Domingo 1 de mayo de 2016

Texto base: Juan 3:13-21.

El mensaje anterior hablamos sobre una de las conversaciones más hermosas que alguna vez haya sido registrada: la de Jesús y Nicodemo, aunque podríamos decir que comenzó siendo una conversación, pero luego terminó siendo una verdadera predicación de Jesús.

Vimos que Nicodemo llegó de noche, tal vez para que nadie pudiera ver que estaba buscando a Jesús, aunque según sus palabras, las enseñanzas de Cristo ya estaban causando revuelo entre los propios fariseos, y algunos estaban empezando a pensar que se trataba de un maestro que venía de Dios, es decir, un profeta.

Nicodemo comenzó hablando desde el conocimiento que él tenía sobre Jesús, diciendo “sabemos”. Pero la respuesta de Jesús pareció salir de otra conversación, ya que aparentemente no tenía nada que ver con lo que Nicodemo estaba diciendo. Sin embargo, lo que hizo Jesús realmente fue ir directamente al tema central que motivaba la visita de Nicodemo, ya que Él sabía lo que había en el corazón del hombre.

Lo que Jesús dijo a Nicodemo es que él creía saber algo sobre Jesús, pero en realidad no sabía nada como debía saberlo. Para conocer realmente a Jesús, para ver el reino de Dios, para ser salvo, Nicodemo necesitaba nacer de nuevo, ser hecho otra vez, y ese nacer de nuevo es también nacer del Espíritu, nacer de arriba, nacer del Cielo.

Nicodemo era incapaz de ver el reino de Dios con sus ojos naturales. Era incapaz de comprender las palabras de Cristo con su sabiduría humana. Era quizá de los hombres más preparados en la tierra, experto en la ley y encargado de enseñarla e interpretarla, miembro de la estricta y rigurosa secta de los fariseos, pero nada de eso le servía, él simplemente no podía comprender a Jesús ni conocerlo realmente porque estaba muerto en sus delitos y pecados, necesitaba ser nacido de nuevo.

Y Jesús explicó que este nacer del Cielo, nacer del Espíritu, no es algo que Nicodemo podía hacer. No era algo que él podía impulsar o provocar, sino una obra soberana y sobrenatural de parte del Señor, quien actúa como quiere. Es el Señor quien nos hace nacer de nuevo, quien nos da un nuevo corazón, quien nos hace un nuevo ser para poder amarlo y obedecerlo.

Y ¿Cómo podemos definir el nuevo nacimiento? J.C. Ryle lo hace de una muy buena manera comentando este pasaje:

El cambio que el Señor declara que es necesario para salvación, evidentemente no es uno ligero o superficial. No es sólo una reforma, o una enmienda, o un cambio moral, o una alteración externa de la vida. Es un cambio completo del corazón, la voluntad y el carácter. Es una resurrección. Es una nueva creación. Es pasar de muerte a vida. Es que se implante en nuestros corazones muertos un nuevo principio desde arriba. Es el llamado a existir de una nueva criatura, con una nueva naturaleza, nuevos hábitos de vida, nuevos gustos, nuevos deseos, nuevos apetitos, nuevos juicios, nuevas opiniones, nuevas esperanzas y nuevos miedos. Nada menos que todo lo anterior está implicado, cuando el Señor declara que necesitamos un ‘nuevo nacimiento’”.

Sobre Nicodemo, el mismo J.C. Ryle comenta que nuestros inicios en la fe pueden ser torpes y tímidos, pero que luego podemos convertirnos en cristianos de una profesión fuerte. “No debemos desechar a un hombre como si no tuviera gracia, solo porque sus primeros pasos hacia Dios son tímidos e indecisos, y los primeros movimientos de su alma son inseguros, vacilantes, y sellados con mucha imperfección… Como [Jesús], tomemos de la mano a quienes llegan preguntando, y lidiemos con ellos gentil y amablemente… Judas Iscariote era un apóstol cuando Nicodemo estaba tanteando lentamente su camino hacia la luz plena; aunque después, cuando Nicodemo valientemente ayudaba a enterrar a su Salvador crucificado, ¡Judas Iscariote lo había traicionado, y se había ahorcado!... [Nicodemo] ayudó a José de Arimatea a enterrar a Jesús, cuando incluso los apóstoles habían abandonado a su Maestro y huyeron”.

Hoy seguiremos analizando esta conversación, y nos concentraremos en su segunda parte, donde Cristo se refiere a la razón de su venida y los efectos que ella tendrá en la humanidad. Desde su venida, toda la humanidad puede dividirse en dos grandes grupos: quienes han creído en Cristo, y quienes lo rechazan. Es decir, quienes son salvos por la fe en el Hijo de Dios, y quienes están condenados por su incredulidad. No hay más posibilidades, o estamos en un grupo o en el otro.

      I.         Necesidad de salvación (y de Salvador, vv. 13-15)

El Señor Jesús estaba hablando a Nicodemo sobre la necesidad de nacer de nuevo, nacer de arriba, nacer del Espíritu. Pero Nicodemo estaba absolutamente descolocado, y aun siendo un maestro en Israel, experto en la ley, no podía comprender estos asuntos, que eran asuntos que pasaban en esta tierra. Por eso el Señor le dijo que si no podía entender los asuntos espirituales que ocurren en esta tierra, menos aún podría entender las cosas celestiales, aquellas que Jesús escuchó del Padre y que tenían que ver con la gloria eterna.

El Señor deja claro que descendió del Cielo, con lo que muestra que Él existía desde antes de nacer, y al decir que salió del Cielo está diciendo que salió del Padre, de su misma presencia, y que de lo que oyó en el Cielo es lo que está enseñando y dando a conocer. Por eso en Juan 8:38 dice “Yo hablo de lo que he visto en presencia del Padre”.

Jesús además se identifica abiertamente ante Nicodemo como el “Hijo del Hombre”, que para cualquier judío conocedor de la ley se trata de un título del Mesías. Entonces, el Señor está siendo directo con Nicodemo, está mostrándole claramente que Él es el Mesías que había de venir, que descendió del Cielo, que vino de parte de Dios.

Y ahora justamente pasa a explicar a Nicodemo acerca de su venida al mundo, su ministerio, su misión aquí. Le cuenta a Nicodemo que el Hijo del Hombre debe ser levantado, tal como Moisés levantó la serpiente de bronce. Con esto, el Señor nos lleva a Números cap. 21:4-9 (LEER).

En este pasaje, el pueblo había murmurado contra el Señor y contra el líder que Él había establecido, que era Moisés, y el Señor en su furor les envió serpientes que los mordían y les causaban la muerte. El pueblo entonces se arrepintió, y Moisés intercedió por ellos ante el Señor, quien le dio la orden de levantar astas con serpientes de bronce, para que todo aquel que las mirare, pudiera vivir.

El mismo Señor está haciendo una comparación entre esta situación de la historia de Israel y la situación del mundo bajo el pecado.

  • En ambos casos tenemos una condenación segura producto del pecado. Los israelitas estaban condenados a morir por el veneno de las serpientes, que los habían mordido por su desobediencia. El mundo está condenado a la muerte eterna por el pecado, y no tiene esperanza alguna de salvarse por sí mismo.
  • En ambos casos, es el Señor quien provee del medio de salvación, que debe ser aceptado sin condiciones por quienes están condenados. Y en ambos casos lo hace por misericordia y por su voluntad soberana, no habiendo nada en los condenados a muerte que los haga merecedores o dignos de ser salvados.
  • En ambos casos, la salvación está en algo o alguien que debe ser levantado a la vista de todos, a lo que se debe mirar para ser salvo. Quien mirara a la serpiente y quien mire a Cristo, no mira de cualquier forma, como se podría mirar la televisión o a un objeto que está en frente. Quien mire en este caso lo hará sabiendo que es su única salvación, con la desesperación y la fe de quien se sabe condenado, y que ha entendido que Dios proveyó un medio para librarse de la muerte y poder tener vida. Entonces, mirará con la desesperación de quien está muriendo, pero con la esperanza de quien ha creído en Dios y que sabe que es el medio que Él ha provisto para salvación.

Tanto la serpiente como Cristo, no fueron levantados en un lugar secreto sino a la vista de todos, para que todo aquel que obedezca y mire, pueda ser salvo de la muerte.

  • En ambos casos, quien mire al medio que Dios ha provisto para salvación, será librado de la muerte.

Ahora, es claro que la historia de la serpiente era solo una sombra de lo que sería la obra de Dios en Cristo, y que como buena sombra, revela algo de la realidad, pero la realidad termina superándola con creces. Y así sucede también con Cristo, su gloria, su obra, el alcance y la profundidad de la salvación que logra supera por mucho al caso de la serpiente de bronce.

La serpiente de bronce salvaba de la muerte física, y era una solución puesta por Dios para el veneno de las serpientes que mordían al pueblo; pero Cristo salva de la muerte eterna, y su sangre nos limpia del pecado que nos condena por completo, y que también puso a la creación bajo maldición. Quienes miraron a la serpiente de bronce morirían de todas formas más adelante, pero quien mire al Cristo crucificado pasará de muerte a vida, y la obra de salvación de Cristo no sólo lleva a la gloria a quienes crean en Él, sino que terminará renovando toda la creación que fue sujeta a pecado, vistiéndola también de su gloria.

Mirar a la serpiente no convertía el alma, pero mirar a Cristo de la forma en que debemos mirarlo para salvación, implica haber recibido un nuevo corazón, haber nacido de nuevo, haber sido renovado por la obra del Espíritu Santo.

Entonces, el Señor está hablando del plan de salvación que fue decretado para redimir a la humanidad, y ese plan lo involucra personalmente, deberá ser levantado ante todos para salvación de quienes están condenados a una muerte eterna segura. Y además nos muestra que este plan de salvación, aunque es un misterio que fue revelado por completo sólo desde la venida de Cristo, no es una novedad absoluta, ya que fue revelado progresivamente a lo largo de todo el Antiguo Testamento.

Por eso dice también en el libro de Isaías: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (45:22).

     II.         Dios provee al Salvador (vv. 16-17)

Y así es como nos encontramos con uno de los pasajes más hermosos y más conocidos de toda la Biblia. Toda la Escritura es inspirada por Dios y merecedora de nuestra más alta reverencia, y en ningún caso este pasaje es más inspirado que otros, pero debemos reconocer que tienen un brillo especial y que como dice Ryle debemos acercarnos a Él con mucho asombro, porque millones de personas han sido salvas por medio de él. Por algo este pasaje era llamado por Lutero “la Biblia en miniatura”.

Y lo que dice ahora el Señor es una conclusión lógica de lo que venía revelando a Nicodemo: De tal manera, de una forma tan gloriosa, tan maravillosa, tan impresionante, tan asombrosa, tan increíblemente grandiosa, tanto amo Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito.

Y es que el ser levantado como la serpiente, está apuntando al momento en que Cristo sería levantado en la cruz, en que su vida sería entregada, su sangre sería derramada, su cuerpo sería molido por el pecado de los condenados; ese momento en que sufriría la misma ira de su Padre porque Cristo cargaría en esa cruz con todas las culpas, con todos los delitos, los crímenes, las transgresiones y pecados de aquellos que creerían en Él.

En ese momento de ser levantado en la cruz, Cristo se vestiría con tus ropas inmundas y las mías, con toda la putrefacción y la hediondez de muerte de tu pecado y del mío. Siendo Él justo, sin mancha y sin desobediencia alguna sino todo lo contrario, siendo Él perfecto y santo hasta lo sumo en todos sus caminos, asumió tu prontuario, el mío y el de todos aquellos que creerían en Él. Allí el perfectamente justo fue tratado como criminal y delincuente universal. Sobre Él pesaba la acusación de adúltero, avaro, idólatra, mentiroso, ladrón, insolente, desobediente a los padres, incrédulo, cobarde, inmundo, fornicario, homosexual, y toda la galería abominable de pecados que nosotros, su pueblo, hemos cometido y cometeremos.

Nosotros estábamos ahí, sin esperanza por nuestra desobediencia y rebelión, como los israelitas yacían en el suelo envenenados esperando la muerte por la mordedura de la serpiente. Nada en nosotros podría habernos rescatado, absolutamente nada.

Por eso todas las religiones y doctrinas falsas mienten en esto. Todas nos dicen que podemos y debemos hacer algo para ganarnos el favor de Dios, que en nosotros finalmente está el salvarnos y redimirnos de nuestros pecados. Hoy el humanismo nos dice que en nosotros está el valor, que en nosotros están las respuestas, que de nosotros depende la felicidad y un nuevo futuro, que podemos construir un mañana mejor y que sólo debemos creer en nosotros y en lo que somos para lograrlo. Lo más triste es que muchos cristianos, aunque no lo sepan, viven según esta visión.

Pero todo esto no es más que una despreciable mentira. Estás muerto en delitos y pecados, desde que naces eres arrojado a una tragedia, ya que estás condenado a la muerte y morirás de seguro, y tu memoria, todo lo que eres y lo que hiciste, se irá al sepulcro y serás olvidado, tu cuerpo será desintegrado y tú mismo estás destinado a la ira de Dios, y no puedes hacer nada para librarte de este destino en tus propias fuerzas o por tus méritos.

¿Qué es todo ese discurso hueco de “lo mejor está por venir”? ¡Todo lo contrario! Si no estás en Cristo, sólo puedes esperar lo peor, ¡Lo peor está por venir! Muerte, ruina y destrucción eterna; y si piensas que estoy siendo demasiado duro, es que no has entendido entonces tu condición delante de Dios.

PERO… De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

Por eso el discurso de las religiones falsas y del humanismo es una mentira despreciable e inmunda, es una bofetada al único que realmente puede salvarnos, que es Jesucristo. Mientras no veamos la oscuridad profunda de nuestra inmundicia, nuestra completa desesperanza, lo seguro de nuestra condenación, la putrefacción de nuestra muerte, las cadenas gruesas y pesadas del pecado que nos condena; en fin, mientras no nos veamos al espejo tal cual somos y consideremos lo terrible de nuestra trágica condición, no podremos comprender este versículo.

De tal manera amó Dios… El haber enviado a su Hijo unigénito es el acto de amor supremo del Padre, es la revelación máxima que podemos tener de su amor. Y es que sabemos por otro pasaje muy conocido que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), pero no es ese amor sentimentaloide como se entiende hoy, no es el amor de las mariposas en el estómago, no es un amor que simplemente consiste en “buena onda” o “buenas vibras” en todo momento, no es nada de esto. El Señor es amor verdadero, Él define el amor porque su mismo Ser es amor. Podríamos definirlo entonces como la entrega de uno mismo para hacer bien, sin importar lo que se reciba a cambio.

La Biblia está repleta del testimonio del amor de Dios. “El Señor es bueno para con todos, Y su compasión, sobre todas Sus obras” (Sal. 145:9). El Padre dio a su Hijo unigénito, y el Hijo vino a dar su vida por quienes no podían darle nada, a quienes nada podían devolver, y que nada podían pagar para merecer este rescate. Todo lo contrario, El Padre dio a su Hijo y el Hijo dio su vida por quienes eran sus enemigos, por quienes lo habían desobedecido y se mantenían rebeldes a su voluntad, por quienes nada querían con Él y sólo querían ser ellos mismos los dioses y los señores de todo.

Por eso dice la Escritura: “A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. 7 Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. 8 Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8).

Que esto quede claro: el Señor no murió por nosotros porque éramos muy buenos. No murió porque valíamos la pena, porque éramos dignos, ni porque vio lo bueno en nosotros. NO, NO Y NO. El Padre envió a su Hijo y el Hijo dio su vida por delincuentes, criminales sin esperanza, rebeldes que merecían condenación eterna, dio su vida por los impíos, entre los cuales estamos tú y yo. ESO ES AMOR, Y AMOR SUPREMO.

Podemos ver a Abraham (Gn. 22), cuando debía sacrificar a su hijo Isaac pero en su interior había una tormenta de dolor, aunque sabía que debía obedecer y estaba dispuesto a hacerlo. Pero el Señor interrumpió a Abraham cuando iba a degollar a su hijo con el cuchillo, y le mostró que Él había provisto un carnero para que fuera sacrificado en lugar de su hijo. Y ahora vemos a Dios entregando a su propio Hijo unigénito, Jesucristo, para que fuera puesto en ese altar y fuera sacrificado por Abraham y toda su descendencia, que son los creyentes en el Señor.

El Señor completó, entonces,  ese sacrificio que Abraham debía hacer, y puso a su Hijo como el carnero que debía ser sacrificado, ese cordero que quita el pecado del mundo.

Y es que Cristo vino no para condenar al mundo, sino para que el mundo fuera salvo por Él. Por eso Cristo también dijo: “el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). Ese fue el propósito de su primera venida, proclamar la buena noticia de salvación, dar vista a los ciegos, hacer que los sordos oyeran, liberar a los cautivos, dar vida a los muertos. Él vino para traer consigo el reino de Dios, para anunciar que todas las cosas serán restauradas en Él, que Él reinará hasta que todos sus enemigos sean puestos debajo de sus pies, y su salvación se extenderá a todos los términos de la tierra, llegará a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación.

De tal manera amó Dios a la humanidad, a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación que estaba en la oscuridad y la muerte, que estaban perdidas en sus delitos y pecados, que eran enemigas de Dios en sus mentes y lo aborrecían en sus perversos corazones, de tal manera los amó Dios, que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que crea en Él no sea condenado, sino que pueda tener vida verdadera, vida eterna, la vida que viene de lo alto y que ninguno puede alcanzar fuera de Cristo.

   III.         Salvos o condenados (vv. 18-21)

Este pasaje nos habla de cómo nos apropiamos de los beneficios que fluyen de la cruz de Cristo: si creemos, tenemos vida eterna, no estamos perdidos sino que hemos sido encontrados por el Señor, no seremos condenados sino que hemos pasado de muerte a vida.

Si tú has creído en Cristo, aunque tu fe sea débil, aunque a veces te sientas cojeando o arrastrándote en el camino, aunque te cueste enormemente dar paso tras paso; si estás mirando a Cristo, a ese Hijo unigénito que fue levantado, si lo estás mirando con esa esperanza sobrenatural para salvación; entonces no estás bajo condenación.

Pero si tu corazón se mantiene frío ante Cristo, incluso aunque con tu boca digas creer en Él, si tu corazón no se ha rendido a sus pies, si no lo has visto como tu única esperanza y salvación, si no estás contemplando con todo tu ser a este Cristo levantado para dar vida, entonces estás bajo condenación porque no has creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.

Y aquí debemos ser claros, que nadie nos engañe: si alguien dice o parece practicar la verdad, parece ser bueno, parece ser honesto, buena persona, bueno de adentro, de buen corazón; pero su vida no está rendida a Cristo, si no cree en Él como Señor y Salvador, si no está mirando a este Cristo que fue levantado para salvación del mundo; esa persona está condenada, su corazón sigue en muerte y oscuridad.

¿Y por qué viene esta condenación? Porque “la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. ¿Puede haber insolencia mayor que esta? Al “de tal manera amó Dios al mundo”, la humanidad en general responde con un “amaron más las tinieblas que la luz”. ¡Qué tragedia para la humanidad!

Los hombres amaron más las tinieblas… Esto quita a Dios la responsabilidad por la condenación, son los hombres los que aman más las tinieblas que la luz. El Señor envió a la luz al mundo, y si los hombres no quieren venir a la luz, son enteramente culpables por su cuenta (Ryle). Por eso Jesús dijo a los fariseos “y no queréis venir a mí para que tengáis vida”.

¿Por qué incluso en medio de la Iglesia hay tanta apatía, tanta comodidad, tanta indiferencia, tanto egoísmo, tanta frialdad hacia Cristo? ¿Por qué parece que aun en medio de la Iglesia hubiese corazones de piedra hacia Cristo, que no se conmueven con el Evangelio, que no se interesan en seguirlo, en ser sus discípulos, en seguir sus pisadas y amar con su amor? Porque los hombres amaron más las tinieblas que la luz, y es una vergüenza que aún haya tanta oscuridad en la que está llamada a ser la luz del mundo.

Por eso dice la Escritura: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 P. 17-18). “El justo con dificultad se salva”. En un mundo de tinieblas, donde los hombres aman más la oscuridad que la luz, el justo aun cuando ha sido alumbrado por la luz de Cristo, deberá entrar por una puerta angosta y transitar un camino estrecho que lleva a la salvación, y luchar a cada momento con su propia tendencia a amar las tinieblas.

El ateísmo, el agnosticismo, o incluso la apatía, la comodidad, la frialdad espiritual en medio de la Iglesia; no son problemas meramente intelectuales, emocionales o de motivación. Son problemas espirituales, y tienen que ver con no estar mirando a Cristo, la luz que vino para dar vida al mundo. Quienes huyen de Cristo, quienes lo rechazan, o aquellos que parecen creer pero nunca se entregan completamente a Él, lo hacen porque sus obras son malas, y no quieren que esa oscuridad sea expuesta a la luz admirable de Cristo.

Si su oscuridad es expuesta, se verían en la obligación de admitir su fracaso moral y espiritual, se verían en la obligación de clamar por salvación, de reconocer que Cristo es el Señor y no ellos mismos, se verían en el deber de apartarse del pecado que tanto aman; y es por todas esas cosas que prefieren rechazar a Cristo, amando más las tinieblas que la luz.

Pero quien en realidad practica la verdad, quien tiene un corazón bien dispuesto para el Señor y su Palabra, esa persona vendrá a la luz para que sus obras sean expuestas, y serán halladas genuinas porque fueron hechas en el Señor. Y así termina la conversación de Jesús con Nicodemo, con este desafío y esta invitación sutil que le hace Jesús: si de verdad él ama a Dios, entonces vendrá a Jesucristo, y no lo hará de noche o escondido, sino que lo confesará públicamente, lo buscará para salvación. Si él practica la verdad, entonces lo reconocerá como el Hijo de Dios enviado para salvación del mundo.

Conclusión

Hemos visto que el Señor, luego de hablar del nuevo nacimiento, reveló a Nicodemo el plan de salvación de Dios. Cristo, en una muestra de amor supremo de parte de Dios, vino al mundo para ser levantado en la cruz por los pecados de la humanidad. Vino a morir no por los justos y buenos, ni siquiera por gente moralmente neutra, sino por sus enemigos, por delincuentes y pecadores que se rebelaron contra Él, y que nada podían hacer para salvarse a sí mismos, y nada podían hacer para ganarse su amor.

De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. La luz vino al mundo, y la pregunta clave hoy y en esta hora es: ¿Has creído en Cristo? Si esto se lo pregunto a cualquier persona en la calle, sobre todo si no tiene testimonio alguno de ser cristiano, la respuesta es clara y esa persona debe conocer a Cristo. Pero una situación terriblemente peligrosa es creer que uno es cristiano y en realidad no serlo, estar en medio de la Iglesia pero no ser realmente un hijo de Dios, confesar a Cristo con la boca pero tener un corazón incrédulo. Pregunto de nuevo, ¿Has creído en Cristo?

¿Rendiste tu vida a Él, o amas más la oscuridad y tus pecados? ¿Eres de aquellos que están en la Iglesia, pero siguen amando más su vida, su comodidad, sus proyectos personales, sus placeres ilícitos, su propia forma de ver la vida?

¿Eres de aquellos que considera lo que dice la Biblia, pero sigue teniendo su propia opinión, que cree que puede tener reservas ante la Palabra de Dios, y que finalmente igual hace lo que quiere?

¿Eres de aquellos que están en la Iglesia, pero sigues creyendo que puedes salvarte a ti mismo, que eres valioso y vales la pena, que el Señor te debe algo porque eres bueno o al menos eres mejor que los demás, o porque no le haces daño a nadie?

¿Eres de aquellos que resisten comprometerse con el cuerpo de Cristo, que viven sin devoción y sin compromiso, que prefieren las reuniones con incrédulos o cristianos falsos antes que la comunión de los hijos de Dios?

La luz ha venido al mundo, y somos llamados a creer en ella, a recibir a Cristo y entregarle todo nuestro ser. Dice la Escritura: “Porque ustedes antes eran oscuridad, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de luz (el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad) 10 y comprueben lo que agrada al Señor. 11 No tengan nada que ver con las obras infructuosas de la oscuridad, sino más bien denúncienlas, 12 porque da vergüenza aun mencionar lo que los desobedientes hacen en secreto. 13 Pero todo lo que la luz pone al descubierto se hace visible, 14 porque la luz es lo que hace que todo sea visible. Por eso se dice: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.» 15 Así que tengan cuidado de su manera de vivir. No vivan como necios sino como sabios” Ef. 5:8-15.

El Padre envió a su Hijo a morir por nuestros pecados, ¿Cómo habríamos de ignorar este amor supremo? El Hijo murió para que pudiéramos tener vida en Él, ¿Cómo podríamos despreciar la ofrenda más valiosa que jamás se ha hecho? El Espíritu da a conocer al Hijo y nos llama a creer en Él, ¿Cómo podríamos resistir su testimonio? ¿Cómo permanecer fríos ante esta luz que vino al mundo? ¿Cómo permanecer indiferentes ante el Hijo del hombre que fue levantado para que pudiéramos vivir? No dejes pasar un momento más, porque puede ser tarde. Cree en Cristo, no sigas resistiéndote, no sigas poniendo frenos, no pospongas tu consagración. “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado”.

Si alguno no ama al Señor, quede bajo maldición” (1 Co. 16:22), pero “La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable” Ef. 6:24.