¿Tienes vida eterna?

Domingo 21 de noviembre de 2021

Texto base: Juan 17:2-3.

En la mitología griega se cuenta la historia de Titono, un hombre que tenía una belleza deslumbrante, lo que provocó que la diosa Eos se enamorara de él. Esta diosa pidió a Zeus, que era el padre de los dioses, que le concediera vida eterna a su amado Titono, pero se olvidó de pedir al mismo tiempo la eterna juventud para él. El mito cuenta que Titono siguió viviendo, pero cada vez más viejo y decadente, hasta que fue encerrado por la diosa Eos, pero su voz seguía escuchándose sin un fin.

La vida eterna es un interés humano tan antiguo como nuestra existencia en la tierra. Muchas religiones engañosas y falsos maestros han hablado sobre la vida eterna. En una versión más mundana de este anhelo de vivir para siempre, otros han hecho libros y películas sobre el secreto de la eterna juventud. Pero Cristo, la Palabra de Dios hecha hombre, es quien nos dice verdaderamente en qué consiste. Por lo mismo, debemos poner toda atención a Sus palabras, pues este pasaje nos dice una verdad clave sobre nuestro destino eterno.

En la predicación de hoy, nos entregaremos a responder las siguientes interrogantes: ¿En qué consiste la vida eterna? ¿Cómo podemos obtenerla? ¿Qué engaños de nuestro tiempo nos intentan desviar a la hora de responder estas preguntas? ¿Podemos saber si tenemos vida eterna? Al lidiar con estas preguntas, nos enfocaremos en la autoridad que Cristo recibió sobre todo ser humano para dar vida a aquellos que el Padre le entregó.

 

I. La autoridad para dar vida eterna (v. 2)

El Señor Jesús está rogando al Padre que lo glorifique, y en ese contexto es que declara que el Padre le ha dado potestad sobre toda la humanidad. La Escritura declara esto en otros lugares:

El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” Jn. 3:35

… Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” Mt. 28:18.

a) Naturaleza de la autoridad: El Señor Jesús, por el hecho de ser Dios y Creador de todo, ya tenía autoridad plena. Pero aquí se está hablando de la autoridad especial que tiene Cristo en su rol de Mediador entre los hombres y el Padre Celestial, como Mesías y Sumo Sacerdote de Su pueblo. A Él se le dio un reino para que lo establezca sobre la creación que está bajo el pecado. A esto se refiere la Escritura cuando dice:

Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano estableció en Cristo, para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el tiempo, esto es, reunir en él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra” (Ef. 1:9-10 NVI).

esta concesión de autoridad universal al Hijo, es nada menos que la soberanía universal de Dios, el reino universal de Dios, del cual Cristo es exclusivo Mediador, una vez que la cruz tuvo lugar, y luego de la resurrección y la exaltación. Toda cosa y todo ser en el universo está sujeto a este reino, sea que lo reconozca o no” (Donald Carson).

b) Alcance de la autoridad: Cristo ha recibido de parte del Padre “potestad sobre toda carne”, que es una expresión hebrea que significa “todo ser humano”. Es decir, no sólo sobre sus discípulos, pero también sobre los que hoy blasfeman en contra suya, quienes viven para sí mismos y desprecian el señorío de Cristo, sobre quienes se rebelan contra su voluntad y lo desprecian. Y es que debe tener autoridad sobre todo ser humano, para que pueda salvar a un pueblo de entre toda esa humanidad.

c) Propósito de esa autoridad: dar vida eterna a los que el Padre le entregó. Y esto es algo que vemos en la Escritura:

Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera… 39 Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” Jn. 6:37,39.

En el cap. 10, cuando se presenta como el Buen Pastor y habla de Sus ovejas, es decir, Su pueblo, afirma: “Mi Padre que me las dio” (v. 29). Notamos claramente que como Iglesia, somos un regalo que el Padre dio al Hijo en la eternidad. Así, todo aquel que va a Cristo, pertenecía al Padre desde la eternidad, y el Padre los entregó a Cristo con una voluntad clara: que Cristo les dé vida y los preserve hasta el día final, sin que ninguno se pierda.

Es maravilloso considerar que nuestra salvación depende de ese amor infinito y perfecto entre el Padre y el Hijo. El Padre, por amor regala a la Iglesia a su Hijo, y el Hijo, por amor obedece al Padre en todo y cumple Su voluntad de dar vida a los que recibió, guardándolos hasta el fin. El Padre nunca dejará de amar al Hijo, ni el Hijo dejará de amar al Padre, así que nuestra salvación está firme por la eternidad. Y el Espíritu Santo hace vida ese amor eterno en nuestros corazones: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

Por último, vemos que la vida eterna es algo que el Padre nos da en Cristo. Aquí no hay lugar para la jactancia: no figuran nuestros méritos ni buenas obras, que ante Dios son sólo trapos de inmundicia debido a nuestro pecado (Is. 64:6). Lo que resalta aquí es la voluntad del Padre de darnos vida eterna en Cristo simplemente porque así le agradó, porque nos amó primero, y no porque lo mereciéramos. Él es quien da la vida, porque nace de Él, es Él quien la aplica a nuestro ser, quien la sostiene y la manifestará plenamente en el día final.

 

II. Qué es la vida eterna (v. 3)

La pregunta es: ¿En qué consiste esa vida de la que Cristo habla? El mismo Cristo la responde con claridad: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Esta es una de las declaraciones más poderosas de la Escritura. Es un verdadero rayo de luz que viene desde lo Alto, y que traspasa nuestros corazones, pero no para destruirnos, sino para darnos vida.

En un principio puede parecer que nos está hablando de dos cosas que pueden ocurrir por separado: por ejemplo, primero conocer al Padre y después conocer al Hijo, pero “… el conocimiento de Dios no puede ser divorciado del conocimiento de Jesucristo. De hecho, el conocimiento de Cristo, a quien Dios ha enviado, es en definitiva conocer a Dios” (Donald Carson, negritas añadidas).

Y esto es así porque conocemos al Padre por medio de Jesucristo, y no podríamos conocerlo de otra forma: El Padre quiso darse a conocer así:

Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” Jn. 14:6-7, 9b.

Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” Mt. 11:27.

Por eso, nadie puede decir que conoce a Dios si ha rechazado a Jesucristo. Quien desprecia al Hijo, desprecia también al Padre, porque el Padre escogió darse a conocer únicamente a través del Hijo. Por eso también la Escritura dice que Cristo “… es la imagen del Dios invisible…” (Col. 1:15).

Por último, Cristo es categórico al decir que se trata del único Dios verdadero. Esa es la opinión que tiene Cristo sobre la religión: hay sólo un Dios verdadero. Aquí es donde surgen las voces necias de quienes alegan: “pero detente, hay más de 5.000 religiones, cómo es que va a existir sólo un dios verdadero”. En tiempos de Cristo, también se podría haber levantado esta perversa objeción, porque la corrompida imaginación del hombre ya había inventado millares de dioses falsos. Pero fijémonos que Cristo no se pone a justificar ni a defender su afirmación. Él simplemente lo dice, lleno de autoridad y verdad, reflejando lo que dice la Escritura: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Dt. 6:4)

En ese sentido, para el Señor no resultan “respetables” las demás religiones. Toda religión falsa surge de la rebelión del hombre y de su incredulidad y rechazo hacia el verdadero Dios, y tal cosa no es digna de respeto, sino que es una abominación delante de Dios. Por tanto, debemos tener cuidado cuando se nos impone un pluralismo malsano, y aun entre los mismos cristianos se puede escuchar la frase “yo respeto tu opinión y tu creencia, y te pido que respetes la mía”, como si todas las opiniones fuesen igualmente válidas, y como si la verdad fuese una mercancía que podemos negociar. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente debemos respetar a las personas, ya que están hechas a imagen de Dios, y debemos cuidar la forma en que entregamos el Evangelio; pero las creencias y opiniones en sí, sólo son respetables si son fieles a la Palabra de Dios.

Ese único Dios verdadero ha enviado a Jesucristo, su Hijo. Esto no significa sólo que le pidió que viniera al mundo, sino que implica algo mucho más profundo: en el original, se usa la palabra de la que viene “apóstol”. En ese sentido, Cristo es el Apóstol del Padre, que quiere decir un enviado que representa plenamente a quien lo envió, de tal manera que lo que el enviado dice y hace, se cuenta como si lo hubiera hecho en persona que lo envió. Es el representante más fiel, la imagen misma de quien lo envía. Por eso nuestro Señor dijo:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? 10 ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras” Jn. 14:9-10.

Por eso, el Apóstol Juan resume esta verdad cuando dice: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. 12 El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:10-12).

 

III. El conocimiento que da vida eterna

En consecuencia, es fundamental considerar qué significa conocer al Padre y al Hijo, sabiendo que eso es la vida eterna. “Conocer” aquí, no se refiere simplemente a saber que existe el Padre y que envió a su Hijo para salvarnos. Saber eso claramente es necesario para ser salvos, pero no basta sólo estar ‘al tanto’ de esa información.

No se trata sólo de ‘saber sobre’ Dios, sino de ‘conocer a’ Dios, que es una realidad espiritual, una comunión viva, una relación genuina con el Padre y el Hijo a través del Espíritu. Y noten que menciono al Espíritu, porque es imposible conocer al Padre y al Hijo sin la obra del Espíritu, quien aplica a nuestra vida la salvación que Cristo logró. Por ello, Cristo dijo:

el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho… él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” Jn. 14:26; 16:13-14.

El Espíritu es quien nos permite conocer al Padre y al Hijo, ya que viene a morar en nosotros haciéndonos su templo, y manifiesta la presencia del Dios Trino en nuestro ser. Es quien abre nuestros ojos a la verdad, no sólo para tener acceso a información, sino para apropiarnos de ella espiritualmente, y así se hace vida en nosotros: “Conocer a Dios es ser transformado, y por tanto ser introducido a una vida que no podría ser experimentada de otra manera…” (Donald Carson).

Conocer a Dios “… es reconocerlo como lo que es, el Señor soberano que demanda la obediencia del hombre, y especialmente la de su pueblo… El criterio para este conocimiento es la obediencia, y lo opuesto no es simplemente la ignorancia sino la rebelión… no [es] una mera captación intelectual sino obediencia a su propósito revelado, aceptación de su amor revelado, y comunión con él” (Nuevo Diccionario Bíblico Certeza).

En la práctica, conocer a Dios es sinónimo de temer, servir y amar a Dios, y cada una de estas ideas enfatiza distintos aspectos de la misma realidad: temer a Dios enfatiza nuestra sumisión ante su majestad y poder infinitos; servirle señala la obra que Él nos ha entregado por hacer; amarle realza la entrega total, gozosa y agradecida de nuestro ser a Él; y conocer a Dios enfatiza la relación personal con Él y la experiencia real de la comunión con su Espíritu.

El libro de Job retrata muy bien lo que vive una persona que conoce a Dios: “De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, Y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job. 42:5-6). Conocer a Dios implica ver que la vida que vivíamos sin Dios ha sido en realidad muerte, una existencia vana y en tinieblas, algo de lo que debemos arrepentirnos, pero ahora nuestros ojos ven a Dios por la fe, su Palabra se vuelve viva y verdadera para nosotros y alumbra todo para que ahora podemos ver las cosas claramente. Así, somos hechos conscientes de que necesitamos al Señor sobre todas las cosas, y que Él es digno de que le entreguemos toda nuestra vida.

Conocer al Señor es recibir de corazón a Cristo como la Palabra de Dios hecha hombre que habitó entre nosotros, creer en Él como el Mesías prometido, como el Hijo de Dios enviado al mundo para nuestra salvación. Es creer que Él es el único que nos puede dar de beber agua viva, que puede saciar nuestra sed para siempre; recibirlo como el pan de vida que viene del Cielo, como la luz del mundo que alumbra en las tinieblas de nuestro pecado. Es rendirnos a Él como el único que puede hacernos verdaderamente libres, declarando que es el único camino, la verdad y la vida, y que sólo por Él podemos llegar al Padre. En resumen, es recibir por la obra del Espíritu, el testimonio que el Padre ha dado en su Hijo Jesucristo.

¿Qué prioridad tiene conocer al Señor? La Escritura también nos habla de esto: “… cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; 10 a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:7-10).

Así, conocer a Cristo ha de ser la meta suprema de tu vida. Fíjate que el Apóstol Pablo no dejó atrás aquello que le parecía malo en su vida, sino aquello que para él era ganancia, esas cosas que le permitían jactarse delante de la gente que lo rodeaba, que lo hacía sentirse orgulloso de sí mismo, eso fue lo que él estimó como pérdida por la excelencia de conocer a Cristo Jesús, y al desecharlas no se despidió de ellas llorando, con tristeza por dejarlas atrás, no las dejó a regañadientes, sino que dice que las tiene “por basura”, “a fin de conocerle”.

El Apóstol Pablo no lo pensaba dos veces. Para él no había cosa más importante ni fin más noble para el cual vivir, que conocer a Cristo. Él sabía que no es simplemente una buena forma de vivir, sino que ‘es’ la vida eterna. Decidió quitar de enfrente todo lo que se interpusiera en su camino de conocer a Cristo, especialmente lo que él consideraba excelente y bueno en su vida, pero que en realidad era basura, porque le impedía llegar a Jesús: “… una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14).

¿Refleja esto lo que ocurre en tu vida? ¿O ves a Cristo como un simple agregado a todo lo que amas de este mundo, como una simple guinda de la torta para tu vida que ya consideras buena y agradable aun sin Él? No puedes recibir a Cristo sólo hasta cierto punto, mientras quieres conservar tu vida y sigues abrazando a este mundo y su vanidad.

Fíjate lo que dice la Escritura, hay una evidencia que nos indica si le conocemos o no: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Este no es un estándar para los más consagrados solamente, sólo para esos que se han entregado especialmente al Señor. Lo que está diciendo es que todo cristiano se debe caracterizar por esto: andar como Cristo anduvo. No te engañes, desecha las excusas y las justificaciones que pueden venir a tu mente en este momento. Este es el verdadero cristianismo, esta es la vida eterna, la Escritura lo declara y ella no puede ser quebrantada.

¿Por qué hay tantas personas en las iglesias que no reaccionan ante la Palabra, que la escuchan domingo a domingo, pero no hay un cambio en sus vidas, ni tienen disposición de someterse a la Escritura? ¿Por qué muchos se caracterizan por la indiferencia la apatía hacia el reino de Dios, y no tienen una comunión con Él en su intimidad? ¿Por qué hay tantos creyentes que piensan como los no creyentes, se trazan las mismas metas y anhelan las mismas cosas que ellos? ¿Por qué muchos se muestran de una forma en la iglesia, pero la semana viven en la oscuridad de su pecado? La razón más probable es porque no conocen a Dios.

Tristemente, en las iglesias hay muchos que son simplemente simpatizantes, pero no son discípulos. Abundan en las congregaciones quienes sólo conocen a Dios de oídas, pero cuyos ojos no han visto realmente al Señor de todo, ni se han arrepentido en polvo y ceniza. Están buscando la vida en otras cosas, ya sea en sus trabajos, sus familias o buscando los placeres de este mundo, pero no están entregando sus vidas a conocer al Señor.

Muchas de estas cosas no son malas en sí mismas, todo lo contrario, muchas son bendiciones que Dios nos permite disfrutar. Pero si vivimos para ellas, sólo cosecharemos muerte y destrucción, porque estamos confesando que esa es la vida, que ahí está el fin de todo; y si pensamos bien, lo que está detrás de vivir para todas estas cosas es el ídolo gigante de nuestro propio yo.

Pero no hay mayor bien que conocer al Señor: “Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová” Jer. 9.24. ¿Qué podría ser un mayor privilegio que conocer al Señor de todas las cosas, al Creador del Cielo y de la tierra que nos hizo y nos salvó?

Para esto fuimos hechos: para conocer a Dios y para encontrar nuestra felicidad en Él. Fuiste creado para tener esta comunión espiritual con tu Creador, para desear Su amor y ser bendecido ante su presencia, para encontrar tu mayor disfrute en Él, en ser lleno de Su Espíritu y hacer Su voluntad.

La Escritura dice sobre Cristo: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn. 1:4). Sólo conociendo a Dios por medio de Cristo es que recibimos la vida de Dios, esa vida espiritual para la que fuimos creados y que alumbra todo nuestro ser, que nos transforma y purifica según la imagen de Dios.

Es conociendo a Dios por medio de Cristo que se pueden hacer realidad en nosotros las Palabras de nuestro Salvador: “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10.10). Es decir, al conocerle por medio de Cristo el Señor no nos da vida en una medida escasa, ni siquiera en la medida justa, sino que nos da en abundancia, como un vaso que está rebosando de agua. En Él hemos recibido todo lo necesario para una vida verdaderamente plena, para cumplir el propósito con que fuimos creados. Y esa provisión espiritual no es mezquina, sino generosa y desbordante.

¿Qué dicen, entonces, tus hechos en tu día a día? ¿Conoces realmente al Señor? Esta es la pregunta más importante que puedes hacerte, de eso depende tu eternidad. ¿Qué será esta vida comparada con la eternidad? Un vapor que quedará rápidamente en el olvido. No salgas de aquí sin haber respondido esta pregunta: ¿Conoces al Señor? No dejes este asunto para después, no lo dejes para mañana. En unas horas tu consciencia ya puede estar endurecida. No hay nada más urgente ni más importante que esto. Cada día que tengas este asunto pendiente, en verdad estás tomando la licencia de rechazar a Cristo.

Sí, porque “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.