Un testimonio de la gloria de Cristo

Domingo 2 de febrero de 2020

Texto base: Juan 20:30-31; 21:24-25.

Luego de haber recorrido este Evangelio capítulo a capítulo y de habernos detenido en los distintos relatos y enseñanzas, si alguien le preguntara de qué trata el Evangelio de Juan, ¿Qué le respondería? Hoy nos vamos a dedicar a analizar el propósito con que se escribió este libro, según su mismo autor: el discípulo amado.

En ese sentido, hay tres palabras que dan la estructura del pasaje 20:30-31: ‘señales’, ‘creáis’ y ‘vida’, y ellas proporcionan lógica organización al evangelio. En las señales está la revelación de Dios; en el creer se indica la reacción que aquéllas deben producir, en la vida se encuentra el resultado que trae el creer” (Merrill C. Tenney). Este será también el orden que seguiremos hoy.

     I.        El testimonio fiel de las señales de Jesús

Este Evangelio, el último en ser escrito, a diferencia de los otros tres no contiene parábolas, y sólo relata siete milagros, de los cuales cinco están registrados únicamente aquí. Es un libro que se enfoca marcadamente en la doctrina sobre la persona y la divinidad de Jesús, escrito pensando también en la defensa de la fe ante falsas doctrinas que rondaban en la iglesia primitiva.

Vemos que las señales dan la clave para descubrir cómo se organiza este Evangelio: alrededor de un número escogido de milagros. El pasaje señala que en su ministerio terrenal, Cristo hizo muchas señales, pero ¿Qué es una señal? El término “[i]ndica un milagro que es considerado como prueba de la autoridad y majestad divinas… La señal, una obra de poder en la esfera física, ilustra con frecuencia un principio que opera en la esfera espiritual; lo que sucede en la esfera de la creación señala hacia la esfera de la redención… la señal desvía la atención más allá de sí misma hacia Aquel que la realizó… la señal nunca va sola. No es sólo una obra poderosa. Siempre hay algo más: el milagro introduce cierta enseñanza con relación a Cristo” (William Hendriksen).

Las señales son ayudas y apoyos para la fe, sirven para preparar el corazón y la mente de los hombres para que sientan reverencia hacia Dios y a su Palabra (Calvino), pero la fe verdadera descansa finalmente solo en esa Palabra, y las señales siempre son dadas como confirmación de ella, apuntan hacia ella.

Ahora, lo dicho en 20:30 abre nuestra curiosidad sobre qué clase de hechos quedaron escondidos bajo el manto de la historia. ¿Qué otros milagros habrá hecho el Señor? ¿Qué otras enseñanzas sublimes habrá entregado? ¿Qué otras muestras maravillosas de amor y de compasión ignoramos? ¿Qué otras confrontaciones a los líderes religiosos y autoridades corruptas?

En este sentido, se puede decir lo mismo sobre el Evangelio de Juan que sobre el resto de la Biblia: por una parte, Dios se revela en ella sin error, falsedad ni contradicción, pero también vemos que no nos revela todo sobre todos los temas posibles, sino sólo aquello fundamental sobre su Ser, su obra de salvación y su historia de redención.

Así, a pesar de que a lo largo de varios miles de años se han escrito muchas cosas sobre Dios y sobre su obra en el mundo, la Biblia es una selección de 66 libros, que son los únicos libros que Dios inspiró y que por tanto tienen su autoridad y son infalibles.

Además, dentro de todos los autores que escribieron sobre la persona, la vida y la obra de Jesús, el Señor inspiró sólo a Mateo, Marcos, Lucas y Juan para que dieran testimonio de estas cosas. Y del conjunto de todas las enseñanzas y obras que realizó Jesús en la tierra, el Señor quiso que su Iglesia en todas las edades conociera aquello que estos cuatro hombres registraron bajo la inspiración del Espíritu para la posteridad. Como el mismo Apóstol Juan reconoce aquí, ocurrieron muchas más cosas que las que hoy podemos leer. Son tantas obras de Jesús, que los libros que se tendrían que escribir no cabrían en el mundo.

No debemos pensar que esto es una exageración absurda: Si todas las obras de Jesús como el Eterno Hijo Unigénito de Dios fueran escritas, ninguna cantidad de libros finitos podrían decir lo suficiente sobre la Persona infinita que es Jesús. Así termina el testimonio que da el Apóstol Juan en su Evangelio, y lo hace centrándose en la grandeza y la gloria de Jesús como el Hijo Unigénito de Dios que estaba en el seno del Padre, y que se hizo hombre y habitó entre nosotros.

Podríamos lamentarnos de no conocer más hechos de nuestro amado Señor, pero la verdad es que debemos considerarnos muy privilegiados de poder conocer aquellos que han quedado registrados para nosotros, ya que no merecíamos conocer nada. Debido a nuestro pecado, lo que merecíamos era permanecer separados de Dios y bajo maldición, que no es otra cosa que la muerte eterna. Si el Señor se ha querido dar a conocer a nosotros, es solamente por su misericordia, porque no quiso dejarnos en la oscuridad de nuestra ignorancia.

Lo cierto es que en este libro “Hay suficiente como para hacer que cada incrédulo quede sin excusa, suficiente para mostrar el camino al Cielo a cada uno de quienes lo buscan, suficiente para satisfacer el corazón de cada creyente honesto, suficiente para condenar al hombre si no se arrepiente y cree, suficiente para glorificar a Dios” (J.C. Ryle). “… [E]l resumen que el Evangelista se propuso escribir, es suficiente tanto para regular la fe como para obtener salvación” (Juan Calvino).

Es triste saber que, incluso cuando tenemos sólo un resumen de las obras, enseñanzas y señales de Cristo, lo que reina es la pereza y la indiferencia hacia eso que ha llegado hasta nosotros. Se dice que la Biblia es el libro más comprado de la historia, pero uno de los menos leídos. Incluso entre los cristianos, parece que muchos se acercaran a la Biblia tal como las gacelas se acercan a beber al agua por temor a los cocodrilos: beben de a pequeños sorbos y se van lo más rápido que pueden. Que el Señor nos permita amar y atesorar su Palabra por sobre todas las cosas.

Y ¿Quién es el que da testimonio de estas cosas? El Apóstol Juan, y ese testimonio [μαρτυρῶν] es precisamente el cumplimiento de su función esencial como apóstol, que es hablar sobre lo que vio y oyó de boca de Jesús: “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Jn. 15:26-27). Es por eso también que las señales de Jesús fueron hechas en presencia de ellos.

Para esto fue que Jesús los llamó, es decir, para ser los testigos autorizados para hablar en Su nombre y anunciar Sus obras. Muchos escucharon sus enseñanzas y vieron sus señales, pero sólo estos Apóstoles recibieron la autoridad de parte del Señor para dar testimonio de Cristo inspirados por el Espíritu Santo, con una enseñanza infalible. Con ese propósito, los capacitó de manera única: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).

Por eso es que cuando escogieron un reemplazante para Judas, debía tratarse de alguien que hubiera sido testigo del ministerio terrenal y de la resurrección de Cristo: “Es necesario, pues, que de estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue recibido arriba, uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección” (Hch. 1:21-22).

Lo que nos corresponde, entonces, es recibir este testimonio con humildad y reverencia, sabiendo que es Palabra inspirada por Dios, ya que Cristo siguió revelándose a través de sus Apóstoles en el Espíritu Santo. Por tanto, al leer y escuchar las palabras de este Evangelio, estamos ante la voz de Dios. Que no seamos culpables de irreverencia o de indiferencia ante tan glorioso registro de la persona, vida, enseñanza y obra de nuestro amado Salvador.

    II.        La fe que recibe el testimonio

Entonces, este testimonio es vital también para nosotros. No está allí simplemente como una pieza de museo para ser observada, sino que es para que lo recibamos por fe, y así lleguemos a la comunión con el Dios vivo: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Jn. 1:1-4).

Se nos entregó el testimonio con el propósito de que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. La reacción que debemos tener ante el testimonio, entonces, es la fe, y una fe que reciba todo lo que este testimonio nos entrega. La palabra ‘creer’ es clave en este Evangelio, ocurriendo noventa y ocho veces. Implica la entrega completa de la persona a Cristo, confiando sólo en Él para salvación. Es un verbo esencial en la vida cristiana, y se ve complementado por la idea de ‘recibir’ a Cristo (Jn. 1:12), lo que significa aceptar y abrazar su Persona y su Palabra como fiel y veraz.

En primer lugar, “Se refiere a ver a Jesús como el Cristo (Mesías) prometido en la ley y en los profetas, como el Mediador entre Dios y los hombres, el más alto Embajador del Padre y el único restaurador del mundo, el Autor de la perfecta felicidad… [Juan] incluyó, bajo el nombre Cristo, todos los oficios que los profetas le atribuyeron” (Juan Calvino).

Χριστς (Christos) es la traducción al griego del concepto hebreo מָשִׁיחַ (Mashiaj), de donde viene nuestra palabra “Mesías”. ‘Cristo’ y ‘Mesías’, entonces, significan lo mismo: ‘ungido’, pero en distintas lenguas: griego y hebreo respectivamente. Se refieren al Rey prometido en el pacto que Dios hizo con David, cuando le dijo: “Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. 13 El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. 14 Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo” (2 Sam. 7:12-14).

Este Hijo de David, el Ungido, sería entonces un Rey con un reino eterno, que además levantaría un templo para el Señor, y sería también llamado Hijo de Dios. En Salmos como el 72, el 89 y el 132 se describe más profundamente este pacto, hablando de un reino eterno de justicia perfecta, de misericordia y de alcance universal, afirmando que “Todos los reyes se postrarán delante de él; Todas las naciones le servirán… Será su nombre para siempre, Se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; Lo llamarán bienaventurado” (72:11, 17).

Por lo que vemos en el Antiguo Testamento, sabemos además que este Rey sería también profeta (Dt. 18) y sacerdote (Sal. 110), y en profetas como Isaías se describe ampliamente su ministerio, agregándose un aspecto clave: el Mesías vendría a restaurar todas las cosas, trayendo una nueva realidad donde el pueblo de Dios sería libre del pecado y donde toda la creación sería renovada por la gloria de Dios, donde la justicia y la paz serían eternas bajo el reinado perfecto de Dios. Eso implica creer en Jesús como el Cristo.

Por otra parte, debemos también creer que Jesús es el Hijo de Dios. “El propósito del evangelista ha sido todo el tiempo el mismo: mostrar que Jesús es realmente Dios (o, si se prefiere, el Hijo de Dios; y por ello, de la esencia misma de Dios)” (William Hendriksen).

Juan se refiere a Jesús aquí como Hijo de Dios de una forma en que nadie más puede serlo. Nosotros somos llamados por la Escritura “hijos de Dios” porque fuimos adoptados en Cristo, pero sólo Él es “el” Hijo de Dios, el Unigénito, engendrado eternamente y que comparte la misma esencia eterna con el Padre. Sólo ese Hijo Unigénito de Dios pudo mostrar su gloria de manera tan clara como fue expuesta en este Evangelio, haciendo obras que ningún hijo de mujer jamás hizo, y demostrando perfecciones jamás vistas en un simple hijo de hombre. En este título de Hijo de Dios, entonces, se reconoce que Jesús es Dios.

Señalamos al comienzo que este Jesús que es el Cristo y el Hijo de Dios, se reveló con diversas señales, de las cuales siete son expuestas en este Evangelio. Ellas son:

  1. Transformación del agua en vino (2:1-11): con ella nos demuestra que Jesús puede cambiar la esencia de las cosas, transformando una cosa en otra distinta de manera sobrenatural. Esto sólo lo puede hacer el Creador. Además, demostró allí que su gracia y su poder ayudan a los creyentes hasta en los asuntos más cotidianos.
  2. Sanidad del hijo del oficial (4:46-54): muestra la misericordia de Jesús y su poder de sanar sólo con su Palabra, a quien estaba a kilómetros de distancia. Esta Palabra viva y eficaz sólo puede venir de Dios.
  3. Sanidad del paralítico (5:1-9): evidencia el poder de Cristo para sanar incluso a quien lleva casi cuatro décadas postrado, sin esperanza alguna de recuperarse por medios naturales. Mostró, además, la autoridad de Jesús sobre el día de reposo y sobre la vida y la muerte.
  4. Alimentación de los cinco mil (6:1-4): presenta el poder sobrenatural de Jesús como quien provee, alimenta y sustenta a su pueblo de manera sobrenatural. Daría pie a la enseñanza de Jesús como el pan de vida. Muestra además su superioridad sobre Moisés, quien sólo pudo rogar para que Dios alimentara a su pueblo, mientras que Jesús mismo es la fuente de provisión.
  5. Caminata sobre el mar (6:16-21): demuestra el poder total de Cristo sobre la creación y sus elementos, estando por sobre las leyes con que el mundo natural funciona regularmente.
  6. Sanidad del ciego de nacimiento (9:1-12): expuso a Cristo como quien puede abrir sobrenaturalmente los ojos físicos, pero también dar vista espiritual. Esta señal se relaciona con la presentación de Jesús como la Luz del mundo.
  7. Resurrección de Lázaro (11:1-46): Jesús exhibe aquí con claridad su poder sobre la vida y la muerte, resucitando a su amigo Lázaro ante varios testigos, cuando ya no quedaban dudas de su fallecimiento. Esto presentó a Jesús como la resurrección y la vida.

Todos estos milagros ocurrieron en áreas donde el hombre no tiene ningún poder para obrar, pero donde Jesús demostró su pleno poder y dominio, realizando obras que sólo el Señor puede hacer. Por eso Nicodemo en su primer acercamiento a Jesús, le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Jn. 3:2).

Además, relacionado con la divinidad de Jesús, en este Evangelio nuestro Salvador se presenta a través de siete grandes “YO SOY”, tomando así un título que se usa para referirse al Señor desde la aparición de Dios en la zarza ardiente, cuando dijo a Moisés: “YO SOY EL QUE SOY” (Éx. 3:14). Estos siete “Yo soy” son:

  1. “Yo soy el pan de vida” (6:35)
  2. “Yo soy la luz del mundo” (8:12; 9:5)
  3. “Yo soy la puerta (de las ovejas)” (10:7)
  4. “Yo soy el Buen Pastor” (10:11,14)
  5. “Yo soy la resurrección y la vida” (11:25)
  6. “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14:6)
  7. “Yo soy la vid verdadera” (15:1)

“De hecho, quien después de haber recibido estas impactantes pruebas, que se han de encontrar en el Evangelio, no percibe que Cristo es Dios, no merece siquiera poner si mirada en el sol ni en la tierra, porque está ciego en medio del brillo del mediodía” (Juan Calvino).

Reaccionar ante todo esto con incredulidad es un crimen eterno, y un insulto directo al Ser de Dios: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Jn. 5:10).

Recibamos, entonces, este testimonio por fe, pero veamos que no basta fe en cualquier cosa, ni es suficiente creer en lo que yo imagino que es Jesús, sino que debemos tener el entendimiento correcto de quién es Él, como Él mismo se presentó, y como Él mismo inspiró a sus Apóstoles con su Espíritu Santo para que lo dieran a conocer al mundo.

   III.        La vida por medio de la fe en el testimonio

El objetivo de Juan es claro, y es que tengamos vida eterna por medio de la fe en este testimonio de Jesús, presentado como el Mesías (Cristo) y el Hijo de Dios.

En este Evangelio se presentan constantemente tres contrastes claros: i) la luz y las tinieblas, ii) la verdad y la mentira; y iii) la vida y la muerte. Cristo es personalmente la luz, la verdad y la vida, y sólo en Él podemos encontrar todo esto. Ya desde el comienzo del libro dice: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1:4).

La palabra ‘vida’, “… en el lenguaje de Juan, es la suma total de todo lo que el creyente recibe en su salvación. Es la más elevada experiencia que puede tocar a un ser humano” (Jn. 17:3). Implica la restauración sobrenatural que Dios hace en nosotros, deshaciendo los efectos de la condenación del pecado, y, por último, quitando la presencia misma del pecado en nosotros, pero sobre eso, es también la presencia y el poder transformador y revitalizante de Dios en nosotros a través de su Espíritu Santo.

Cristo es la fuente y a la vez el modelo supremo de esa vida verdadera que es la plenitud del ser humano. De hecho, en este Evangelio Jesús afirma: “yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn. 10:10).

En Jn. 3:16, quizá el pasaje más conocido de la Biblia, dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Una vez más, el propósito de la venida de Cristo es que tengamos vida por medio de la fe en Él.

  • En el 4, se presenta ante una mujer samaritana como la fuente de agua de vida que puede saciar nuestra sed espiritual (4:14),
  • En el 5 lo vemos como quien tiene poder sobre la vida y la muerte al recibir la autoridad sobre toda la humanidad en el juicio final, diciendo: “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (v. 26).
  • En el 6, Jesús se manifiesta como el pan de vida que descendió del cielo para saciar nuestra hambre espiritual para siempre (v. 48).
  • En el 8, Jesús habla de sí mismo diciendo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (v. 12);
  • En el 10, es el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas, para que ellas tengan vida (v. 11ss);
  • En el 11, a propósito de la resurrección de Lázaro, Jesús afirma: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (v. 25); y
  • En el 14, vemos que Jesús es personalmente la vida, cuando dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (v. 6).

Vemos, entonces, que el mensaje central de este Evangelio es que la vida se encuentra en Cristo, y esto llega a su manifestación máxima en la resurrección. Sí, porque cuando hablamos de las siete señales de este Evangelio, vemos que todas son anteriores a su pasión y muerte. Por eso, es necesario decir que la resurrección de Cristo fue la señal más grande de todas, y bien podemos decir que resume el propósito de todas las demás, que es manifestar que Cristo, como el Rey prometido, restaurará todas las cosas y redimirá la creación de los efectos del pecado, al vencer sobre la muerte con poder.

Y esto es así porque la resurrección es el comienzo de la nueva creación. Lo que en la primera creación fue el "hágase la luz", en la nueva creación es la resurrección de Cristo de entre los muertos. Después de esto, todo seguirá su curso inevitable según el plan de Dios, hacia el día en que la gloria de Dios lo llene todo y sean derrotados el pecado y los enemigos de Cristo.

La resurrección nos muestra la gloria de Cristo como Dios sobre la vida y la muerte, como aquél que va a redimir toda la creación de su estado actual bajo maldición y pecado, y como aquel que puede salvar a su pueblo creando en sí mismo una nueva humanidad, que no está ya bajo Adán, sino representada por Él como Buen Pastor que nos lleva a la vida eterna. Y ese Buen Pastor entró primero por nosotros al sepulcro, pero también venció y salió de él yendo delante de sus ovejas, entrando también delante de nosotros a la gloria eterna.

Es la unión con Cristo mediante la fe lo que nos salva y nos identifica con su resurrección, y por eso es que el mismo Jesús pudo afirmar con plena seguridad: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19).

Pero ¿Qué significa que nosotros tengamos vida en su nombre? La Escritura, al describir lo que ocurrió en nuestra salvación, nos dice que ese gran poder que obró en la resurrección de Cristo para que venciera a la muerte, es también el que ha obrado en nosotros quienes creemos en Él: el Apóstol Pablo dice a los efesios que ruega por ellos para que conozcan “cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder, 20 el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos y le sentó a su diestra en los lugares celestiales” (Ef. 1:19-20 BLA).

El Señor está describiendo lo que ocurrió en nosotros al momento de ser salvos, y este poder de la resurrección hace que nuestra conversión sea un verdadero milagro, una obra grandiosa y sobrenatural de la gracia de Dios en medio de un mundo bajo el pecado.

¿Cómo esto transforma todo lo que somos? Esto significa que hemos sido creados de nuevo en Cristo. Aunque nuestro cuerpo sigue siendo mortal y en él no se ha manifestado aún la resurrección, sí hemos recibido vida en nuestro espíritu, y esto fue porque Cristo resucitó por nosotros. Entonces, tenemos en nosotros el principio de la nueva creación, somos una glorificación que ya está en marcha, una glorificación en proceso. Esto implica que ya no podemos ver nada como lo veíamos antes, no podemos relacionarnos con nadie como nos relacionábamos antes, ni con Dios ni con los hombres, todo eso viejo debe pasar, porque todo ha sido hecho nuevo en Cristo.

Por tanto, ya que Cristo resucitó y nos ha dado la vida eterna, estamos llamados a andar en una vida nueva, no según el viejo hombre que éramos, sino según el nuevo, que es creado a la imagen de Cristo. Fíjate que el orden bíblico no es: “haz cosas buenas para que así puedas tener vida”, sino “ya que has recibido vida en Cristo, anda en esa vida nueva por amor a quien te salvó”.

Toma esta promesa, aférrate a ella y sé consciente de que, si crees que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, tienes vida en su Nombre. El hecho de que sea en su Nombre significa que esa vida está segura. No depende de ti, no está basada en tus méritos ni en tus fuerzas, sino que está firme en la obra de Cristo en favor de los que creen. Lo que el Señor te llama a hacer es extender la mano de la fe, esa mano que está desnuda, ya que no tiene nada que ofrecer, ni obras, ni justicia ni méritos propios; pero que se extiende para recibir con humildad ese regalo de la salvación en Cristo.

Hermano, no tienes ninguna razón para vivir en derrota espiritual ante tus pecados, en un andar de frustración y decadencia: el Santo Espíritu de Dios aplica personalmente a tu ser la vida que Cristo conquistó en su resurrección. Ese Espíritu es la presencia misma de Dios en nosotros, y nos transforma con poder cambiándolo todo, trayendo la vida, la luz y la verdad de Cristo a nuestro corazón, donde antes reinaban la muerte, las tinieblas y la mentira.

El mismo poder que levantó a Cristo de los muertos, y el que transformará toda la creación en una nueva creación, es el que obra en nosotros para que andemos en una vida nueva, sabiendo que “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2:4-6).

Por tanto, podemos levantar como estandarte en nuestra vida lo que dice la Escritura: “De modo que si alguno está en Cristo, ya es una nueva creación; atrás ha quedado lo viejo: ¡ahora ya todo es nuevo!” (2 Co. 5:17 RVC).