Si el Señor quiere

Domingo 29 de marzo de 2020

Texto base: Santiago 4.13-17.

Probablemente ud. Esté familiarizado con la historia del Titanic. El Titanic fue un transatlántico británico, que fue el barco más grande del mundo al momento de terminarse su construcción. Fue diseñado para ser lo último en lujo y comodidad, y entre sus pasajeros estaban algunas de las personas más ricas del mundo, además de cientos de inmigrantes irlandeses, británicos y escandinavos que iban en busca de una mejor vida en Norteamérica.

Este gran navío no sólo iba cargado de más de 2.200 personas, sino que también estaba lleno de planes, proyectos, expectativas y esperanzas. Tanta era la confianza que había en este barco, que Phillip Franklin, el vicepresidente de White Star Line, la compañía que construyó el Titanic, afirmó con orgullo: “No hay peligro de que el Titanic se hunda. El barco es imposible de hundir y los pasajeros no sufrirán ningún inconveniente”.

Sin embargo, el Titanic se hundió el 14 de abril de 1912, a sólo cuatro días de haber zarpado por primera vez, en su viaje inaugural, resultando en la muerte de más de 1.500 de sus pasajeros, es decir, sólo hubo algo más de 700 sobrevivientes en el naufragio de este barco supuestamente “inhundible”. Con ellos, también se hundieron para siempre todos esos proyectos, planes y esperanzas.

Este trágico acontecimiento nos muestra con claridad lo que el Señor nos dice a través de Santiago en este pasaje, nos muestra al orgullo humano chocando con el iceberg de la realidad y la soberanía de Dios; y es sólo uno de los miles de hechos que podríamos escoger para demostrar la insensatez de la soberbia del hombre, la necedad de vivir haciendo planes sin tener en cuenta al Señor de todas las cosas. Pero ¿Qué tan cerca estamos nosotros de caer en este pecado? ¿Cómo podemos evitar vivir de esta manera?

     I.        La insensatez de la vida sin Dios

En su breve carta, Santiago, quien fuera hermano del Señor Jesús, ha venido exhortando a sus hermanos contra el orgullo y la soberbia, llamándolos a la humildad y la sabiduría. En esta sección, se concentra en un grupo especial de la congregación, al parecer los mercaderes, pero lo que dice es algo que nos concierne a todos en último término.

Santiago comienza llamando la atención de sus lectores, diciendo “¡Vamos ahora!”, lo que es un llamado a escuchar con cuidado. En sus palabras podemos imaginar a alguien viendo un mapa, tirando líneas y haciendo proyecciones sobre el futuro. Es alguien que afirma con mucha seguridad lo que hará, y fijémonos que involucra al menos cuatro cosas: el plan que realizará, el lugar en el que estará, el tiempo que le tomará hacerlo, y el resultado que obtendrá con su plan.

Es curioso, porque sobre ninguna de estas cosas se puede afirmar algo con seguridad. Ni siquiera tienes en tu bolsillo la siguiente hora, no sabes realmente lo que ocurrirá. Puedes suponer que todo seguirá con normalidad, pero eso no está asegurado. No puedes garantizar que llegarás a un determinado lugar. Puedes esperar que así sea, pero no asegurarlo. Tampoco puedes saber cuánto tiempo te tomará realmente una acción o un proyecto, ni puedes garantizar que obtendrás el resultado que esperas. Ninguno de estos cuatro factores está en nuestro pleno dominio, pero la persona que afirma esto parece muy segura y confiada en sus propios medios.

Tomemos el mismo caso del virus que hoy nos ha invadido por completo. Teníamos muchos planes para este año, cosas por hacer en marzo y abril, proyectos que realizar que incluso tenían que ver con la iglesia, con la obra de Dios. Sin embargo, esta pandemia vino a alterar absolutamente todo de una forma que no nos imaginamos. Más allá de que todavía se discute el origen exacto de todo, ¿Quién iba a pensar que, a miles de kilómetros, en otro continente que está cruzando el océano pacífico, en el hemisferio opuesto a nosotros, una persona comiendo un caldo de murciélago iba a terminar afectando nuestras vidas, al punto de no poder siquiera salir de casa con normalidad?

Pero hay un mensaje muy potente en la cultura que nos rodea, y es que somos señores de nuestra vida y capitanes de nuestro destino. “Sigue tu corazón, tú decides, no dejes que nadie te diga lo que tienes que hacer, sólo mira dentro de ti, descubre tu destino, tus sueños, y que nadie se interponga entre tú y tus metas, sólo cree y se hará realidad, porque nada es imposible”. Eso se nos predica en canciones, películas, en la publicidad, en los consejos de personas conocidas, al punto que es un mensaje que está en todas partes.

Pero la vida humana es muy compleja. Sólo piensa todo lo que tuvo que pasar para que tú llegaras a existir. Las personas que debieron conocerse y relacionarse, estar en el preciso momento y lugar, la enmarañada red de conexiones que tuvieron que darse no sólo entre tus padres, sino entre todos tus ancestros para que llegaras a existir. En todo lo que hacemos, dependemos de una serie de factores que están completamente fuera de nuestro control.

Santiago resume esto diciendo: “no sabéis lo que será mañana”. Así, pone en evidencia “la necedad de aquellos que menospreciaron la providencia de Dios, y reclamaron para sí mismos un año completo, siendo que no tenían ni siquiera un instante en su poder” (Juan Calvino).

Pero ¿Qué es lo que se está reprendiendo aquí? Vamos a decir lo que NO se está reprendiendo. El Señor no está hablando en contra de planificar, ni de ser previsores y precavidos. De hecho, en Proverbios y en general en toda la Escritura, se habla de la planificación y el orden como virtudes, mientras que la negligencia, el desorden y la improvisación en cosas importantes son presentados como pecados.

Entonces, aquí no se está hablando en contra de hacer planes, sino de proyectar hacia el futuro sin tener en cuenta a Dios, sin consultar su voluntad, sin considerar su gobierno y soberanía sobre todas las cosas, incluyendo nuestra vida. Para esto, no es necesario que alguien confiese ser ateo. De hecho, hay muchas personas que se consideran “creyentes”, pero viven según esta mentalidad.

Por ejemplo, en nuestro país se hizo muy popular la frase “Dios es mi copiloto”, como una calcomanía en los vehículos. Esa frase refleja lo que estamos diciendo: “yo manejo, yo decido el destino, la velocidad y la ruta, y Dios bendice lo que yo estoy haciendo”. Dios es visto como un simple guardia que se asegura de que mi propia voluntad sea hecha.

Por eso, siempre me ha llamado la atención que la Escritura afirma: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” (Sal. 14:1). Fijémonos que dice: “en su corazón”, no “con su boca”. Claro, porque con nuestra boca podemos decir que hay un Dios, pero negarlo en nuestro corazón. Es lo que llamamos, “ateísmo práctico”. Hay muchos que viven en esta situación hoy, declarándose creyentes, pero viviendo como ateos.

Debemos tener mucho cuidado también, porque la educación de nuestros niños (y la que nosotros recibimos), nos presenta un universo que se gobierna según sus propias leyes, donde no hay intervención divina. Si hay un dios, es indiferente, ya que no actúa en su creación. Así, como creyentes somos educados a tener dos mentes, una para los asuntos cotidianos como el trabajo, nuestra vida como ciudadanos, el entretenimiento y nuestra vida en este mundo, y otra mentalidad para las cosas que consideramos espirituales, como la oración privada y la vida de iglesia. Esta mentalidad en la hemos sido educados, nos lleva directo al pecado de este pasaje.

Entonces, todos los que vivan y se conduzcan sin tener en cuenta a Dios, su gobierno y su voluntad, se encuentran bajo la exhortación que Santiago hace aquí. Y tengamos en cuenta una cosa: esa soberbia puede ser por acción o por omisión. En otras palabras, puedo ser necio y soberbio porque planifico y hago muchas cosas sin tener en cuenta al Señor, o porque sabiendo hacer lo bueno, no lo hago, menospreciando así a Dios y su voluntad perfecta que me ordena hacerlo. “Sé que Dios me ordena consagrarme, servir, entregarme, orar, leer su Palabra, ayudar a mis padres en casa, enseñar a mis hijos en la fe, cuidar de mi hogar, ser más diligente en el trabajo, pero mejor empiezo mañana”. Y todos sabemos que ese mañana se estira hasta el infinito, hasta nunca llegar.

Tengamos cuidado, entonces, con esta soberbia, sea por acción o por omisión.

    II.        La realidad de nuestra vida

Para apreciar lo ridículo que es vivir de esta manera, basta considerar la realidad de nuestra vida. No sólo ignoramos por completo lo que ocurrirá mañana, o incluso en los siguientes instantes. No sólo hay distintos factores en nuestra vida que escapan por completo de nuestro control. Además, nuestra vida es como una niebla, lo que apunta a que es corta, es frágil y apenas sabemos cómo viene y cómo se va.

Por eso, ya desde antiguo la Escritura nos exhorta en el mismo sentido de esta carta, diciendo “No te jactes del día de mañana; Porque no sabes qué dará de sí el día” (Pr. 27:1). Somos completamente ciegos si hablamos del futuro como si estuviera en nuestras manos, cuando ni un segundo de nuestra vida está realmente asegurado para nosotros.

Por eso dice el salmista:

Hazme saber, Jehová, mi fin, Y cuánta sea la medida de mis días; Sepa yo cuán frágil soy.

He aquí, diste a mis días término corto, Y mi edad es como nada delante de ti; Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive. 

Ciertamente como una sombra es el hombre; Ciertamente en vano se afana; Amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá […]

Ciertamente vanidad es todo hombre” (Sal. 39:4-6,11).

Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; Acabamos nuestros años como un pensamiento.

10 Los días de nuestra edad son setenta años; Y si en los más robustos son ochenta años, Con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, Porque pronto pasan, y volamos” (Sal. 90:9-10).

Aquellos que viven sin tener en cuenta al Señor, viven sólo para esta vida, para el momento presente, cuestión que hoy es vista como una virtud, pero es una completa necedad. Vivir sólo para esta era, equivale a invertir todo en una neblina que viene y se va, desvaneciéndose como si nunca hubiese estado allí.

Si lo pensamos bien, no hay ganancia alguna en vivir de esa manera, es como intentar retener el agua entre los dedos, pero siendo así, ¿Por qué es tan común? ¿Por qué se da esto incluso entre los cristianos? Es porque olvidamos por completo la realidad de nuestra vida, olvidamos que somos seres humanos, que somos partículas de polvo con aliento de vida, y que desnudos nacimos del vientre de nuestra madre, y desnudos volveremos al polvo de la tierra (Job 1:21).

Es la situación que describe el salmista sobre los que confían en sus riquezas: “Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, Y sus habitaciones para generación y generación; Dan sus nombres a sus tierras. 12 Mas el hombre no permanecerá en honra; Es semejante a las bestias que perecen” (Sal. 49:11-12).

Por eso también es que el predicador dice en Eclesiastés, “Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón” (Ec. 7:2). Cuando vamos a un funeral, recordamos que somos mortales, que nosotros podemos ser los próximos, nos hace pensar en el momento en que nosotros pasemos de esta tierra como esa neblina que se va, y eso nos ayuda a vivir el presente con un significado más real.

El mismo Señor nos está diciendo en su Palabra, entonces, que enfocaremos correctamente nuestra vida si recordamos que somos frágiles y nuestra existencia es breve, que es comparable a la niebla. Entonces, no somos los protagonistas de nuestra película. La vida no se trata de nuestros sueños, de poner nuestros nombres en letras doradas en la cima del mundo, sino que debemos reconocer con humildad que somos mortales, completamente dependientes, y que estamos en las manos de nuestro Creador y Señor.

   III.        Vivir en orgullo o en humildad

Es así entonces como se nos presentan dos caminos, dos formas de vivir, muy al estilo de los libros de sabiduría del Antiguo Testamento: Por una parte, el camino de la jactancia, de la vida sin Dios; y por otra, el camino de la humildad, del sometimiento a Su voluntad (vv. 15-16).

Quienes viven sin Dios, aun cuando se consideren creyentes, sólo pueden esperar la ruina. De ellos habla el Señor Jesús, cuando dice: “Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. 38 Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, 39 y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mt. 24:37-39).

Aquellos que se consideraban creyentes, al igual que las vírgenes insensatas, se darán cuenta de que el tiempo se acabó, que la puerta se cerró y ya no esperaron al novio con sus lámparas llenas de aceite. Solo queda la oscuridad de afuera y la puerta cerrada, con el triste "nunca os conocí". Son esos que vivieron con orgullo, para sí mismos, derribaron sus graneros y se hicieron otros más grandes, preparándose para disfrutar muchos años, sin saber que ese mismo día su alma sería reclamada.

No nos confundamos: para quienes viven sin Dios, la muerte y el juicio que viene siempre serán una sorpresa, y una espantosa. Siempre los sorprenderá sin estar preparados. Siempre resultarán avergonzados y aterrorizados.

Por eso, esta circunstancia que hoy vivimos debe servir para que nos preguntemos: ¿Entiendo verdaderamente la realidad de mi vida? ¿Estoy viviendo en dependencia y sometimiento del Señor? ¿Estoy viviendo solo para este mundo, o para la eternidad?

Por otra parte, quienes viven sometidos a la voluntad de Dios, aunque son imperfectos y muchas veces caen, saben finalmente que sus vidas no les pertenecen, y son conscientes de su fragilidad y dependencia de Dios. Su vida es un continuo "si Dios quiere". Sí, porque para muchos, sobre todo para quienes se criaron en un hogar de creyentes, el decir "si Dios quiere" puede ser hasta una costumbre inconsciente. Para otros, puede ser hasta una superstición, una fórmula que deben decir al final de cada deseo, para que les salga todo bien o para evitar un mal.

Pero "si Dios quiere" no es una fórmula mágica, sino que debe ser un estilo de vida. No es la actitud de esclavos descontentos a quienes no les queda otra alternativa que obedecer a regañadientes, sino que es un andar diario en el que aceptamos con alegría el señorío del Señor en todas las esferas de la vida, con la actitud del salmista cuando dice: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8), y cuando afirma: “Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti” (Sal. 16:2).

Muchas veces la providencia del Señor parece “interrumpir” nuestra agenda y ante eso frecuentemente nos enojamos o frustramos, pero eso sirve para recordar que no es Señor quien debe cumplir nuestra agenda, sino que somos nosotros los que debemos someternos a la Suya, sabiendo también que donde su providencia nos lleve, allí también nos sostendrá su gracia.

Ahora, ¿Cómo hacer para perseverar en esta dependencia del Señor? La respuesta es a la vez simple y profunda: usando los medios que Él ha dispuesto para que le busquemos. No tientes a Dios buscando otros medios, como aquellos que piden señales para tomar decisiones. “Señor, si quieres que haga esto, entonces que mañana amanezca nublado”. Quien actúa de esa manera, desprecia los medios que Dios nos ha dado para que nos acerquemos a Él, y no puede esperar ser iluminado con sabiduría.

En la misma carta de Santiago nos dice cómo buscar esta guía del Señor: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Stg. 1:5). No podemos decir que andamos en dependencia y sometimiento humilde a la voluntad de Dios, si hemos abandonado la oración. Dime cómo está tu vida de oración, y te diré si andas en el camino de la jactancia, o en el de la humildad. Sin embargo, “el pecado de no acudir a Dios en oración es una de las ofensas más comunes que el cristiano comete” (Simón Kistemaker). Y por supuesto, no oramos para que Dios se someta a nuestra voluntad, sino para someternos nosotros a la suya. Oramos para pedir su Espíritu Santo, para que Él nos llene de sabiduría y poder.

Pero la oración tiene una hermana, con la que siempre va de la mano, y es la lectura de la Palabra. No podemos esperar andar en sumisión a Dios, si no nos dedicamos con diligencia a conocer su Palabra, que es donde ese mismo Espíritu Santo nos ha declarado su voluntad. Por eso dice el salmista: “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino” (Sal. 119:105). Si no conocemos su Palabra, no podemos esperar otra cosa que andar a tientas en la oscuridad.

Sin embargo, alguien podría decir: “Está bien, yo oraré y leeré su Palabra, pero necesito saber si escojo esta casa o no, si esa mujer es la que Dios tiene para mí o no, si ese es el trabajo al que debo ingresar o no, etc., esas respuestas no están escritas en la Biblia, y Dios no me las dirá en oración”. Es cierto, pero la oración somete nuestro ser a la voluntad de Dios, y su Palabra nos dice cuál es su voluntad, nos da mandamientos y principios para vivir, y con eso nos entrega sabiduría para tomar decisiones.

Pero hay algo más: dado que nuestro corazón es engañoso y buscamos salirnos con nuestros deseos egoístas, el Señor nos ha dado hermanos en la fe que buscan nuestro bien y nos pueden aconsejar. Una de las cosas que caracterizan a una persona que vive en jactancia, es que no pide consejos. Hace lo que bien le parece, es sabia en su propia opinión. No sigas ese camino, acostúmbrate a la práctica sana y humilde de pedir consejo a tus hermanos en la fe para tomar decisiones en tu vida.

Hermanos, como vimos, nuestra vida es frágil y breve, pero no estamos desamparados. Estamos en manos de Aquél que dio su vida por nosotros. Si hemos puesto nuestra fe y confianza en Cristo, si diariamente encomendamos nuestras vidas a su voluntad, debemos recordar que Él dijo: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, 28 y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. 29 Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10:27-29).

Lo contrario de vivir en jactancia no es vivir desesperado, con un miedo constante de morir; sino vivir confiado en Aquél que murió y resucitó por nosotros. Si esto no hubiera sido así, tenemos todas las razones para estar aterrados y esperar un fin espantoso. Pero el Señor nos ha dado a su Hijo, y por eso podemos saber que nos ha amado sin medida, y que terminará la obra que empezó en nosotros. No hay posición más alta en esta vida, que vivir sometidos al Señor que nos ha salvado.

Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” Ro. 8:28.