hermano hoy, que Dios es con nosotros, aún en medio de las situaciones que debemos vivir.

Hermano, aunque pueda formarse una gran persecución contra los cristianos, el Señor ha dicho que esa vara de impiedad no será eterna. Mathew Henry decía que la persecución a los cristianos, en lugar de ser una vara de destrucción, era una vara de corrección para la iglesia. Al azotar a la iglesia con esta vara, se puede distinguir quiénes son los verdaderos cristianos de los falsos, y ello permite afinar mejor la comunión. Como dicen los comentarios, el fuego de la persecución, lejos de destruir a la iglesia, encendió aún más su amor por Cristo.

Muchos emperadores romanos no encontraban la fórmula para deshacerse de los cristianos. Les parecía que, a medida que endurecían las torturas y las bajezas contra ellos, más se multiplicaban. La vara de la impiedad terminó redundando al bien del pueblo de Dios. Todo esto también nos debe llevar a reflexionar que aún si se confirmasen muchos temores que tenemos, que los procesos políticos terminen produciendo totalitarismos que sean apáticos con los cristianos, y se produzca persecución o una batalla ideológica, la promesa del Señor es que ese gobierno impío no estará siempre. Si alguien atenta contra el pueblo de Israel, ese caerá en algún momento. Tan sólo piensa en el pueblo judío que persiguió a los profetas y al mismo Cristo, cómo fue reducida a añicos su ciudad en el año 70 d.c. Tan sólo piensa en lo penosa que fue la caída del Imperio Romano que azotó y asesinó a los cristianos durante 3 siglos. Tan sólo piensa en cómo la Inquisición es sólo un recuerdo, luego de haber quemado en la hoguera a miles de nuestros hermanos.

Así también, debemos confiar en que toda la impiedad e injusticia de los hombres un día será destruida. Tú puedes ver un mundo que teje muchas ideologías inmorales, pero ese sistema caerá. Será fulminado con el esplendor de la gloria de Dios. Aunque pareciera que nos están aplastando y arrasando, Dios es el muro de su pueblo. Él no permitirá que esa vara vil se mantenga sobre la heredad de los justos. No vaya a ser que los justos extiendan su mano a la iniquidad. El Señor no permitirá que ninguno de sus justos llegue a la conclusión de que no hay justicia en el mundo gobernado por Dios. El Señor no permitirá que los creyentes piensen que la vara de impiedad es eterna, y por tanto, se alíen con los impíos.

Esta vara de impiedad no solamente es entendida como la presión ajena a la iglesia que el mundo puede hacer contra ella, para desafiar su fe, sino también a la intromisión de falsos maestros y falsos cristianos, que aunque pareciera que son parte del pueblo, no son verdaderos hijos del Señor. El Señor aguará la fiesta de aquellos falsos cristianos que no desean obedecer al Señor, que no quieren confesar sus pecados, que no creen en Cristo, pero que aún se atreven a tildarse como cristianos. Como dice la Escritura: “No se levantará el impío en la congregación de los justos”.

El Señor no permitirá que su iglesia llegue a la conclusión que no pasa nada si tomo la cena con pecados sin arrepentimiento. El Señor no permitirá que su iglesia llegue a la conclusión que finalmente da lo mismo si se disciplina o no a un hermano que está en pecado, porque se saldrá con la suya. Hermano, si tú piensas que puedes albergar siquiera pensamientos contra la iglesia de Cristo o contra alguno de sus miembros, sin que ésto signifique para ti un pecado del cual debes arrepentirte, y persistes en tu impiedad, debo advertirte que como intruso en medio del rebaño un día serás correteado. Como decía Calvino, la voz del Buen Pastor no sólo llama a las ovejas sino que ahuyenta a los lobos.

El Señor protegerá a su pueblo. La Iglesia prevalecerá. “Tronos y coronas pueden perecer, de Jesús la Iglesia constante ha de ser, nada en contra suya prevalecerá, porque la promesa nunca faltará”.

Nuestro tercer y último punto es la justicia del creyente.

Dicen los versículos 4 y 5: “Haz bien, oh Jehová, a los buenos, Y a los que son rectos en su corazón. Mas a los que se apartan tras sus perversidades, Jehová los llevará con los que hacen iniquidad; Paz sea sobre Israel”. Una cosa que nunca debemos olvidar hermanos es que el Señor hará justicia. Y cuando decimos esto, nuestra parte narcisista siempre nos quiere hacer las víctimas: “El Señor me hará justicia, el Señor le pagará a éste que me miró feo, que me estafó, que me calumnió, que me hizo esto”. ¡Pero no somos capaces para reconocer que también hemos pecado y que también somos los que debiésemos recibir el castigo! Si decimos que habrá una justicia final, y somos pecadores, ésta vendrá primero por nosotros.

La Palabra del Señor nos dice que Dios entregó el juicio al Hijo, y que el Hijo de Dios tiene un aventador en su mano para separar el trigo, que irá a su granero, de la paja que será quemada en un fuego que nunca se apagará (Mt.3:12). Leamos Mateo 25:31-34, 41, 46. Como dice el salmo que estamos meditando, el Señor llevará a los que apartan tras perversidades con los que hacen iniquidad, para darles la justa retribución por sus pecados.

La pregunta más incómoda de todo el salmo es: ¿a cuál de los dos bandos perteneces? ¿Tu vida, tal como es, te identifica como alguien que es bueno y recto en su corazón? ¿O más bien te posiciona entre los que se apartan tras sus pecados? Amigo mío, no ha habido hombre alguno que sea considerado bueno o recto de corazón fuera de Cristo. Jesús ha sido el único bueno y Justo, y el único al que no pudieron imputarle pecado alguno. Él bajó del cielo a morir en la cruz por tus pecados, a fin de darte sus ropas de justicia, de modo que si crees en Él Dios no te ve como un pecador que ubicará a su izquierda, sino como un justo al que dará la bienvenida. Somos vistos como justos por lo que Dios hizo por medio de Cristo.

Amigo, si al leer este pasaje te sientes excluido, miserable e incapacitado, debes saber que Cristo no vino a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. Él no vino por aquellos que se consideraban rectos a su propia opinión, sino por aquellos que reconocían su falta de justicia propia. El Señor dijo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt. 5:8). Sólo por la gracia de Dios y su amor demostrado en la cruz, es que puedes ser llamado un “Bendito del Padre”. Si no fuese por eso, no habría nadie a quien ubicar a la derecha del Rey para darle la bienvenida al reino.

El salmo también nos dice que esto es algo por lo que debemos orar. “Señor, haz bien a los rectos y castiga a los impíos”. Cuando el apóstol Juan clama al cielo y dice: “Ven, Señor Jesús”, está rogando con Él el juicio a las naciones. Ese juicio debemos rogarlo y anhelarlo. Y sólo vamos a poder anhelarlo honestamente si somos considerados justos, porque si somos impíos dudosamente pediremos por nuestra propia destrucción. Hermano, cuando pidas al Señor que haga justicia, que castigue a los malos y no permita que la vara de impiedad persista sobre el pueblo de Dios, debes recordarte que si no fuera por Cristo tú serías el principal afectado con la justicia de Dios. Es sólo por causa de Cristo que podemos desear aquel día final.

Hermanos, finalizo diciendo que es necesario insistir en que debemos confiar en el Señor con fe verdadera. En nuestro tiempo es muy fácil engañarse y pensar que somos creyentes sinceros del Señor, cuando no los somos en verdad. Sólo encontraremos verdadera fe mirando al Cordero que ilumina la Jerusalén Celestial. El Señor Jesús dijo “Por cuanto yo vivo, vosotros también viviréis”. Nuestra vida depende de Cristo y por esa razón, si Cristo permanece para siempre reinando en su Monte Santo, nosotros también permaneceremos para siempre, y reinaremos con Él. No nos angustiemos si pareciera que el mal dominara el mundo, la vara de la impiedad no reposará para siempre. Y recordemos hermanos que si hoy es el día en que te presentarás ante el Gran Trono Blanco de Cristo, sólo Cristo es tu escondedero fiel.