Un Dios, una ley, un pueblo

Domingo 26 de julio de 2020

Texto base: Éxodo 19.1-8.

Arthur Pink, un autor bautista que vivió en Inglaterra entre 1886 y 1952, dijo lo siguiente acerca del cristianismo de su tiempo: “Hubo un tiempo en el que no era fácil encontrar un cristiano que fuera ignorante [de la ley de Dios]; un tiempo en el que lo primero que los niños de padres cristianos tenían que aprenderse de memoria eran los diez mandamientos. Pero desgraciadamente, en la actualidad es todo lo contrario. Se está haciendo cada vez más difícil encontrar a los que puedan dar una respuesta clara y bíblica a [la pregunta de cuál es la relación del cristiano con la ley dada a Moisés]. Y en lo que concierne a encontrar niños que puedan citar los diez mandamientos, son muy raros en realidad”.

Lo que para Pink era una preocupación en la primera mitad del s. XXI, hoy, en el s. XXI, para nosotros es una triste realidad que da para llorar a gritos. No sólo hay escasez casi absoluta de niños instruidos en los diez mandamientos en la propia iglesia, sino que es para temer que incluso muchos pastores tengan dificultad para nombrarlos y explicarlos.

Al mismo tiempo, existen diversas visiones en la cristiandad sobre nuestra relación con la ley: algunos la ven como una serie de reglas que deben ser guardadas para ser salvos y para ganar el favor de Dios, lo que es una clase de legalismo. Otros, afirmando que Jesús nos libró de la condenación, aseguran que no estamos bajo el deber de obedecer esta ley. Estos últimos han sido llamados antinomianos (contra la ley, gr. nomos). Otro tipo de antinomianos, son los que afirman que la ley era para que la obedeciera Israel en la era del Antiguo Pacto, ya que hacen una separación tajante entre Israel y la Iglesia, y entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En realidad, el legalismo y el antinomianismo son dos impulsos de nuestro corazón perverso, y ambos pueden encontrarse en la misma persona incluso.

El problema es que este contexto donde reina la ignorancia y la confusión tiene consecuencias terribles, tanto que un concepto equivocado puede costar la condenación eterna. El Apóstol Pablo dedica extensas secciones de sus cartas a tratar sobre este asunto, destacando su importancia fundamental. A los legalistas, el Apóstol los confronta diciendo: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gá. 3:10); y a los antinomianos, los corrige afirmando: “¿… por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Ro. 3:31), y en otro lugar de la Escritura se muestra la gravedad de su error, asegurando que sin santidad nadie verá al Señor (He. 12:14).

Por tanto, es esencial que tengamos claridad sobre este asunto, y eso sólo puede brindarlo un estudio diligente de la Escritura bajo la iluminación del Espíritu Santo. No pretendemos abordar todos los aspectos posibles del tema en esta sola predicación, pero luego de terminada la serie, esperamos en el Señor haber brindado los elementos esenciales desde la Escritura para una correcta comprensión de este asunto fundamental.

I. Dios, fuente de la ley

El texto nos ubica en el mes tercero luego de la salida de Israel desde Egipto, lo que ocurrió aprox. en el año 1446 a.C., momento en el que llegaron al desierto de Sinaí y acamparon frente al monte del mismo nombre, llamado también Horeb. En este contexto, el Señor llamó a Moisés y le ordenó que transmitiera un mensaje a los hijos de Israel.

Es llamativo que antes de entregarles la ley contenida en los diez mandamientos, el Señor dio un preámbulo a este pueblo, recordándoles que fue Él quien lo sacó de la esclavitud en Egipto. Pero este pueblo no surgió de la nada. Su origen se comienza a gestar en el cap. 3 de Génesis, cuando recién ocurrida la caída, el Señor prometió lo siguiente a Adán y Eva: “[hablando a la serpiente] Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (v. 15). Toda la Biblia se dedica a responder quién es esta simiente prometida.

A lo largo de siglos y milenios, el Señor preservó una descendencia santa, destacando entre ellos Set, Enoc, Noé, Sem, Heber, hasta que un día el Señor llamó a Abram y le prometió: “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré” (Gn. 12:2). Luego la Escritura relata cómo el Señor cumplió la promesa hecha a Abraham, a pesar de que su esposa Sara era estéril, concediéndole una descendencia a través de Isaac, quien a su vez engendró a Jacob, y este último tuvo doce hijos de los cuales surgieron las doce tribus de Israel. La Providencia de Dios llevó a José, hijo de Jacob, a Egipto, y luego toda la familia del pacto se trasladó hacia allá y se multiplicó de manera sobrenatural, debido a que el poder y la bendición de Dios estaban con ellos.

Así fue como Dios hizo surgir este pueblo, que estuvo sometido 400 años a esclavitud en Egipto, la nación más poderosa de su tiempo. De esta forma, el hecho de traer a la existencia a este pueblo, de llamarlo y liberarlo de su esclavitud, y ahora el acto de darles su ley, todo era parte del avance del plan de salvación de Dios para la humanidad, una historia gloriosa que apunta hacia la persona y obra de Cristo y encuentra en Él su cumplimiento.

En consecuencia, antes de darles la ley, el Señor les recordó su identidad como pueblo, que estaba definida por Su misericordia hacia ellos y Su fidelidad a las promesas que hizo a sus padres Abraham, Isaac y Jacob. Ahora los había rescatado de la esclavitud, les revelaría su voluntad sobre Cómo debían vivir en el mundo, entendiendo que el acto de salvarlos implicaba también apartarlos, distinguirlos de todos los otros pueblos existentes.

En esto, el Señor deja claro que es soberano y gobierna sobre todas las cosas: cuando les revela que deben ser su pueblo apartado y especial, declara: "porque mía es toda la tierra" (v. 5). Es decir, al extenderles su misericordia, el Señor reclama propiedad sobre la creación, y las naciones que habitan la tierra, demostrando su gracia y su favor a quienes Él quiere.

Además de un Dios misericordioso, el texto presenta a un Dios santo, ya que ordena al pueblo que se santifique, lave sus vestidos y se abstenga de relaciones sexuales (vv. 10,15), en preparación para recibir su ley dos días después. Se trata, por tanto, de un Dios puro, limpio y santo, y desea que su pueblo refleje esas perfecciones.

Además, se trata de un Dios temible, ya que, al llegar el día, se manifestó en el monte Sinaí con truenos y relámpagos y descendiendo en fuego sobre el monte, de modo que de él salía humo como de un horno, y el mismo monte se estremecía en gran manera, lo que produjo que el pueblo se estremeciera también en su campamento. Es un Dios poderoso que se manifiesta de manera gloriosa y a la vez terrible, con señales que causan espanto en pecadores finitos como nosotros, ya que demuestran grandeza y poder sobrenatural, y contrastan con nuestra limitación y maldad.

Es desde esa misericordia y fidelidad, desde esa soberanía y poder sobrenatural sobre su creación, que el Señor entrega la ley a Su pueblo como un reflejo de su carácter, siendo Él fuente de toda perfección, el modelo y parámetro de lo que es bueno, justo, santo y verdadero. Como dice la Escritura: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17).

II. La ley, reflejo del carácter de Dios

Así, la fuente de la ley es Dios mismo. No se trata de una invención humana. No es la moral de un pueblo nómada en el desierto, ni la simple opinión de Moisés sobre lo que es bueno, sino del reflejo del carácter y perfección de Dios en mandamientos que obligan a toda la humanidad: "… el Señor nos dio la Ley para enseñarnos la perfecta justicia, y … en ella no se enseña más doctrina que la que está conforme con la voluntad de Dios" (Juan Calvino). Es “… la expresión necesaria e inmutable de la rectitud de Dios” (Arthur Pink). Por tanto, el fundamento de esta ley es el carácter santo, puro, recto y bueno de Dios.

Ahora, si esto es así, ¿Cómo pudo vivir la humanidad sin esta ley? Si bien es cierto ella fue revelada por escrito aquí, eso no significa que la humanidad estuvo absolutamente sin ley antes de este hecho. Desde el mismo huerto de Edén, cuando el Señor creó a Adán lo hizo a su imagen (Gn. 1:27), y esa semejanza original a Dios incluía la justicia y rectitud de Dios impresa en el corazón de Adán, como dice también la Escritura: “… Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones” (Ec. 7:29).

Por tanto, Adán tenía la ley escrita en su corazón y la capacidad dada por Dios para obedecerla, aunque en su condición, podía escoger la desobediencia, y así lo hizo. Con ello, desfiguró la imagen de Dios impresa en él. Su corazón ya no reflejaba la justicia de Dios, sino que ahora era pecador. Sin embargo, conservó un tenue reflejo de esa ley escrita en su corazón, que tiene dos finalidades: i) servir como una norma universal de lo que es justo, y ii) acusar sus conciencias de que están faltos delante de Dios. De esto da testimonio la Escritura:

Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, 15 mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Ro. 2:14-15).

El mismo Génesis da testimonio de que la humanidad, y en especial los hombres fieles a Dios, se conducían como si conociesen los 10 mandamientos, aun cuando todavía faltaban siglos o milenios para que fueran entregados en el Sinaí.

Sin embargo, debido a que como humanidad somos débiles, ignorantes y pecadores, tanto que aun intentamos apagar la pequeña luz de esta ley escrita en nuestros corazones que acusa nuestras conciencias, el Señor quiso revelar esta ley de manera escrita cuando lo consideró oportuno, escribiéndola con su mismo dedo en tablas de piedra y entregándola a Israel.

En consecuencia, esta ley entregada en Sinaí revela de manera perfecta la justicia de Dios y lo que él demanda del hombre, y no era sólo para el pueblo de Israel, sino que es perpetua y universal, obligando a toda la humanidad, en todo tiempo y lugar: "... primero tendría que cambiar el mismo carácter de Dios antes que la Ley... pudiera ser revocada" (Arthur Pink).

Cristo mismo la obedeció por completo y la invocó como autoridad y Palabra de Dios, diciendo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mt. 5:17). Es el único parámetro absoluto de lo justo y de lo bueno para la vida del hombre, de manera que si no tenemos esta ley, no hay forma de juzgar lo bueno y lo malo y todo queda entregado al más caótico relativismo. Por eso dice el Apóstol Juan: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1 Jn. 3:4), es decir, la ley es lo que nos permite definir qué es pecado y qué no lo es.

Y el Señor entregó diez mandamientos divididos en dos tablas: “Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra escritas con el dedo de Dios” (Éx. 31:18), una tabla con cuatro mandamientos sobre la adoración a Dios, y la otra con seis mandamientos que además de relacionarse con Dios, tienen que ver con nuestro trato con el prójimo.

Estos mandamientos abarcan toda nuestra vida en sus distintas áreas y dimensiones. No hay esfera de la vida en la que Dios no sea soberano para demandar que le adoremos con nuestra obediencia.

Por otra parte, el Señor en su misericordia acompañó la entrega de esta ley con señales grandiosas como el monte humeando, los truenos y relámpagos y el movimiento de la tierra, y además la rodeó de tremendas sanciones y amenazas en caso de desobediencia, para que nuestro corazón débil y perverso sea movido a la obediencia y sienta temor del pecado. Esto que muchos en nuestros días considerarían que hace a Dios “duro” o “malo”, es en realidad una manifestación de su bondad hacia nosotros.

Aquí hay una distinción que debemos conocer muy bien: Los 10 mandamientos se han llamado ley moral, pero además de ella, el Señor reveló a Moisés la ley civil y la ceremonial. La ley civil se refiere a aquellas normas que regulaban el gobierno la vida de Israel como reino terrenal en Canaán. Por otra parte, la ley ceremonial establece el sacerdocio y el sistema de sacrificios relacionados con él. Tanto la ley civil como la ceremonial quedaron abolidas en Cristo, mientras que la ley moral sigue siendo el estándar absoluto y perpetuo de Dios para el hombre.

Por último, al interpretar esta ley debemos tener en cuenta lo siguiente:

a) Ella es espiritual, lo que significa que no busca solamente una obediencia externa, si no una que nace desde el corazón, y eso lo diferencia de toda ley humana, que sólo puede controlar las conductas y no los pensamientos íntimos: “las disposiciones de un legislador mortal solamente comprenden la honestidad exterior; sus edictos son violados solamente cuando el mal se lleva a efecto. Mas Dios, cuyos ojos todo lo ven sin que nada se les pase, y que no se fija tanto en las apariencias externas cuanto en la pureza del corazón… siendo un Legislador espiritual, no habla menos al alma que al cuerpo” (Juan Calvino). Así, la ley ordena amar al Señor de todo corazón (Dt. 6:5), y Jesús demostró el verdadero estándar en el sermón del monte, argumentando que alguien podría mantenerse completamente pasivo en cuanto a sus acciones, y aun así pecar en su pensamiento, haciéndose digno del infierno de fuego.

b) Cuando Dios manda una cosa, también que prohíbe lo contrario. Al prohibir un vicio, manda la virtud opuesta, y el mandar una virtud, prohíbe el vicio qué se le opone.

c) Cuando Dios menciona pecados dentro de los 10 mandamientos, en ellos se ven representados otros pecados similares. Es decir, no se mencionan pecados puntuales y específicos sino más bien categorías completas de pecados. Así, cuando Dios dice "no matarás", está prohibiendo también el enojo contra nuestro hermano. Quién se ha enojado en su corazón, pero no ha llegado a matar efectivamente, podría considerar que no ha pecado en absoluto. Sin embargo, si considera bien el mandamiento, tendrá que concluir que lo ha violado, porque ese mandamiento envuelve toda esa categoría de males, que van desde la disposición del corazón hasta la acción consumada.

III. El pueblo y su relación con la ley

En cuanto al pueblo, notamos que el Señor lo sometió a una condición (vv. 5-6). El Señor los llamó y liberó por misericordia, pero ahora se refiere a lo que ellos deben hacer para mantenerse siendo su pueblo apartado de todo el resto de las naciones de la Tierra, y eso es guardar su pacto, obedecer sus mandamientos. Luego, cuando Moisés exhorta a la segunda generación de israelitas a obedecer, antes de entrar a la tierra prometida, les dice: "Si prestas atención a estas normas, y las cumples y las obedeces, entonces el Señor tu Dios cumplirá el pacto que bajo juramento hizo con tus antepasados, y te mostrará su amor fiel" (Dt. 7:12 NVI). Notamos, entonces, un énfasis condicional en este pacto.

Sin embargo, aquí es donde surge el problema, ya que ningún pecador puede guardar la ley perfectamente, y la vez, la obediencia que demanda la ley es perfecta: "cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos" (Stg. 2:10), y también: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas" (Gá. 3:10).

No puedes ampararte en que has obedecido sólo una parte de la ley, pues ella exige ser obedecida por completo. Y aún esa parte que supuestamente has obedecido, debes haberla guardado de manera perfecta, lo que es imposible viniendo de un corazón pecador. Por ejemplo, ¿Quién puede decir que ha amado siquiera un segundo adiós de todo su corazón, de toda su alma y con todas sus fuerzas? El mismo Señor Jesús dijo que en este mandamiento se resumía toda la ley, llamándolo " el gran mandamiento" (Mt. 22:37-38). Si no hemos guardado perfectamente este, somos culpables de haber desobedecido toda la ley.

Por eso el apóstol Pablo dedica a los tres primeros capítulos de Romanos para probar que tanto judíos como gentiles están condenados debido a su transgresión de la ley, tanto así que no hay ninguno que pueda salvarse por sus propias obras. Al concluir su razonamiento, afirma:

ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. 10 Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; 11 No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. 12 Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:9-12,20).

Así, ya sabemos que no podemos cumplir la ley como ella demanda, y más aún, es ella quien nos acusa de pecado por nuestra desobediencia, pero a eso debemos agregar lo que también dice la Escritura claramente: “Porque la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23).

Por tanto, la ley entregada en este Monte de Sinaí se alza como un testimonio que viene de parte de Dios y que nos acusa de pecado y nos notifica que estamos condenados. Nos dice que no nos relacionamos con Dios ni le adoramos como debemos, que no nos relacionamos con nuestro prójimo de acuerdo a lo que es bueno y recto, sino que odiamos, agredimos, cometemos impurezas de toda clase, tomamos lo que no es nuestro, mentimos, nos quejamos, murmuramos de los demás y de Dios, y deseamos perversamente lo que no nos pertenece.

La ley va más allá de nuestros actos: atraviesa como una espada nuestros pensamientos y traspasa nuestros corazones, hiriéndonos de muerte. No es que la ley sea mala, todo lo contrario, la Escritura dice lo siguiente sobre la ley: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; El precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos. El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; Los juicios de Jehová son verdad, todos justos. 10 Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; Y dulces más que miel, y que la que destila del panal” (Sal. 19:7-10).

Por tanto, el problema no está en la ley que es pura, perfecta y santa, sino en nosotros que somos pecadores. Somos traspasados por la ley por la misma razón que las tinieblas huyen de la luz, y por el mismo motivo que la suciedad se disuelve ante el detergente. Dios es bueno y su ley es perfecta, y eso que es tan digno de alabanza es al mismo tiempo nuestro gran problema, ya que nosotros somos pecadores y resultamos condenados ante esa bondad y santidad perfectas. Dios no es neutral ni es indiferente: su bondad perfecta exige la condena del pecado, y si fuera de otra forma, su bondad no sería ni perfecta ni absoluta.

Por eso el Sinaí está rodeado de terrores y causó un estremecimiento en el pueblo. Cuando el Señor terminó de dar los 10 mandamientos, el pueblo no los recibió con una ovación, sino que estaba espantado y aterrorizado: “Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos. 19 Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (cap. 20).

Toda la humanidad se vio representada de alguna forma en ese pueblo que esperaba la revelación de la ley, ya que ellos tuvieron en ese momento un anticipo del juicio final. Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo y seremos juzgados por la ley de Dios que fue entregada en ese momento, y será un instante que también estará lleno de solemnidad y de espanto para los pecadores, pero a un nivel incomparablemente superior, porque se trata del juicio que define nuestra eternidad. Ante la ley, si comparecemos en nuestro propio nombre, todos resultamos igualmente condenados por la justicia de Dios debido a nuestra maldad y corrupción.

Notemos que el monte Sinaí no era acogedor, no invitaba a acercarse, todo lo contrario: Dios entregó la instrucción específica de que nadie se acercara, y quien tocara el monte debía morir a pedradas o a flechazos. Si fuésemos santos y sin pecado, ningún obstáculo habría entre nosotros y la ley, ya que la cumpliríamos naturalmente. Pero debido a nuestro pecado, ella demanda que nos alejemos y seamos rechazados para condenación eterna.

Ante todo esto, la pregunta es evidente: ¿Entonces para qué entregar esta ley? ¿Qué sentido tiene dar a conocer únicamente una condena tan absoluta y eterna, y por lo mismo tan espantosa y terrible?

i. La justicia de Dios debía ser revelada en un mundo bajo el pecado. Debía ser levantada la santidad de Dios ante una humanidad Rebelde que ofendió a su Creador y Señor. En ese sentido, la ley es como un rayo de luz en las tinieblas.

ii. Debía evidenciar nuestra condición, denunciando nuestro pecado, pues para que haya salvación, primero debemos reconocer que somos pecadores.

iii. En tercer lugar, debía demostrar nuestra absoluta incapacidad de salvarnos obedeciendo la ley. Toda la historia de Israel es un triste testimonio de esto, de modo que el profeta anunció: "Mas ellos, cual Adán, traspasaron el pacto; allí prevaricaron contra mí" (Os. 6:7).

iv. Como consecuencia, debía resaltar la urgente necesidad de salvación de nuestra condena, lo que nos lleva a implorar un Salvador. Nos deja impotentes, y rompe nuestro orgullo como un mazo hace añicos el cristal, y así podemos quebrantar nuestros corazones pidiendo salvación.

IV. Cristo, el fin de la ley

Y así es como llega el glorioso momento en que la Escritura dice: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:4-5). Jesús de Nazaret nació de una virgen israelita, descendiente de quienes estuvieron al pie del Monte Sinaí y recibieron la ley. Fue circuncidado al octavo día, y la Escritura dice de esto: "testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley" (Gá. 5:3).

Es decir, Jesús nació bajo la ley para redimir a quiénes se encontraban condenados estando también bajo la ley. De esta forma, Jesús fue el perfecto israelita, quién obedeció perfectamente todos y cada uno de los mandatos de Dios, ya que dijo: "No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir" (Mt. 5:17), y se dice también de Él: "fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (He. 4:15). Con esto, Jesús reflejó de manera plena la justicia, santidad y bondad de Dios al cumplir toda la ley; y por eso la Escritura dice de él que es la imagen del Dios invisible (Col. 1:15) y el resplandor de su gloria (He. 1:3).

Pero nuestro Señor no sólo obedeció perfectamente cada uno de los mandamientos de Dios, sino que también soportó nuestra culpa y cargó con el castigo de nuestra desobediencia: "Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Is. 53:5). En la cruz del Calvario, recibió la ira de Dios que debía ser derramada sobre su pueblo. Por eso el Ángel dio la orden a José diciendo: "llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1:21).

Por eso el apóstol Pablo afirma: “De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo…” (Gá. 3:24). Es decir, ha sido nuestro tutor o guía, mostrándonos nuestra necesidad del Salvador.

Las demandas de la ley han sido satisfechas en Jesucristo y sólo en Él. El apóstol Pablo explica luego de haber acusado a todos de estar bajo pecado, en romanos capítulo 3, que la justicia de Dios se ha revelado en Cristo, para que aquellos que creen en Él sean contados como justos por su fe, y no por haber cumplido personalmente los mandamientos de la ley, ya que ninguno puede hacerlo. Sino que son justos delante de Dios aquellos que creen en Jesús como el Salvador que obedeció toda la ley en nuestro lugar y que pagó el precio de nuestra desobediencia.

De esta forma, para quienes están en Cristo, la ley de los 10 mandamientos no está vigente como una condición para ser el pueblo de Dios, ya que nunca podríamos cumplir con ella, sino que es la regla para que ese que ya es su pueblo, viva como agrada Dios. Fuera de Cristo, la ley es un gendarme cruel y brutal que nos indica la celda eterna que nos espera, pero en Cristo, la ley es una maestra amable y sonriente que nos muestra el camino de la sabiduría y la santidad. Fuera de Cristo, la ley es una sentencia que nos condena a una eternidad recibiendo la ira de Dios, pero en Cristo la ley es el dulce testimonio de Dios para los suyos, que nos dice cómo amar a Dios y a nuestro prójimo, viviendo según el carácter y la mente de Cristo.

Así es cómo se explica el contraste entre estos dos textos:

Éx. 19:5-6

1 P. 2:9-10

Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa.

Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; 10 vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia.

Fuera de Cristo, debemos ganarnos la bendición de ser pueblo de Dios por medio de nuestra obediencia, cuestión que sólo nos recordará nuestra impotencia y condenación, mientras que en Cristo ya somos pueblo de Dios por medio de la fe en él, y nuestra salvación está segura porque fue Él quien obedeció en nuestro lugar y pagó el precio de nuestra maldad. En el primer texto, vemos una condición. En el segundo, una realidad. ¿Qué hay entre uno y otro? CRISTO, quien cumplió la condición y ganó la realidad de la bendición para nosotros.

Podemos mirar este texto de Éxodo 19 y vernos reflejados allí, pero ahora en Cristo. Este pueblo había sido rescatado de Egipto por misericordia de Dios, mientras que nosotros fuimos rescatados del mundo que está bajo el pecado por esa misma misericordia. La salvación de Israel fue física y temporal, mientras que nuestra salvación en Cristo es espiritual y eterna. Así, la ley no es para que ganes la salvación al obedecerla, sino para que agradezcas a Dios por la salvación que ya recibiste al creer en Cristo, obedeciendo alegremente y con toda diligencia los mandamientos que Él te ha entregado, porque en ellos se refleja su carácter perfecto.

Si intentas apoyarte en la ley como un bastón para caminar a la salvación, ella será para ti una vara quebrada que atravesará tu mano. Si quieres usarla como un peldaño para subir al cielo, será para ti una trampa que atrapa tu pie y quiebra tu pierna con sus mandamientos, que son como dientes de acero. La ley es una señal que nos dice “ud. está aquí”, y ese lugar es la condenación, pero al mismo tiempo nos dice “la salvación está allá”, y apunta a Jesucristo. El que quiera encontrar la salvación trepando por el monte Sinaí, ni siquiera alcanzará a tocar el monte, cuando ya será muerto a pedradas y flechazos.

Cristo no te salvará si estás intentando salvarte a ti mismo por tus buenas obras. Sólo puedes ser sanado por el Médico de médicos, si reconoces el diagnóstico que la ley hace de tu alma: muerto en delitos y pecados, condenado. El único corazón que sirve para ser salvado por Jesús es el que ha sido roto y molido por la ley, el que reconoce humillado su condenación y su necesidad de ser salvo sólo en Jesús. Por eso dice: “al altivo mira de lejos” (Sal. 138:6), pero afirma: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).

Contempla al Dios santo y puro que ha querido salvarte siendo tú pecador. Maravíllate porque no te dejo en las tinieblas de tu rebelión y tú pecado, que era lo que merecías, sino que quiso enviar a Cristo para que entregara su vida para darte vida en abundancia. No intentes salvarte a ti mismo. Esa actitud es un insulto terrible contra Cristo. La única actitud que lo honra y lo alaba como es debido, es que te rindas en arrepentimiento y pongas toda tu fe en Él para salvación.

Pero si ya has sido salvado en Cristo por creer en Él, no te atrevas a pisotear su misericordia, viviendo en el pecado y disfrutando lo que Él aborrece, pues fueron esos pecados los que hicieron necesario que Él fuera a la cruz en tu lugar. No te atrevas a amar ni a disfrutar aquello que causó el tormento de tu Salvador. La ley te envía a Cristo para salvación, pero Cristo te envía de vuelta a la ley para que por ella seas santo. Entrégate a vivir en obediencia imitando a tu perfecto Salvador, sabiendo que la Escritura ha prometido que su Santo Espíritu habita en nosotros y ha escrito esta ley en nuestros corazones. Él es digno de que ahora vivamos como sacrificios vivos, ofrecidos para su gloria.

Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, 19 al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, 20 porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; 21 y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando; 22 sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, 23 a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, 24 a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel. 25 Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos” (He. 12:18-25).