La visión de la gloria de Dios

Domingo 7 de abril de 2019

Texto base: Isaías 6:1-8.

El profeta Isaías hijo de Amoz fue llamado por Dios ca. 740 a.C. para llevar a cabo un ministerio de predicación en el reino de Judá, principalmente en Jerusalén, para anunciar juicio de parte de Dios y llamarlos al arrepentimiento para salvación, siendo contemporáneo de los profetas Amós, Oseas y Miqueas. Este pueblo se había apartado de las Escrituras, no prestaba oído a la ley de Dios, sus nobles y poderosos cometían impiedad y eran despiadados con el huérfano, la viuda y el extranjero. Era una nación que se había entregado a la idolatría y que había abandonado la fe y el culto a Dios conforme a su Palabra.

Isaías habla constantemente de un Dios soberano por encima de la historia y de los imperios, un Dios que es llamado “el Santo de Israel” 26 veces en su libro, que es comparado con fuego y que anuncia juicio, pero también restauración y salvación para su pueblo. De hecho, contiene algunos de los pasajes más claros sobre el reinado del Mesías.

Isaías había estado predicando a este pueblo rebelde y porfiado, cuando recibe esta visión de parte del Señor. Esto ocurrió en un momento complejo, en el año en que había muerto el rey Uzías quien fue herido por Dios con lepra cuando quiso ofrecer incienso en el templo. La muerte de un rey siempre traía incertidumbre y resultaba traumática para el pueblo, más aun en este caso, sabiendo que Uzías gobernó por 50 años y murió de esta manera. La actitud profana y blasfema del rey Uzías contrasta con la visión que tiene Isaías, y ante ella se puede inferir que murió un rey humano, pero el Rey de reyes estaba ejerciendo su reinado con poder en las alturas.

     I.        Isaías ve la majestad de Dios

Lo primero que resalta es el Señor sentado sobre su Trono alto y sublime. Esto nos muestra una hermosa verdad que es transversal a las Escrituras: El Señor reina. Ya lo decía Moisés en el libro de Éxodo: “El Señor reinará eternamente y para siempre” (Éx. 15:18); y vemos en el Salmo 93 una declaración muy común en los salmos: “El Señor reina, vestido está de majestad; el Señor se ha vestido y ceñido de poder; ciertamente el mundo está bien afirmado, será inconmovible. Desde la antigüedad está establecido tu trono; tú eres desde la eternidad” (vv. 1-2).

El Señor es Rey de reyes y Señor de señores, y esta visión de su Trono evidencia su gobierno, su soberanía, su majestad universal, pero también el juicio que estaba por desatarse sobre Israel por sus pecados. Recordemos que el juicio final se conoce también como “el juicio del Gran Trono Blanco”. Isaías ve la manifestación gloriosa del Señor cubriendo todo, las faldas de su manto llenaban el templo.

Además, el texto dice que por encima de Él había serafines. La palabra “serafín” viene de una raíz hebrea que nos da la idea de un fuego ardiente, de una luz resplandeciente y fulgurante. Se trata de seres celestiales que están ante la presencia de Dios, seres que reflejan su gloria sobrecogedora y llameante, el brillo de su infinita majestad.

La ocupación de los serafines es alabar a Dios de manera continua e incesante. El libro de Apocalipsis también habla de ellos, diciendo: “no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir. Y siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos” (Ap. 4:8-9).

Juan Calvino, comentando este pasaje llega a la conclusión que debemos aprender del ejemplo de los serafines, y saber que el servicio más alto en el que podemos ser empleados es alabar el nombre de Dios. ¿Nos damos cuenta de la importancia de alabar a nuestro Señor, de levantar adoración a su nombre, de cantar juntos como congregación de su grandeza, su poder y su misericordia? Cuando adoramos como un pueblo, nos unimos a este canto en los cielos, a estos seres celestiales que están dedicados eternamente a su adoración y exaltación, y esto será también lo que haremos nosotros en la gloria. Por tanto, no es algo que debamos hacer con desgano o indiferencia.

Y su canto exalta al Señor por su santidad. Es hermoso ver que su canto es también el nuestro. El Señor es 3 veces Santo, es perfectamente Santo. Eso significa que no hay nada ni nadie como Él, que Él es único, que está más allá de cualquier cosa creada, nada puede ponerse a su lado y compararse a su Ser Eterno, de ninguna cosa creada se puede decir “esto es como Dios”. Él está exaltado por encima de todo, más allá de todo, las criaturas son menos que nada ante Él, y por eso puede decir: “¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo” (Is. 40:25).

 “La diferencia entre la criatura y el Creador es una diferencia inmensamente vasta, porque Dios existe en un orden fundamentalmente diferente. No es simplemente que nosotros existimos y Dios siempre ha existido; es también que Dios necesariamente existe en una manera infinitamente mejor, más fuerte, más excelente. La diferencia entre el Ser de Dios y el nuestro es más que la diferencia entre el Sol y una vela, más que la diferencia entre el océano y una gota de agua, más que la diferencia entre el casquete polar ártico y un copo de nieve, más que la diferencia entre el universo y el cuarto en que estamos sentados; el ser de Dios es cualitativamente diferente” Wayne Grudem.

Ahora, esta visión se desarrolla en el templo, el lugar que Dios designó para manifestarse a su pueblo y tener comunión con él. Pero, aunque el Señor en este caso se manifiesta en el templo, los serafines dicen que su gloria llena toda la tierra: “Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra” (Nm. 14:21).

Tristemente, la mentalidad moderna expulsó al Señor de su creación. Las personas ya no ven a Dios obrando activamente para sostener su creación: en las lluvias, en los ríos, en las montañas, no ven al Señor interviniendo en los eventos naturales ni en los hechos de la historia. Se piensa del asunto como si el Señor hubiera dado cuerda a un reloj y lo hubiese dejado andando por su cuenta. Pero las Escrituras declaran con fuerza que “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, El mundo y los que en él habitan” (Sal. 24:1). La tierra está llena de la gloria de Dios, cuestión que no ven los ojos de los incrédulos que están llenos de tinieblas, pero que a los redimidos por Dios les resulta muy claro.

Por eso “dice el necio en su corazón: no hay Dios” (Sal. 14:1). Hay que ser realmente necio para negar la gloria de Dios en su creación, la grandeza de sus obras en todo lo que Él ha hecho, su majestad y su poder, su eterna deidad que se hace claramente visible a través de la obra de sus manos.

     II.            Isaías ve su propia miseria

Ante la alabanza a este Dios de majestad absoluta y gloriosa, se estremeció el templo y se llenó de humo, lo que es un signo usual de su presencia gloriosa en medio de su pueblo. Isaías quedó espantado con esta visión terrible y gloriosa a la vez. En los capítulos anteriores, Isaías había predicado sobre varios “ayes”, es decir, juicios de Dios contra Israel por su maldad. Pero luego de contemplar la gloria de Dios en su Trono Alto y Sublime, es él quien exclama “¡ay de mí! que soy muerto”.

La absoluta majestad, santidad, pureza y hermosura de Dios contrastaba dramáticamente con su vileza, bajeza, inmundicia y suciedad. Tanto así que Isaías esperó su destrucción inmediata, tal como Manoa cuando contempló al Señor (Jue. 13:22). El ser pecador de Isaías había sido expuesto desnudo ante la luz gloriosa del Señor, lo que lo dejó fulminado, no pudo resistir en pie ante esta presencia infinitamente santa, pura, gloriosa.

Isaías, un profeta que usaba su boca para proclamar la Palabra de Dios, se da cuenta de que sus labios son inmundos. La palabra hebrea usada aquí para “inmundo” es la misma que se usa para señalar a quienes estaban enfermos de lepra y debían ser apartados de la vida social. Isaías se dio cuenta que incluso lo más “sagrado” en él, era en realidad inmundo e impresentable delante de Dios.

Estamos en oscuridad, a menos que el Señor alumbre nuestros ojos. Nuestros labios son inmundos, a menos que el Señor los limpie. Y en el caso de Isaías, en la inmundicia de su boca se veía reflejada la inmundicia de todo su ser. Allí debemos identificarnos con él, ya que si viéramos lo que él vio, también quedaríamos impactados con la santidad y majestad de Dios, y tomaríamos conciencia inmediatamente de la bajeza de nuestro ser y lo inmundo de nuestro pecado.

El profeta Isaías tuvo un “baño de realidad” con esta visión. No sólo contempló un destello de la gloria de Dios, sino que se contempló a sí mismo ante esa gloria, pudo verse realmente tal como es. Y es que la visión de la gloria y la majestad de Dios es la que nos hará ver todas las demás cosas como debemos verlas, partiendo por nosotros mismos. Se vio a sí mismo en la más profunda miseria e inmundicia, con una necesidad desesperada y urgente de ser perdonado y ser limpiado.

Por tanto, hasta que nuestras mentes se acercan seriamente a Dios, nuestra vida es un vano engaño, caminamos en oscuridad y con dificultad distinguimos la verdad de lo falso, pero cuando venimos a la luz es fácil percibir la diferencia” (Juan Calvino).

Vio no sólo su propia inmundicia, sino también la de su pueblo. Y esto es muy significativo, ya que Israel había sido apartado por Dios de entre las naciones para ser su pueblo especial, para reflejar su carácter y su gloria. Habían recibido la ley, tenían el templo de Dios donde Él decidió habitar, pero aun así son llamados aquí un “pueblo que tiene labios inmundos”.

Si la visión llegara hasta aquí, nos veríamos obligados a quedarnos espantados y sin esperanza. Sin embargo, el Señor no lo dejó en su desgracia, sino que en una visión limpió sus labios con un carbón encendido que estaba en su altar. Esto es importante, ya que significa que en ese altar fue ofrecido un sacrificio, y según la ley las brasas eran entradas al lugar santísimo el día del perdón (Lv. 16:12), cuando se presentaba el sacrificio por el pecado del pueblo. Esta limpieza de su boca simboliza la limpieza de todo su ser, el perdón de sus pecados. Por eso el serafín le dijo a Isaías: “es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”. Pero también con esto también lo capacitó para seguir predicando su Palabra. En esto vemos un claro adelanto del sacrificio redentor de Cristo.

   III.        Isaías ve la misión que Dios le dio

Pero ¿A quién vio Isaías en esta visión gloriosa? El Apóstol Juan nos aclara que Isaías vio la gloria de Cristo en este pasaje: “Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él” (Jn. 12:41). Esto sabiendo que Cristo es “la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15) y que en Él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad (Col. 2:9).

Isaías dijo: “… han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (v.  5) y esta gloria de Cristo lo quebró, pulverizó su ego, toda expectativa que Isaías podía tener de sí mismo. Ante la presencia gloriosa de Dios se desintegra todo ese discurso de la autoestima, todo ese discurso humanista enfocado en el hombre, que lo exalta y lo pone en el lugar de Dios.

Ante la presencia del Señor sólo puede resultar el dar toda la honra y la gloria a Dios. Aún los impíos, cuando se manifieste el Señor, no podrán hacer otra cosa que doblar su rodilla y confesar con su lengua que Cristo es el Señor. No hay otra posibilidad.

Por eso necesitamos desesperadamente tener esta visión de Isaías de este Señor en su Trono Alto y Sublime. Necesitamos encontrarnos con este Dios majestuoso a través de las Escrituras, y ser impactados por su grandeza, por su soberanía, por su excelencia, por su santidad perfecta; y humillarnos delante de Él por nuestra bajeza, por nuestra inmundicia. Necesitamos conocer y amar a este Dios vivo y lleno de gloria, porque “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). Sólo así la Iglesia (y nuestra vida) tiene sentido.

Y es que no hay tarea más alta ni más noble a la que podamos entregarnos que esta: meditar y maravillarnos en la gloria de Cristo: “… el ver la gloria de Cristo es una de las experiencias y uno de los más grandes privilegios posibles en este mundo y en el venidero… En la vida venidera, ningún hombre verá la gloria de Cristo, a menos que la haya visto por la fe en esta vida” (John Owen).

Si bien es cierto la plena gloria de Cristo es inaccesible para nosotros mientras nos encontremos en este cuerpo mortal, el anhelo de nuestro corazón debe ser contemplar esa gloria cara a cara en la eternidad, y mientras estemos aquí, debemos contemplarla por medio del ojo de la fe, y eso se hace únicamente meditando profundamente en las Escrituras, perseverando en oración.

Les aseguro que después de esta visión, Isaías no habría usado sus ojos para ver pornografía, ni para codiciar las cosas de este mundo. No habría usado su boca que fue limpiada para el chisme o la murmuración. Es impensable que después de recibir una misión de parte de Dios, Isaías se hubiera entregado a horas de ocio con videojuegos o maratones de series y películas. Sus pensamientos, todo su corazón estaba empapado de esa gloria, estaba lleno de esa visión de la majestad de Cristo y de su propia necesidad ante ese Rey supremo.

Mientras más nos entreguemos a sumergirnos en la meditación de esta gloria de Cristo, y a medida que ponemos toda nuestra vida al servicio de esta gloria, menos aprecio tendremos por el mundo corrupto, sus afanes, sus metas torcidas y sus placeres desordenados, y más amor tendremos por Cristo, más ferviente será nuestro anhelo de contemplar esa gloria en la eternidad. Al ver esa gloria en esta tierra a través de la fe, nos preparamos para ver esa gloria en el cielo, ya sin velo, cara a cara. Y esto es, hermanos, ver las cosas tal como son. Eso es ver la realidad.

El gran objetivo de satanás es que no veamos la gloria de Cristo: “… el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co. 4:4). Cuando dejamos de ver esta gloria estamos dopados, adormecidos por este mundo y sus encantos, perdemos la noción de la realidad y el propósito de nuestra vida. Contrario a esto, el anhelo del verdadero discípulo de Cristo debe ser el de Moisés cuando rogó: “Te ruego que me muestres tu gloria” (Éx. 33:18).

Es contemplar la gloria de Cristo por la fe lo que tiene el poder de transformarnos más y más, y hacernos aptos para el cielo: “Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu” (2 Co. 3:18 NBLH).

¿Cuándo fue la última vez que quedaste en silencio, maravillado al leer la Escritura o ante la palabra exhortada desde el púlpito? ¿Cuándo fue la última vez que debiste estallar en alabanza, porque no aguantabas retener las palabras de adoración en tu pecho ante la grandeza de Dios? ¿Cuándo fue la última vez que viste tu profunda miseria delante de la santidad de Dios, y luego sentiste el gozo de saberte perdonado en Cristo? ¿Lees las Escrituras diariamente, con hambre y sed de Dios, con el deseo vivo de encontrarte con Él? ¿Estás buscando a Dios en oración con diligencia, aun cuando tu cuerpo y tu mente están cansados, aun cuando los afanes te ahogan, aun cuando las ganas no te acompañan, porque Él es digno de tu entrega y porque sabes que lo necesitas desesperadamente?

¡Y esto es lo que nos falta hoy! Esta es una de las carencias más profundas de quienes dicen ser cristianos: ¡No están entregados a la búsqueda de conocer a Dios, de ver su gloria por la fe, no tienen hambre y sed de Dios porque están llenos de las cosas de este mundo! Se han llenado los estómagos espirituales de chatarra, cuando podrían ser saciados con los banquetes celestiales. No tienen porque no piden, están raquíticos espiritualmente porque no llaman a la puerta, no están buscando.

Y es cuando olvidamos la gloria de Dios, que lo que hacemos instintivamente es levantarnos becerros de oro. Les aseguro que entre los incrédulos no hay devoción a Dios, pero ¡qué triste!, en medio de la iglesia sí encontramos a personas mundanas, con su vista puesta en la tierra, con su esperanza en las cosas de este mundo, adorando con sus bienes, con su tiempo y con sus fuerzas a dioses falsos como la comodidad, el bienestar económico, su propia reputación y sus propias casas, mientras que la casa del Señor está desierta (ver Hageo).

Olvidamos que tal como el Señor es Santo, su Iglesia debe ser santa en toda su manera de vivir, porque está llamada a reflejar el carácter de Cristo ante el mundo.

Ten en cuenta esto: ese Dios del trono alto y sublime, ese Rey, Jehová de los Ejércitos cuya gloria llena la tierra y a quien cantan los serafines, fue el que se hizo hombre y fue a la muerte de cruz para darnos salvación: “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2).

No nos dejó en la humillación de nuestra miseria, sino que se entregó a sí mismo en sacrificio para que fuésemos salvos. ¿Qué podemos hacer ante este Dios tan grande? ¿Qué hacer ante este gran amor? Lo vemos claramente en el texto: cuando el Señor preguntó: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”. Isaías respondió: “Heme aquí, envíame a mí” (v. 8). Nosotros debemos tener la misma reacción: disponer toda nuestra vida al servicio diligente de este Dios eterno.

Esto es lo que debemos pensar: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” 2 Co. 5:14-15. Este amor de Cristo es el verdadero motor de la Iglesia: nos apremia, nos obliga, nos urge, nos mueve poderosamente a la acción. El corazón de Pablo es un mar agitado por ese amor que lo empuja a servir y a arder como sacrificio vivo. ¿Dónde están los corazones inflamados por el amor de Dios? ¿Dónde están los cristianos con un corazón que es como un mar agitado, como una marea que nada puede acallar, completamente conmovidos por el amor de Cristo, deslumbrados ante su gloria?

Quien no está movido a esta entrega, no ha tenido un encuentro con este Dios de gloria, no ha sido impactado con su amor. Si el Evangelio, este amor de Dios revelado en Cristo no te motiva, nada lo hará: ni las manipulaciones emocionales, ni las amenazas, ni el temor de los hombres, NADA. Debes ser impactado por la gloria de Cristo y por su amor incomparable. Si sólo sirves y obedeces cuando tienes ganas o cuando “sientes de hacerlo”, debes darte cuenta de que eres tu propio dios, y debes arrepentirte de tu gran osadía.

El pr. Sugel Michelén ponía un ejemplo: qué pasaría si mientras te estás preparando para venir al culto un domingo, el Señor te lleva al infierno por 5 minutos, y allí puedes ver con tus propios ojos la realidad del tormento eterno. Luego te lleva a la cruz del calvario por 5 minutos, y puedes ver la agonía de Cristo por tus pecados. Luego te lleva por otros 5 minutos a ver esa piedra rodada y esa tumba vacía. Luego de estos 15 minutos vuelves adonde estabas, preparándote para venir al culto. ¿Orarías igual que antes? ¿Cantarías igual? ¿Servirías igual? ¿Verías a tus hermanos igual que antes?

Quizá ante esto pienses: pero para Isaías y para el Apóstol Pablo fue fácil, ellos recibieron una revelación especial de la gloria de Cristo. Si piensas esto, cómo se dirige a otros cristianos el Apóstol Pedro, quien vio a Cristo transfigurado: “Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra” (2 P. 2:1, cfr. 1 Jn. 1:3). No tenemos una fe inferior a la de ellos, sino igualmente preciosa y podemos decir que aun más bienaventurada, porque el Señor dijo: “bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Jn. 20:29).

Hoy cuando reina la blasfemia y la profanación de lo sagrado, cuando el nombre del Señor es tomado en vano y la santidad es motivo de burla, cuando las congregaciones están centradas en el hombre y sus intereses antes que en Dios y su Palabra, cuando estamos llenos de afanes, agobiados por un trabajo que nos deja absolutamente anulados al final del día, cuando estamos llenos de sedantes como el consumismo y la sobredosis de entretenimiento, cuando reina la apatía y la indiferencia hacia el Señor en las iglesias, NECESITAMOS ESTE ENCUENTRO CON EL CRISTO GLORIOSO Y SOBERANO.

Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” Mt. 7:7.