¿Seré yo vuestro Dios? (Jue. 10:6 – 11:10)
¿Cuáles han sido las palabras más difíciles de escuchar en tu vida? “Lo sentimos, pero su postulación al trabajo no tendrá continuidad”; o “su diagnóstico es malo, le restan meses de vida”; o “lamentablemente no podrán ser padres”. Todas estas frases son noticias difíciles de digerir, pero el v.13 de nuestro texto nos muestra una de las más grandes tragedias que se pueden vivir: “Ya no los libraré más”.
Jueces es un libro que nos muestra la decadencia de Israel al instalarse en Canaán después del ministerio de Josué. Nos muestra la historia de una generación “que no conocía al Señor ni la obra que Él había hecho por Israel” (Jue.2:10) y “cada quien hacía lo que bien le parecía” (Jue.17:6; 21:25). Los Israelitas, durante este periodo, cíclicamente apostatan de la fe, eran oprimidos por causa de su pecado, clamaban a Dios y luego eran liberados por el Señor a través de un libertador, como lo fueron Otoniel, Aod, Débora, Gedeón o Sansón. Esta sección marca el punto medio en este libro y nos revela que la condición de los Israelitas no es circular, sino que es más bien un espiral descendente. Vuelven al punto de partida: “los hijos de Israel hicieron lo malo” (2:11; 3:7; 6:1; 10:6), pero ahora están en un mayor declive. En su idolatría abrazan a siete dioses enemigos abandonando al Señor (v.7).
Dios fue sumamente enfático con respecto a la influencia de los cananeos y sus dioses: “Pero en las ciudades de estos pueblos que el SEÑOR tu Dios te da en heredad, no dejarás con vida nada que respire, sino que los destruirás por completo: a los hititas, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, tal como el SEÑOR tu Dios te ha mandado para que ellos no os enseñen a imitar todas las abominaciones que ellos han hecho con sus dioses y no pequéis contra el SEÑOR vuestro Dios” (Dt.20:16-17). Si no exterminaban a estos pueblos terminarían siendo sus esclavos y abrazarían sus dioses.
Dios una y otra vez los había rescatado, pero ahora se encuentran en un punto sin retorno, su pecado les ha llevado más allá de toda posible redención. Están sin norte y guía, a la deriva de la gracia. Dios, en su ira, los entrega en manos de los filisteos y de los hijos de Amón (v.7), es decir, en el lenguaje del libro de Jueces, él los “vende” (2:14, 3:8, 4:2). Dios deja que un nuevo propietario transitorio haga lo que le plazca con su pueblo. Esto no quiere decir que él haya abandonado Su pacto, Dios había prometido darles esa tierra, pero también había prometida dársela a un pueblo obediente. Esa es la tensión teológica que domina a todo el libro de Jueces, entre las promesas condiciones e incondicionales. El Señor no premiaría la insolencia de Israel, dejó de protegerlos por un tiempo, dio luz verde a que las cosas a las cuales ellos habían estado sirviendo comenzarán realmente a dominarlos y a poseerlos, sufriendo las consecuencias de su idolatría. Las cosas en las cuales colocamos nuestra fe y esperanza en lugar de Dios se convierten en poderes que nos dominan. Si prefieres el dinero, la popularidad o la autorrealización en lugar de a Dios, entonces todas esas cosas dirigirán tu vida.
Cada vez que Israel adoraba a los ídolos de una nación, esa nación terminaba oprimiéndolos (v.8). La idolatría conduce a la esclavitud y viceversa. Podríamos pensar que cuando una nación esclavizaba a Israel, ellos odiarían a sus dioses, pero no era así. Israel fue oprimido por los amonitas (3:13), pero a pesar de su dolor y miseria siguió adorando los mismos dioses que los defraudaron y los metieron en problemas. Nuestros corazones muchas veces nos aseguran que cuando un ídolo nos lleva a la esclavitud entonces necesitamos más de ese ídolo. Creemos que nuestro problema no es la adoración a un dios falso, sino que no adoramos a ese ídolo lo suficiente y nuestros pecados se vuelven más degradantes. Muchas de las cosas que transformamos en ídolos son cosas buenas como el dinero, la familia o el trabajo, pero todos son malos dioses que exigen más dependencia y adoración. El juicio por la idolatría es más idolatría, y por ende más esclavitud.
La opresión sobre Israel fue voraz, prolongada y universal, pues incluyo a todo Israel en ambos lados del Jordán (vv.8-9). Siempre pensamos que podemos dominar el pecado, pero eso es justamente otro engaño del propio pecado, se camufla en nuestras vidas y termina dominándonos. El pecado siempre nos lleva más allá de lo que pensamos, nos aleja de la comunión con Dios por días, semanas y en este caso años (exactamente 18, toda una vida). La aflicción de Israel fue tal, que el texto dice que: Israel se angustio en gran manera, y comenzaron a clamar a Dios: “Hemos pecado contra ti, porque ciertamente hemos abandonado a nuestro Dios y servido a los baales” (v.10). Y el Señor responde: ¿No os libré yo de los egipcios, de los amorreos, de los hijos de Amón y de los filisteos? (v.11). Es como si dijera: ¿Cómo es esto posible? ¡Si yo ya los había librado de estos falsos dioses! ¿Por qué han vuelto a amar algo que les trajo tanto dolor e insatisfacción? En el v.13 encontramos una de las frases más espantosas en las Escrituras: “vosotros me habéis dejado y habéis servido a otros dioses; por tanto, no os libraré más”. Con anterioridad ya habían clamado al Señor y él les había librado (3:9, 15; 4:3-7; 6:7-14), pero por primera vez, y de forma sorprendente, el Señor no hará absolutamente nada en favor de ellos. No se volverá atrás del daño que va a infligir a su pueblo.
Michael Willcock comenta: “El Señor está diciendo que este clamor de ustedes bien podría estar dirigido a los baales en lugar de mí, me consideran como un dios común”. Israel se lamenta por las consecuencias del pecado, pero no por el pecado en sí mismo. Para ellos Dios solo es un simple medio, es un genio de la lámpara para alcanzar sus deseos y escapar de las consecuencias de sus malas decisiones. Los Israelitas son como esos borrachos que se resienten de sus resacas y sus actos vergonzosos, pero no por su amor por el alcohol. Esto nos enseña que es posible volverse de la idolatría de una manera idólatra. Israel intenta oprimir los botones correctos, hacer los sacrificios correctos, pero con un corazón incorrecto con el fin de conseguir el poder de Dios en favor de ellos. ¿Acaso no es esto lo que hacemos con el Señor? Buscamos externamente arrepentirnos, hacer las oraciones correctas, cantar las canciones correctas, nos camuflamos entre los santos buscando una tranquilidad transitoria en nuestras consciencias, pero en nuestros corazones seguimos abrazando los ídolos que traen esclavitud e insatisfacción a nuestra vida.
Esta negativa de Dios no es sinónimo de que él no sea misericordioso, pues sus promesas no han sido anuladas a pesar del pecado de Israel, pero si muestra que él es un Dios celoso y no compite con nada ni nadie. Con su negativa él está protegiendo Su precioso Nombre, y no es erróneo que él haga esto, pues Él se merece todo honor. Al ser celoso, él está protegiendo Su Santidad, la disciplina y santidad de su pueblo.
En el v.14, Dios coloca a Israel entre la espada y la pared: “vayan y clamen a los dioses que han escogido”. El Señor sabía que su arrepentimiento no era genuino, porque el arrepentimiento verdadero requiere una convicción sincera y un odio profundo por lo que se ha hecho independiente si causó o no problemas. Cuando nos arrepentimos debe existir una plena convicción de que no pueden ayudarnos aquellas cosas que hemos puesto a competir con Dios. Los Israelitas clamaban al Señor, pero aferrándose a sus ídolos, pero no se puede tener dos señores (Mt.6:24). El primer clamor de Israel ha sido de reconocimiento, pero no de arrepentimiento. Tenemos la espantosa habilidad pecaminosa de reconocer nuestros pecados, pero no volvernos de ellos.
En el v.15 hay un cambio. Antes estaban enfocados en su condición y en su comodidad, pero ahora están dispuestos a admitir que Dios no tiene ninguna obligación de restaurarlos ni de resolver su problema. Aceptan que ellos buscaron estar en esta situación y merecían todo lo que estaba sucediendo y más. Declaran: “Hemos pecado, haz con nosotros como bien te parezca; sólo te rogamos que nos libres en este día” (v.15). Es como si al fin sinceramente dijeran: “Señor, te queremos, incluso si esto significa que vamos a seguir sufriendo”. Reconocen su pecado y sus consecuencias, admiten que solo el Dios del Éxodo es el Dios por el cual vale la pena vivir. Al fin quitaron los ídolos enquistados en sus corazones y sirvieron al Señor (v.16). Antes cambiaban aparentemente su comportamiento para obtener el favor de Dios, pero acudían a sus ídolos como una contingencia, como un “plan b” si es que Dios fallaba. Esto nos enseña que en el arrepentimiento debe haber dolor por el pecado más que solo por sus consecuencias y dolor por los motivos idólatras no solamente un cambio de conducta, sino un cambio en el centro de nuestras vidas: en el corazón, en nuestros afectos y deseos más profundos.
Dios, al contemplar el cambio en los Israelitas: “No pudo soportar más la angustia de Israel” (v.16). Dios no se apenó por las consecuencias del pecado, sino que experimenta tristeza por causa de ellos, por su dureza y negligencia. Como un padre que ve la autodestrucción de su hijo producto de su terquedad, desidia y necedad, así el Señor se duele por Israel, por la actitud que han tenido contra él. Dios no se complace en nuestra autodestrucción y la idolatría es autodestrucción, porque tristemente nos volvemos una versión empobrecida de nosotros mismos.
¿Es posible que caigamos tan bajo como los Israelitas del tiempo de los jueces? Tristemente la respuesta es sí. Nuestra confesión de fe en el capítulo 17.3 dice: “(Es posible) que los santos caigan en pecados graves y por algún tiempo permanezcan en ellos”. ¿Cuáles son las consecuencias de permanecer en este estado? Nuestra confesión de Fe nos indica que hay cinco grandes consecuencias de permanecer en decadencia espiritual:
Lo único que nos puede librar de caer en un espiral descendente de pecado es una vigilancia perpetua y constante sobre nuestras almas, atendiendo a los medios de gracia que solo pueden ser recibidos a través de una fe genuina en Jesús. Entonces, ¿Es sabio continuar siendo indolente, perezoso, despreocupado, descuidado en el deber que te es conocido? No seas como Sansón, quien jugueteo con la gracia, pero luego de caer en las manos de Dalila y los filisteos pensó que escaparía: “pero él no sabía que Jehová se había apartado de él” (Jue.16:20). El libro de Jueces nos enseña que no solo debemos arrepentirnos una vez en nuestras vidas, sino que el don del arrepentimiento debe ser cultivado crecientemente en nuestros corazones. Al conocer más y más al Dios verdadero, debemos ver más claramente lo nauseabundo del pecado. Arrepentirse genuinamente es vomitar ese parasito maligno llamado pecado. Pues todo bocado de pecado solo trae malestar espiritual. ¡Para un verdadero creyente siempre habrá más aflicción que placer en el pecado! Si en el Calvario crees tener una licencia para pecar no tienes la fe que salva. La fe genuina abandona el pecado. La gracia que hemos recibido nos enseña a temer, apartarnos del mal y amar la justicia.
El mismo capítulo de la confesión nos alienta con esperanza: “Los santos….renovaran su arrepentimiento y serán preservados hasta el fin mediante la fe en Jesús”. Nuestra perseverancia y arrepentimiento solo es sostenida por la fe en Jesús, de quien fluyen todas las bendiciones de la gracia necesarias para nuestra vida. En él tenemos la seguridad de que “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad” (1 Jn.1:9)
Los Amonitas se reunieron para atacar a Israel y los hombres de Galaad se preguntan: ¿Quién es el hombre que comenzará la batalla contra los hijos de Amón? El será nuestro caudillo(v.18). Reconocen que no pueden ganar esta batalla, necesitan un Libertador. Aquí aparece en escena Jefté, quien era un guerrero valiente, hijo de una ramera, expulsado de su hogar y sin derecho a heredad. Se convirtió en un forajido, en algo así como un “Al Capone” de la mafia Israelita. Todo esto, hace de él un candidato poco probable para el panteón de los grandes héroes de la fe. Externamente, Jefté, no califica para esta tarea, no es una persona de prestigio y su “registro de antecedentes” está manchado.
Los ancianos de Galaad se dan cuenta que no solamente debían ser rescatados por Jefté, sino que debían hacerlo su jefe, alguien a quien debían obedecer (v.6). Jefté responde: ¿Ustedes no me odiaron y echaron de la casa de mi padre? ¿Por qué han venido a mí ahora cuando están en apuros? (v.6) Esto ¿No es acaso lo que ya hemos leído en el capítulo diez? Los galaaditas han solicitado apresurada e hipócritamente que Jefté les ayude, al igual que Israel había clamado al Señor pidiendo ayuda (10:10). Jefté les exige: “Si me hacen volver para pelear contra los hijos de Amón y el SEÑOR me los entrega, ¿seré yo su jefe?” (v.9). Los delegados ahora con toda humildad aceptan la petición de Jefté y prometen: “El SEÑOR es testigo entre nosotros; ciertamente haremos como has dicho” (11:10).
Al igual que los Galaaditas necesitamos urgentemente un Libertador, pero también un Señor. Si deseas salvación en Cristo ¿estás dispuesto a que Él te gobierne? El Señor te pregunta ¿Seré yo vuestro Dios? ¿Seré yo el Señor y Rey en tu vida? Él no te salvará bajo ninguna otra condición. No puedes honrar a Dios ni arrepentirte de verdad sin reconocer la autoridad de Jesús en tu vida y no puedes tener su rescate sin aceptar su reinado. Si él es tu Salvador, él también es tu Dios, tu Rey y Señor.
John Flavel escribió: “La oferta del evangelio de Cristo incluye todos sus oficios”. Si lo consideras tu Sumo Sacerdote, el Profeta de Dios, él también es tu Rey Soberano. ¿Estás bajo su señorío? ¿Él gobierna en cada aspecto de tu vida? ¿Su Palabra rige tus pensamientos, decisiones, tu hogar, tus finanzas y tu intimidad? Muchos están dispuestos a recibir a Cristo como un simple marinero en el barco de su vida para que les limpie la cubierta, los bendiga y los sane. Pero Jesucristo entrará en tu vida sólo para ser el Capitán, el Patrón, el Dueño de tu corazón para conducirlo a dónde y cómo Él quiera. Seguir a Jesús no es algo que debemos tomar a la ligera, es un llamado que demanda toda nuestra vida. Él quiere nuestro primer amor y nuestra plena lealtad, no porque la necesite, sino porque la merece. Él mismo dijo, “Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc. 9:23). En Lc. 18 un joven rico se encuentro con Jesús y le dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lc.18:18). Notemos que califica a Jesús como “Maestro” y cuando Jesús lo invito a dejar sus posesiones y seguirle se puso triste porque era sumamente rico (Lc.18:22). Las riquezas eran su verdadero “señor”. Quizás, por mucho tiempo has escuchado de Jesús y su Evangelio y lo consideras un hombre sabio, un maestro y un buen hombre. Pero esa admiración no redime tus pecados. El que le consideres un gran ejemplo no te hace salvo, llevas sobre ti la misma condenación que aquel que lo considera un charlatán. Si no estás dispuesto a rendirte a Cristo como tu Rey: “ya has sido condenado por no creer en Su nombre” (Jn.3:18).
Jesús predicó: “Arrepentíos, y creed en el Evangelio” (Mr. 1:15). Y ese evangelio, es el evangelio del Reino (Mr.1:14). Es decir, Dios quiere, reclama y demanda reinar en las vidas de todos los que respiran. Esa es la predicación del evangelio. El Apóstol Pablo lo explico de la siguiente manera: “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor” (2 Co.4:5). Esa es la esencia del evangelio: “la proclamación de un Reino”. La evidencia más clara que hemos recibido esa predicación es que el rey pecado ya no reina en nuestros corazones, sino que ahora reina Cristo Rey mediante la Obra del Espíritu Santo en nuestras vidas. Cuando entramos en su reino él se encarga de cortar el cordón umbilical que nos conecta con los deseos del mundo y nos conecta al mar de la gracia salvadora por medio de la fe. Es solo por la obra Espíritu de Gracia en la regeneración que puedes decirle a Jesús Señor (1 Co.12:3). Si no puedes declarar a Jesús como el Señor de todo tu ser, el Espíritu Santo no mora en ti. Si ese es el caso, necesitas arrepentirte y depositar tu fe en Jesús como Señor y Salvador. En esta vida tienes la maravillosa oportunidad de escuchar su evangelio y rendirte voluntariamente a este Rey perfecto, pero si le rechazas, debes saber que serás juzgado ante este Rey al cual menospreciaste y desechaste (2 Co.5:10) Jefté fue un juez imperfecto que puso su fe en el Señor. Así lo atestigua el libro de Hebreos: Jefté por la fe conquisto reinos, hizo justicia, obtuvo promesas… siendo débil, fue hecho fuerte, se hizo poderoso en la guerra y puso en fuga a ejércitos extranjeros” (Heb.11:32-34). El libertador Jefté, nos recuerda que en Cristo tenemos un mejor y más excelente libertador: Él nos libró del dominio del reino de las tinieblas (Col.1:13), en la Cruz despojó a los poderes y autoridades de maldad triunfando sobre ellos públicamente (Col.2:15), venció al mundo (Jn.16:33), al pecado (2 Tim.4:18), le dio un golpe mortal a Satanás y resucitó venciendo al aguijón de la muerte (1 Co.15:56-57). Ese nuestro libertador. Al igual que Jefté él también fue “despreciado y menospreciado” (Is.53:3). En su encarnación se acercó intensamente a su pueblo: “pero ellos no le recibieron” (Jn.1:11). A diferencia de Jefté, quien fue un criminal del bajo mundo, Jesús vivió en perfecta justicia sin relación con el pecado. Esa vida de criminalidad preparó a Jefté para enfrentarse a los Amonitas, pero la impecabilidad de Jesús fue su ofrenda para presentar como un Cordero sin mancha en favor de nuestros pecados, para que por medio de Su muerte tengamos victoria, justicia y paz verdadera. Jefté libero a Israel solo por 6 años (Jue.12:7), pero Jesús es el Salvador que nos redime para siempre de todos nuestros pecados (Sal.130:8).
Jesús es quien resuelve la tensión que existe en el libro de Jueces, entre lo condicional de las exigencias de Dios y lo incondicional de sus promesas. El Señor prometió que no quebrantaría su pacto en favor de Israel, pero al mismo tiempo prometió no bendecir a un pueblo desobediente (Jue.2:1-2). Esta tensión solo tiene respuesta en la Cruz. Cristo cumplió las exigencias de la ley, él es el Rey Siervo que se sometió a su propia ley para darnos las bendiciones del pacto. Y él es el Rey herido por nuestros pecados, fue molido por nuestras iniquidades, llevo nuestro castigo para darnos paz (Is.53:5). En la Cruz, Dios es justo castigando el pecado de su pueblo en la muerte del Hijo y es misericordioso al justificar a todos aquellos que tienen la fe en Jesús (Rom.3:26). Cristo cumple el Sal. 22:4-5: “En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste. A ti clamaron, y fueron librados; en ti confiaron, y no fueron decepcionados”. Los Israelitas fueron librados una y otra vez porque Jesucristo en la Cruz no fue librado de la ira de Dios, sino que bebió completamente la copa amarga por nuestros pecados.
Sin el evangelio siempre seremos complacientes con el pecado y nunca alcanzaríamos las exigencias de la ley. Pero la buena noticia resuelve ambos problemas. En el evangelio podemos vivir como personas perdonadas, obedientes y libres a pesar de no vivir vidas perfectas. ¿Y porque esto es así? “Porque si el Hijo os libertare, series realmente libres” (Jn.8:36). Él ya pagó por nuestros pasados, presentes y futuros; y su Espíritu nos ha hecho libres para obedecer sus mandamientos. Este magnífico Rey sigue trabajando en nuestras vidas, preservándonos, intercediendo por nosotros (Rom.8:34), está preocupado de tus aflicciones, tus enfermedades y pruebas. Él es el Rey que ha sido establecido sobre mejores promesas (Heb.8:6) y nosotros el pueblo del Nuevo Pacto, no debemos esperar otro Libertador, en él tenemos mejores herramientas para vivir la vida de piedad que el Israel del libro de los jueces, pues hemos conocido plenamente el fundamento de nuestra salvación. Por lo tanto, amado súbdito del Reino de Cristo: “Anda como libre y no uses la libertad como pretexto para pecar, sino úsala como siervo de Dios” (1 Pe.2:16). Tú has nacido de Dios, y todo el que es nacido de Dios: VENCE AL MUNDO. ¿Cuál es el fundamento de esta victoria? Nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo? Aquel que ha creído que Jesús es el Hijo de Dios. (1 Jn.5:5). La Fe en Jesús nos capacita para vencer todo pecado, oposición, incredulidad y angustia. Vive por este Libertador y Señor, porque esa es la única vida que vale la pena vivir.