Domingo 3 de julio de 2016

Texto base: Juan 4:43-54.

En los mensajes anteriores nos detuvimos en la conversación del Señor Jesús con la mujer samaritana, donde él la escogió para revelarse a ella y manifestarle cosas que los sabios y poderosos de su tiempo no entendieron, pese a que ella vivía en inmoralidad, que no tenía preparación teológica, que era una mujer común y corriente de un pueblo despreciado por los judíos como eran los samaritanos.

Allí Él le enseñó que era la verdadera agua que podía calmar nuestra sed eternamente, que era el agua de vida, la fuente de vida eterna, y también le mostró que la adoración real era aquella que se hacía en espíritu y en verdad, es decir, esa que se hace con todo el ser, de corazón, y de acuerdo a la Palabra de Dios.

Y vimos que también el Señor tuvo una enseñanza para sus discípulos: ellos debían comprender cuál debe ser su verdadero alimento, aquello que sacie su espíritu y los deje satisfechos, y ese alimento es hacer la voluntad de Dios, que su propósito se cumpla. Y esto es también lo que debemos anhelar nosotros, que el reino de Dios se establezca, que su voluntad se haga en la tierra como en el Cielo, teniendo hambre y sed de justicia, sabiendo que seremos saciados.

En este pasaje se retoma el relato del cap. 3, donde se nos dice que Jesús se había ido de Judea para evitar una confrontación demasiado temprana con los fariseos, sabiendo que su ministerio debía ir desarrollándose paso a paso. Va entonces a Galilea, donde no recibiría la honra que merecía como profeta y Mesías. El Señor volvía a Caná, donde había dado inicio a su ministerio, pero ahora lo hacía siendo conocido. Desde este momento, el Señor iba a pasar poco menos de un año y medio en esta región de Galilea, donde por un momento tendría varios seguidores, pero que luego lo abandonaron por considerar que su Palabra era demasiado dura.

Vemos aquí que la noticia de su llegada a Galilea se expandió rápidamente, y llegó a Capernaúm, una ciudad vecina a Caná, desde donde llegó un oficial del rey Herodes Antipas, un hombre importante que hoy se parecería a un ministro de Estado. Y este oficial llega afligido y desesperado, porque su hijo estaba enfermo y a punto de morir.

En este pasaje el Señor nos enseña varias lecciones.

Nuestras aflicciones deben llevarnos a los pies de Cristo

Imaginemos por un momento lo que estaba detrás de esta historia. Tenemos aquí a un oficial del rey, una persona que tenía influencia, que tenía poder y autoridad. Tal como hoy, en ese entonces la política era una carrera, en la que se manifiesta el egoísmo y la depravación del hombre. Por algo se ha dicho que el camino al poder es uno en el que se dejan muchas víctimas, y donde no hay arrepentimiento. Para ser oficial del rey se debía tener amistades influyentes, se debía vencer sobre enemigos y competidores, y, sabiendo cómo era Herodes Antipas, podemos presumir que también se debía realizar acciones cuestionables y corruptas.

Pero todo este poder, toda esta influencia, de nada servían ante esta situación: el hijo de este hombre estaba muriendo de una enfermedad, y él nada podía hacer para evitarlo. Por más implacable que pudiera ser este hombre, por más malvado que fuera, era su hijo el que estaba enfermo, y todo su mundo se estaba estremeciendo.

Podemos presumir que este noble recurrió a todos los tratamientos y medicinas que podían comprarse con dinero, pero el dinero tampoco podía ayudarlo aquí. Su hijo estaba a punto de morir, y no había medio humano que pudiera rescatarlo de esa condición.

Ante situaciones como esta, todo se desvanece. Quienes son padres saben que la enfermedad de un hijo aflige profundamente el corazón, y si ese mal que lo afecta llega a poner en peligro su vida, ya nada importa al lado de eso, todo problema parece un juego de niños ante una preocupación tan inmensa, y lo único que se anhela en ese momento, de forma desesperada, es que el hijo recupere la salud.

Aunque todo lo que hubiera hecho este oficial en su vida hasta ese momento estuviera mal, en esta oportunidad él hizo lo correcto: vino a Cristo para encontrar la solución a su aflicción, vino a Cristo a encontrar la salvación para su hijo. Está claro que no tenía mucha fe, tampoco mucho conocimiento, pero confió en que Cristo podía ayudarlo, que no había otro medio, que ante su situación desesperada, sólo Cristo tenía el poder para obrar, para sanar, para restaurar.

El poco conocimiento que tenía de Cristo, esa fe pequeña y débil que profesaba hasta ese momento, fueron suficientes para llevarlo a este Salvador. Y esto, aunque pueda ser un tema que nos parezca básico, no es menor. ¿Dónde vas cuando te encuentras afligido? ¿A qué o a quién recurres cuando sientes ese peso en el alma que no te deja respirar? ¿A quién acudes cuando necesitas desesperadamente una respuesta, una solución, una salida? La respuesta es relevante, porque aquello a lo que acudas, eso es tu D(d)ios.

¿Vas a Cristo o prefieres recibir primero el consuelo de personas cercanas? Recibir este consuelo de los cercanos no está mal, de hecho puede ser un medio que el Señor use para darnos aliento, pero si reemplaza a Cristo como aquello en lo que descansas para la paz de tu alma, haz transformado a tus cercanos en un ídolo. O puede ser que ante situaciones así recurras al entretenimiento para que te distraiga y te haga olvidar tus males, o quizá a alguna sustancia como alcohol o drogas, o quizá a la pornografía, o a supersticiones, placeres o incluso actividades que te hagan evadir el asunto que te atormenta.

Pero nuestras aflicciones aquí deben llevarnos a los pies del Salvador, que es la fuente de todo bien. Por eso dice que es la luz de los hombres (Jn. 1:4), el salmista decía "Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti" (Sal. 16:2), y en la carta de Santiago dice que de Él viene toda buena dádiva y todo don perfecto (1:17). No hay bien que podamos encontrar, no hay bendición verdadera que podamos disfrutar, no hay alivio genuino que puedan encontrar nuestras almas, no hay refrigerio alguno para nuestro espíritu, que no venga de Cristo.

No te engañes, ni dejes que otros se confundan. Todo nuestro bien está escondido en Cristo, no hay absolutamente nada, NADA bueno fuera de Él. Y muchas veces el Señor usa la escuela de la aflicción para enseñarnos esto, para que luego de haber sido humillados y sometidos al fuego de la prueba, podamos confesar como el salmista "¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra" (Sal. 73:25), para que nos demos cuenta de que si tenemos todo lo que este mundo puede ofrecernos pero no tenemos al Señor, realmente estamos desnudos y somos miserables; pero si tenemos al Señor, ya tenemos todo lo que necesitamos y estamos saciados en Él.

Muchas veces aprendemos esto sólo en la aflicción, y no llegaríamos nunca a comprenderlo si nos mantuviéramos en abundancia y llenos con las cosas de este mundo. El hijo de este oficial se había enfermado, estaba a punto de morir, pero todo esto el Señor lo usó para llevar a este hombre a los pies de Cristo, a descubrir que sólo en Él está la vida y el alivio para su aflicción. Que así ocurra también contigo, que puedas ver tus aflicciones como carreteras que te lleven rápidamente a los pies de este Salvador que es digno de toda confianza, en quien podemos depositar toda nuestra esperanza.

Debemos venir a Cristo cualquiera sea nuestra condición

Anteriormente en el mismo pueblo de Caná, Jesús hizo un milagro en una boda, donde tenemos todas las razones para pensar que se trataba de gente más bien humilde, sabiendo que Caná era un pueblo bastante pobre. Pero en este caso escucha a un oficial del rey, es decir, alguien que tenía un cargo alto, un noble dentro de esa sociedad. Jesús no lo despreció por ser rico o estar en una posición de poder. Lo que ocurre es que este oficial tuvo fe, y eso es lo decisivo. Eso es lo que nos define ante el Señor, eso es lo que determina cuál es nuestra condición real: si tenemos fe en el Hijo de Dios o no, y este hombre tuvo esa fe que lleva a la vida.

Es cierto que Cristo dijo que era difícil que los ricos entraran en el reino de los cielos, pero debemos tener en cuenta que allí no se estaba refiriendo al hecho mismo de tener posesiones. De hecho, gente noble y principal en su sociedad creyó en Cristo, como Nicodemo, José de Arimatea y este mismo oficial. Una persona puede vivir  en pobreza financiera, y aun así ser "rico" en el sentido que Jesús dijo en ese pasaje, porque allí se está refiriendo a quienes están llenos y saciados con las cosas de este mundo, quienes no entienden que sin Cristo están desnudos y miserables. Para esas personas, es imposible entrar en el reino de los cielos mientras permanezcan en esa situación, satisfechos con lo terrenal y sin ver su necesidad espiritual.

Pero este no fue el caso del oficial de este pasaje, ya que pese a su poder y a su dinero, se había dado cuenta que estaba desnudo, que ya no tenía nada realmente que lo pudiera salvar, que no tenía a quién acudir, que estaba desesperado y necesitaba ir a los pies de Cristo a rogar que pudiera salvar a su hijo.

Por eso, sea cual sea nuestra condición, seamos ricos o pobres, nobles o plebeyos, esclavos o libres, hombres o mujeres, judíos o gentiles, adultos o niños, jóvenes o ancianos, sea que tengamos educación o no, sea cual sea nuestro origen, nuestro pueblo, nuestro idioma; debemos venir a Jesucristo y reconocer nuestra miseria, nuestra necesidad de Él, de su gracia, de su perdón, de su salvación.

Él no vino a salvar a quienes se creen justos, sino a quienes se reconocen pecadores. No vino a quienes se creen sanos, sino a quienes se reconocen enfermos y necesitados de este Médico. No a quienes se creen ricos, saciados con los bienes de este mundo, sino a quienes se reconocen pobres y miserables. No vino a quienes dicen ver, sino a quienes reconocen que son ciegos, y necesitan que sus ojos sean abiertos. Vino a los sordos que quieren oír, a los cautivos que quieren ser liberados, a los que lloran por su maldad y quieren la verdadera alegría que sólo el perdón del Señor puede dar, vino a los que pueden gritar entre la multitud ¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí!, y a quienes sólo tienen fuerza para arrastrarse y tocar el borde de su manto.

Debemos tener fe en este Salvador, que es digno de confianza. Es esa fe la que nos define, sólo hay dos tipos de personas en el mundo: quienes creen en el Hijo de Dios y quienes no. Quienes creen tienen la vida, pero quienes no creen en el Hijo de Dios tienen a la ira de Dios sobre sus cabezas. Y es la fe en Cristo lo que nos define porque de eso depende nuestro destino eterno. Es lo que dividirá a la humanidad por toda la eternidad, en un lado estarán quienes creyeron en Cristo, y en el otro quienes no creyeron en Él.

Por eso, sea cual sea nuestra condición, debemos creer en Cristo, y el caso de este oficial nos demuestra que Cristo salva a personas de toda clase y condición. Su gracia no conoce de las divisiones humanas, su misericordia vence aquello que divide a los hombres en este mundo, su amor está por sobre las murallas que levanta nuestro pecado.

La dureza de nuestro corazón

Ahora, más allá de lo que estamos diciendo, la fe de quienes se acercaron a Cristo en Galilea era deficiente. Estaban más interesados en lo que Cristo pudiera hacer por ellos que en escuchar su Palabra. Por la dureza de sus corazones, habían caído en el "ver para creer", y eso es algo que también nos ocurre a nosotros.

Nuestra incredulidad es tal, que necesitamos que Dios nos demuestre que existe, que está con nosotros, que quiere nuestro bien. Queremos señales, queremos milagros, queremos manifestaciones de poder que nos demuestren lo que Él es, pero debería bastarnos su Palabra, que es viva y eficaz, que es pura, es perfecta y más deseable que la miel.

Esto es lo que reprocha el Señor a los galileos, y parece ser también lo que recrimina a este oficial del rey. La Palabra dice que "sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan" (He. 11:6).

Debemos creer en su Palabra sin pedir señales, sin pedir que nos demuestre nada. Su Palabra debe ser suficiente para nosotros, no debemos buscar señales, ni visiones, ni pruebas adicionales. El Señor mira con agrado la fe en su Palabra, y esa fe es la que debemos buscar.

El oficial pareció no entender lo que Jesús estaba diciendo, ya que siguió rogándole lo mismo, que lo acompañara, que fuera con él a Capernaum, que estaba a casi 10 horas de viaje desde Caná. No creía que Jesús tuviera autoridad y poder para sanarlo como fuera y por su sola voluntad. La actitud de este oficial fue muy distinta a la del centurión romano ante una situación similar: "[el centurión dijo:] Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará... Al oírlo Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe" (Mt. 8:8,10).

Muchas veces nosotros actuamos con esa incredulidad que desagrada al Señor. Tenemos su Palabra, incluso podemos conocerla, pero no nos basta. Queremos que Él nos dé señales, queremos que demuestre su poder delante de nosotros, queremos que todo lo que pasa en nuestra vida sea como nosotros lo propusimos, queremos que el Señor arregle todo como nosotros hemos determinado, y si no lo hace así, si el Señor hace algo distinto a lo que nosotros pensamos que debe hacer, o si no nos responde como pensamos que debería hacerlo, nos desanimamos o nos enojamos con Él. Algunos llegan más allá y abandonan la fe.

Pero el Señor nos ha dejado su Palabra y en ella debemos confiar, aunque creer en ella y serle fieles nos cueste la vida. No debemos tener la lógica del ver para creer, sino la misma fe del centurión, quien dijo que con una palabra suya bastará. Aunque veamos que nos rondan las dificultades y las aflicciones, aunque veamos que todo nos está saliendo al revés y que la luz parece haberse apagado, recordemos que cielo y tierra pueden pasar, pero su Palabra no pasará, que su Palabra es eterna y está firme, y Él no echará pie atrás. Para ver el amor de Dios hacia nosotros no debemos ver las circunstancias, sino a la cruz de Cristo (Sugel Michelén). Allí está la prueba más grande de que Diso nos ama, y que su Palabra es verdadera.

El oficial crece en su fe

La reprensión de Jesús halló acogida en el oficial. Hubo un cambió en él, ya que creyó a la Palabra de Jesús. Él no tenía cómo saber si Jesús realmente había salvado a su hijo, porque estaba muy lejos. No tenía cómo comprobar si Jesús había dicho la verdad, si se había realizado ese milagro que salvaría a su hijo de morir. Pero él creyó esa palabra de Cristo, creyó en Él, en que Él es fiel y es verdadero, y fue a su casa confiando en esa promesa.

Entonces, el oficial pasó a un escalón superior de fe, creyó en la Palabra de Cristo, sin necesidad de ver ninguna obra. Hubo un progreso en su fe: primero creía en el poder de Cristo para hacer milagros, luego creyó en la Palabra de Cristo, y luego el pasaje nos dice que creyó en la persona de Cristo, junto con toda su casa.

Debemos hacer lo mismo que este oficial, confiar en esa Palabra, sabemos que su Palabra basta, que ella es el medio que Dios usa para obrar. Nuestra fe debe ir creciendo, madurando. Puede ser que la fe que nos haya traído a Cristo sea deficiente y llena de imperfecciones, como lo fue la del oficial. Pero una vez que nos encontremos con Él, una vez que seamos expuestos a su Palabra, una vez que vayamos conociendo su voluntad perfecta y su inmensa misericordia, nuestra fe debe ir madurando, floreciendo, progresando como lo hizo la de este oficial.

Y podemos ver aquí que nuestra fe irá creciendo mientras más confiemos en la sola Palabra del Señor, mientras más confianza tengamos en lo que el Señor ES y lo que Él ha dicho, sin necesidad de que Él nos demuestre cosas con milagros o situaciones sobrenaturales. Mientras más nos aferremos a la Palabra de Dios aunque el viento sople fuerte y las olas golpeen la barca, mientras más seguros y confiados estemos en que el Señor es bueno y para siempre es su misericordia, mientras más confianza tengamos en la persona de Cristo y en lo que Él hizo por nosotros para salvación, nuestra fe será más madura.

Y esto es lo que debemos buscar, debemos cuidarnos de una fe inmadura, que pide señales y constantemente evalúa a Dios según las circunstancias que vea en su vida.

El verdadero problema

Y la fe madura tiene que ver también con entender cuál es el verdadero problema. Es cierto, el problema inmediato y más visible en este caso era que se estaba muriendo el hijo del oficial. Pero ¿Por qué existen las enfermedades, por qué existe el dolor, las lágrimas y la muerte? Todo esto existe porque existe el pecado, porque la humanidad desobedeció al Señor y se rebeló contra su voluntad.

El pecado entró a la creación con Adán, y a través de él entró también la muerte, que ha reinado desde entonces no sólo entre los hombres, sino que podemos ver los efectos de esta corrupción en toda la creación.

El pecado, entonces, sometió la creación al reino de las tinieblas. Como humanidad quedamos cautivos, esclavos, muertos en nuestra desobediencia, ciegos y totalmente endurecidos ante la Palabra de Dios. Por eso debió venir Cristo, el mismo Dios haciéndose hombre y habitando entre nosotros, para traer la luz que vencería sobre las tinieblas, la verdad que echaría fuera la mentira, la vida que vencería sobre la muerte.

El reino de Dios debía venir para echar fuera de la creación al reino de las tinieblas. Y ese reino vino con Cristo, su venida inauguró esta era del reino de Dios. Pero, ¿Qué implica la venida del reino de Dios? Implica que su voluntad se haga en la tierra como en el cielo, y que todas las cosas sean restauradas, todo lo que fue corrompido y contaminado por el pecado sea vuelto al orden, que aquello que fue afectado por la maldad sea transformado, sea redimido.

Y lo que hace Cristo con sus milagros es darnos una sinopsis, un anticipo de lo que será la restauración de todo, nos está anunciando lo que ocurrirá en su segunda venida, cuando Él elimine al pecado del mundo y vista a toda la creación con la gloria de Dios. Él dio vista a los ciegos, hizo que los sordos oyeran, que los cojos caminaran, que los cautivos fueran librados, que los enfermos sanaran y los muertos volvieran a la vida. Todo eso fue un breve anticipo de lo que dice Apocalipsis: "El enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado" (21:4).

Entonces, debemos poner este milagro en su lugar en el plan de Dios. El Señor a través de esto estaba demostrando que Cristo vino a deshacer las obras del maligno, que vino a restaurar todas las cosas, a quitar el poder y la condenación del pecado sobre la creación y sobre la humanidad, que vino a traer salvación y que habría un momento en que todas las cosas se someterían a su reinado, que Él estaba en control de todo, que su poder puede vencer sobre el dolor, la enfermedad y la muerte, y que Cristo es quien iba a llevar a cabo ese plan de salvación de parte de Dios.

La Palabra y el poder del Hijo de Dios

Y así podemos ver realmente que lo que nos enseña este pasaje es que tenemos un Salvador que es digno de confianza, que debemos poner toda nuestra fe y nuestra esperanza en sus promesas, en la gracia que allí se revela, en su voluntad.

Reflexionemos en esto: en este pasaje podemos ver el poder de la Palabra de Cristo: con tan solo mencionar las palabras "Vé, tu hijo vive", Cristo pudo sanar completamente al hijo de este oficial. Su sola palabra bastó para esta obra sobrenatural, para esta manifestación inmensa del poder de Dios. Este pasaje nos muestra con fuerza que su Palabra es suficiente y es verdadera, y eso da valor a toda la Palabra que viene de Dios.

Comentando este pasaje, J.C. Ryle dijo: "Aquél que por fe ha descansado confiado en alguna palabra de Cristo, ha puesto sus pies sobre una roca. Lo que Cristo ha dicho, es capaz de hacerlo, y lo que Él ha comenzado a hacer, nunca fallará en hacerlo bien. El pecador que realmente ha reposado su alma en la Palabra del Señor Jesús es salvo por toda la eternidad".

Con su Palabra, el Señor creó el universo por medio de Cristo. Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha hombre. Por su Palabra fue que también el Señor sanó a este hijo del oficial. Y esa misma Palabra es la que Él nos ha dejado, dándonos a conocer su voluntad y sus promesas, y es por oír esa Palabra que viene la fe que nos salva.

Tenemos esta palabra profética más segura, a la que hacemos bien en estar atentos como antorcha encendida en medio de las tinieblas. Es una Palabra digna de toda confianza, porque viene de nuestro Salvador quien es digno de toda confianza.

Esa Palabra que fue suficiente para salvar al hijo de este oficial que se encontraba a 25 km de distancia, en otra ciudad, demostró a este hombre que Cristo era Señor, que conocía todas las cosas ya que sabía quién era su hijo aunque no lo hubiera visto personalmente, y que tenía control y dominio sobre toda la creación, pudiendo ordenar que ocurriera algo y por esa sola orden eso ocurría.

Y es también en la Palabra de Cristo en la que debemos creer para salvación, es ella la que debe impactar nuestras vidas y transformar todo nuestro ser, es ella la que nos puede dar vida y la que debemos buscar más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Un Padre que entregó a su Hijo

 El pasaje que revisamos hoy se trató de un padre que vino desesperado a Cristo para que librara a su hijo de morir por una enfermedad. Este padre, aun siendo un pecador y teniendo maldad en su corazón, amaba a su hijo y quería librarlo evitar su muerte, rogando a Jesús que pudiera salvarlo.

Y lo que vemos es que Cristo lo salvó. Pero lo salvó precisamente porque el Padre Celestial lo entregó a Él, su propio Hijo, para salvación de la humanidad. Por eso dice en ese pasaje tan conocido: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él" (Jn. 3:16-17).

Aquí vemos el gran amor de Dios por sus enemigos, por aquellos que se rebelaron contra su voluntad, por aquellos que estaban muertos en sus pecados y que necesitaban salvación: entregó a su Hijo para que todo aquel que cree en Él pueda ser salvo.

Todo bien que recibimos, toda bendición que disfrutamos, toda muestra del favor de Dios hacia nosotros, es por Cristo; si hemos recibido salvación, si nuestros corazones han recibido vida, es porque Jesucristo fue entregado para que pagara el precio de nuestra desobediencia, fue llevado a la muerte como cordero al matadero, para cargar con nuestras culpas, recibió el castigo de nuestra maldad, muriendo para que nosotros pudiéramos tener vida en Él, y resucitó al tercer día, y ahora está sentado a la diestra de Dios.

Hoy el llamado sigue siendo el mismo. Creamos en este Hijo de Dios que fue enviado para nuestra salvación, creamos en su Palabra, ella es suficiente para que vivamos por ella, creamos en este Salvador que es digno de confianza, y en el día final, tal como Jesús dijo del hijo del oficial "él vive", también dirá de nosotros "él vive", porque todo aquel que en Él cree no se pierde, sino que tiene vida eterna. Que perseveremos en esta fe hasta el final. Amén.