Verdaderamente libres

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Domingo 27 de noviembre de 2016

Texto base: Juan 8:31-38.

En los mensajes anteriores hemos estado revisando la aparición pública de Jesús en la fiesta de los tabernáculos.

Allí Él se reveló ante todos como el agua que puede dar vida, invitando a todo aquél que tenga sed, a venir a Él y beber. Esto quiere decir que Cristo es la verdadera satisfacción para todas las necesidades del hombre, y que no hay otra fuente en la que podamos ser saciados.

También se reveló como la luz del mundo, manifestando así que Él es Dios, ya que sólo el Señor es luz eterna. Con esto también nos hace ver que el mundo está en tinieblas de muerte por efecto del pecado, y que sólo Él puede redimirla de esa condición.

Que están en Cristo tienen la luz de la vida. Vimos que esto significa que reciben luz, pues ya no andan en su ignorancia pasada, andan en la luz, pues ya no viven en las tinieblas de su pecado, y también son luz, ya que reflejan la luz que han recibido de Cristo.

Vimos también la reacción de los judíos ante estos mensajes de Jesús. Ellos respondieron a estas palabras de vida con una trágica incredulidad, que les impidió ver que ante ellos tenían a su única esperanza y salvación, el único camino para llegar de regreso al Padre. La luz vino al mundo, pero ellos amaron más las tinieblas que la luz. Sin embargo, todos conoceremos que Cristo es el Señor, la pregunta es si creeremos esto a tiempo o cuando ya sea demasiado tarde.

Hoy seguiremos revisando el intercambio entre Cristo y los judíos, esta vez con quienes habían manifestado simpatía hacia él, pero ahora les habla desde otro punto de vista: la relación del hombre con la verdad, y cómo eso determina si somos libres o esclavos.

I. Esclavitud radical

Una vez más nos encontramos, entonces, ante una conversación entre Jesús y los judíos. Y como suele ocurrir, quienes escuchan a Jesús no entienden el real sentido de sus Palabras, y se ven confundidos y escandalizados antelo que Él les predica. Con cada cosa que va diciendo Jesús, ellos parecen más perdidos, y lo único que saben es que en realidad lo odian, y lo consideran un palabrero, un loco, o incluso un endemoniado.

Pero, lejos de eso, Jesús les está hablando Palabras de vida, a las que ellos deberían estar atentos, y que deberían creer y atesorar en sus corazones. Habiéndose ya presentado como el agua de vida y la luz del mundo, ahora les hace ver que sólo Él puede traerles libertad.

Y, naturalmente, si Jesús les está ofreciendo libertad, significa que ellos en este momento no la tienen. Cristo está insinuando que ellos no son libres. Y bueno, eso era más o menos obvio, ya que ellos estaban sometidos al dominio del Imperio Romano, así que no eran libres para gobernarse a sí mismos, y debían pagar tributos a quienes los tenían sometidos. Antes de los romanos, habían sido dominados por los griegos, los persas, los babilonios y los asirios. Eran un pueblo sometido hace mucho tiempo a una esclavitud política y económica.

Pero había algo que ellos conservaban: la adoración a Jehová, el verdadero Dios. Eso era para ellos un motivo de orgullo nacional. Ellos eran el pueblo escogido, y se veían como superiores al resto de los pueblos, es decir, a los no judíos, conocidos como “gentiles”. Los judíos se veían a sí mismos como una raza pura, superiores a los gentiles, a quienes veían como perros, seres inferiores e inmundos. Ellos eran el pueblo del pacto, a quienes Dios había escogido, y en ese sentido se veían como espiritualmente libres, a pesar de que pudieran estar sometidos a un dominio político o económico.

Y en esto sí entendieron lo que Jesús les estaba diciendo. Entendieron que Jesús no se refería a que el Imperio Romano los tenía sometidos. Captaron que se estaba refiriendo a que también son esclavos espiritualmente, y eso no podían aceptarlo. ¿Quién era este Jesús para decirles algo así? ¿Acaso no sabía que ellos eran hijos de Abraham, el amigo de Dios? Jesús estaba dando con un gran mazo al cristal de su orgullo nacional, a lo que los hacía únicos y especiales, y les permitía sentirse superiores espiritualmente a pesar de estar bajo cadenas físicas.

Pero, ¿De qué esclavitud está hablando Jesús aquí? Lo aclara en el v. 34: “De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado”. Notemos que Jesús elimina aquí toda distinción entre judíos y gentiles. Ante la ley de Dios, no hay posibilidad de presentar recursos: todo aquel que hace pecado, no importando si es judío o gentil, rico o pobre, hombre o mujer, joven o anciano, instruido o ignorante; en fin, todo aquel que hace pecado, es esclavo del pecado.

Y ¿En qué consiste esta esclavitud? Un esclavo es alguien que ha sido sometido y hecho cautivo. Alguien que ya no se pertenece a sí mismo, fue vendido a otro que ahora lo domina, y a quien debe completa obediencia. No tiene otro proyecto, otro sueño, ni otra visión que la que su dueño le imponga. En realidad, no tiene vida propia, su vida está en manos de otro, quien puede disponer del esclavo como le plazca, puede hacer lo que quiera con él.

Por supuesto, esto que se dice de toda esclavitud, se dice con mayor razón de la esclavitud del pecado. Nuestros padres Adán y Eva pecaron, y por ellos el pecado entró al mundo y a su descendencia. Dice la Escritura: “… el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte, así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron” (Ro. 5:12). Luego dice: “por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres” (v. 18); y “por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (v. 19).

De nuestros padres Adán y Eva recibimos el pecado como herencia, y con él la muerte física y espiritual, la separación total de Dios, la rebelión a su ley como marca de nacimiento, y la corrupción como naturaleza. De esto no podemos escapar. No podemos escoger si nacemos en pecado o no. Como dice el salmista, “He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5). Ni el más tierno y lindo bebé se escapa de esta realidad. Todos nacemos con esta materia prima en nuestros corazones, nacemos encadenados al pecado, dominados por su yugo, sometidos a servirlo de por vida.

Nuestros corazones están inclinados de continuo al mal, nuestras emociones, pensamientos, afectos, sueños y anhelos más íntimos están completamente teñidos y parasitados por el pecado. Hasta el comer, beber y respirar los hacemos en pecado, ya que no lo hacemos para gloria de Dios. La rebelión está marcada a fuego en nuestra alma, aborrecemos al Dios verdadero, pero como nacimos para adorar, nos inventamos ídolos y dioses de toda clase, y los hacemos a nuestra imagen y semejanza.

Y la Escritura nos da una fotografía que muestra con fidelidad nuestra condición natural: “Porque nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros” (Tit. 3:3).

En esta condición de esclavitud del pecado, cuando intentes hacer el bien, harás en realidad el mal, porque tu corazón obrará con motivaciones incorrectas y para fines desviados. Cuando intentes adorar a Dios, cometerás idolatría, porque la corrupción de tu corazón te inclinará hacia un dios falso. Cuando intentes liberarte de tu maldad, quedarás en realidad más esclavizado, ya que el engaño del pecado te hará pensar que estás logrando redimirte a ti mismo, cuando en realidad sigues encadenado en celdas profundas y oscuras de perversión.

Allí donde quieras huir, el pecado irá contigo. No importa dónde te escondas, el pecado estará arraigado en lo más profundo de tu ser. No importa con qué intentes lavarte, la maldad permanecerá en ti como un gran y espantoso tatuaje en el alma, imposible de quitar. Por eso dice la Escritura: “Aunque te laves con lejía Y uses mucho jabón, La mancha de tu iniquidad está aún delante de Mí,” declara el Señor Dios” (Jer. 2:22). No importa lo que uses para quitar tus cadenas, ni la sierra más poderosa del mundo puede cortar sus eslabones.

La esclavitud del pecado es la madre de todas las esclavitudes. Toda otra esclavitud, es un reflejo de la esclavitud del ser humano hacia el pecado. Es la esclavitud mayor y última, la más profunda, la más radical y la más terrible: “No hay esclavitud como esta. El pecado es en realidad el más duro de los capataces. Hay miseria y desilusión durante el camino, la desesperación y el infierno esperan al final, este es el único pago que el pecado da a sus sirvientes” (J.C. Ryle).

De cualquier otra esclavitud puedes escapar. Hay muchos reportes en la historia de esclavos que se fugaron, y que incluso lograron hacer una gran vida libres de sus amos. Cómo olvidar el caso de Espartaco, un esclavo que logró liberarse y que llegó a dirigir una rebelión armada de miles de ex esclavos. En la misma Biblia se relata el caso de Onésimo, un esclavo que escapó de su dueño Filemón. Pero de esta esclavitud, la esclavitud del pecado, la madre de todas las esclavitudes, no hay escapatoria. Es un amo terrible que te consume, te arruina y te corrompe desde dentro, como un parásito que infesta tu ser de sus horribles crías.

La esclavitud humana sólo llega hasta la tumba, no puede continuar más allá. Pero la esclavitud del pecado define nuestra eternidad, nos arruina y destruye para siempre.

Pero los judíos con quienes Jesús hablaba, ignoraban completamente esta realidad. Ellos respondieron apelando a que son descendientes sanguíneos de Abraham. ¿Cómo podrían ser esclavos espirituales? Pero estaban ciegos a su condición. Hoy muchos dirían ¡Somos ciudadanos de una república! ¿Cómo podríamos ser esclavos? Tenemos libertad de consciencia, tenemos libre albedrío, tenemos libertad de expresión y de circulación, no conocemos la esclavitud. Sin embargo, aunque una Constitución nos declare libres, seguimos siendo tan esclavos del pecado como siempre.

Hay muchos otros engaños que nos pueden hacer pensar que no somos esclavos, pero ninguno de ellos es efectivo para liberarnos realmente. Las cadenas del pecado siguen sujetándonos con fuerza, aunque pensemos que corremos libres. Muchos prisioneros no admitirán su esclavitud, e incluso se jactarán de su supuesta libertad, mientras obedecen inconscientes a su amo.

Esta es la terrible esclavitud del pecado, “todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (v. 34).

II. Verdadera libertad

Es esta esclavitud la que Jesús tuvo en mente cuando ofreció libertad a los judíos que lo escuchaban: “Liberar a los hombres de estas cadenas, es el gran objetivo del Evangelio. Despertar a la gente a un sentido de su propia degradación, mostrarles sus cadenas, hacerlos levantarse y luchar para ser libres, esta es el gran fin para el que Cristo envió a sus ministros. Feliz aquel que ha abierto sus ojos y ha entendido su peligro. El primer paso hacia la libertad, es saber que estamos bajo esclavitud” (J.C. Ryle).

¡Libertad! Qué concepto tan manoseado. Preguntemos a quien preguntemos, todos nos dirán que desean libertad. Hay canciones, películas, libros y un sinfín de obras que hablan de la libertad, de qué es, cómo obtenerla, cómo defenderla; en fin, todos desean la libertad, a todos les parece algo bueno, pero todos tienen distintas visiones sobre qué es y qué significa.

Libertad, igualdad, fraternidad” fue un lema que surgió en el transcurso de la Revolución Francesa. Sin embargo, esa revolución estuvo marcada por las masacres y el derramamiento de sangre, tanto así que hubo una etapa que fue conocida como “El Gran Terror”. También conocemos incontables casos de caudillos que han prometido traer libertad a sus pueblos, pero lo único que hicieron fue someterlos a una terrible esclavitud.

Hoy, en nuestro contexto, el mundo tiene su propio concepto de libertad, que desde luego es muy distinto al de la Escritura. Hoy se cree que ser libre es poder hacer lo que a uno se le antoje. Las canciones, películas, mensajes publicitarios y activistas, nos invitan, e incluso nos ordenan diciendo: "¡Libérate!", y con eso quieren decir que demos rienda suelta a nuestros deseos, que nos entreguemos a nuestras pasiones más profundas y nos dejemos llevar por ellas. Eso, según el mundo, es la libertad a la que todos debemos apuntar.

Sin embargo, tal cosa no es libertad. Se dice que la mejor forma de esclavizar a alguien, es logrando que esa persona crea ser libre, cuando en realidad está sirviendo sometida a un amo. Eso es precisamente lo que ocurre aquí. Satanás y nuestro corazón engañoso nos hacen creer que somos libres al abandonarnos a los dictados de nuestras pasiones. Pero cuando hacemos esto, encadenamos nuestro ser por completo en celdas profundas y llenas de tinieblas. Creemos ser amos y señores, e incluso podemos llegar a jactarnos de esa supuesta libertad, pero en realidad estamos siendo triturados por las fauces del pecado, y nos dirigimos sonrientes hacia una destrucción segura.

Así, tenemos a multitudes creyendo ser libres, pero sometidas a la más perversa esclavitud. Podemos escuchar sus risas frívolas, sus carcajadas insolentes, sus gritos de desenfreno mientras disfrutan de sus pasiones desordenadas y creen ser amos y señores de sus vidas, pero están encadenados a la muerte, la maldad y las tinieblas, y viven cegados por el engaño de sus corazones. Creen estar haciendo lo que se les antoja, pero están siendo dominados por su pecado, que los arrastra como marionetas para que lo satisfagan, lo sirvan, lo alimenten, lo adoren y lo honren.

No, la verdadera libertad no tiene que ver con eso. La libertad de la que habla Cristo es la que nos libera de la culpa y las consecuencias del pecado, por la sangre de Cristo. Justificados, perdonados, podemos mirar adelante con valentía, hacia el día del juicio, y gritar ¿Quién tiene alguna acusación que hacer? ¿Quién es aquel que puede condenarnos? Significa ser librado del poder del pecado por la gracia del Espíritu de Cristo. El pecado no tiene más dominio sobre quienes son liberados. Renovados, convertidos, santificados, aquellos que han sido liberados mortifican y pisotean el pecado, y no están más cautivos por él. Esta libertad es la porción que recibe todo verdadero cristiano el día en que huye a Cristo por fe, y compromete su alma a Él. Ese mismo día, se transforma en hombre libre. Y esta libertad es su porción para siempre. La muerte no puede detenerla. La tumba no puede siquiera retener sus cuerpos más que un breve tiempo. Aquellos que son liberados por Cristo, son hechos libres para toda la eternidad (J.C. Ryle).

La verdadera libertad implica no ser ya dominados por el pecado, sino ser dominados por la Palabra de Dios, por la verdad. La libertad no es hacer lo que se nos antoja, sino por primera vez desear y poder hacer aquello que debemos hacer: la voluntad de Dios.

Y esta verdadera libertad no es algo que nosotros logramos. No es nuestra conquista ni nuestra proeza, simplemente porque es imposible para nosotros liberarnos a nosotros mismos, como ya explicamos. La esclavitud está enraizada en nuestros corazones, es algo con lo que nacemos y no podemos escoger si ser esclavos o no, ni podemos hacer nada para liberarnos. ¡PERO CUÁNTA ESPERANZA Y CUÁNTA VICTORIA HAY EN ESTA FRASE!: “si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (v. 36).

Nosotros no podíamos hacer nada. Éramos como el paralítico postrado, o como Lázaro en aquel sepulcro, pudriéndose. No teníamos la fuerza ni la capacidad para liberarnos, pero el Hijo de Dios se hizo hombre, tomó nuestra naturaleza para hacerse uno de nosotros, y desde su propia humanidad liberarnos de nuestras cadenas. Dice la Escritura:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5-8).

Allí donde dice que tomó forma de siervo, la palabra es “doulos”, que significa “esclavo”, y es la misma que en el pasaje que estamos revisando (v. 34) se tradujo como “esclavo”. Cristo se hizo hombre, y desde nuestra condición venció la maldad, fue tentado en todo, pero sin pecado (He. 4:15), y Él, quien fue completamente justo, tomó sobre sí todo nuestro pecado y maldad, y los llevó a la cruz, y allí mató nuestras transgresiones, aniquiló nuestro pecado, muriendo la muerte que nosotros merecíamos morir, pagando el precio que nosotros debíamos pagar.

Quien va a Cristo, ya no tiene más deuda con el pecado. Él pecado ya no puede más reclamarnos como dueño, no puede ya darnos órdenes como un amo, no puede reinar sobre nosotros ni dominarnos, porque Cristo pagó nuestra liberación con su sacrificio. Es por eso que Él puede ofrecer libertad, porque Él la compró con su propia sangre. Sólo Él puede decir: “Si yo los libero, ustedes serán verdaderamente libres”. Él venció donde nunca antes un hombre había vencido. Donde Adán desobedeció, Él guardó perfecta obediencia. Donde nosotros éramos esclavos del pecado, Él lo sometió y lo mató en la cruz. Él es nuestro libertador, a quien debemos nuestras vidas, quien nos liberó entregando su propio ser. Por eso la Escritura afirma: “Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo y en su espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:20).

Por eso la Escritura dice también: “Sabemos esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; 7 porque el que ha muerto, ha sido libertado del pecado… 11 Así también ustedes, considérense muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús.

12 Por tanto, no reine el pecado en su cuerpo mortal para que ustedes no obedezcan a sus lujurias; 13 ni presenten los miembros de su cuerpo al pecado como instrumentos de iniquidad, sino preséntense ustedes mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y sus miembros a Dios como instrumentos de justicia. 14 Porque el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, pues no están bajo la ley sino bajo la gracia” (Ro. 6:6-7, 11-14).

Entonces, la única forma de huir de la esclavitud del pecado, es huir hacia Cristo. Él es la única vía de escape. No hay otra. Ninguno puede ser liberado, si no es en Cristo, ya que sólo Él pagó el precio por nuestra libertad, sólo en Él fue crucificado nuestro viejo hombre. Cuando creemos en Cristo, el Señor considera que nuestro viejo hombre murió crucificado junto con Cristo en esa cruz, por lo tanto, morimos al pecado y a la esclavitud, y resucitamos junto con Cristo en su resurrección, a una nueva vida en la que somos una nueva creación, un nuevo hombre creado a la imagen de Cristo, donde ya no somos esclavos del pecado, sino esclavos de la justicia, esclavos de Cristo. Ya no obedecemos al pecado, que era nuestro amo, sino que tenemos un nuevo amo, que es Cristo.

Y aquí está la clave: la única forma de ser liberados de nuestra esclavitud del pecado, es ser esclavos de Cristo. Muchas veces hablamos de que en Cristo tenemos redención, pero ¿Entendemos lo que es la redención? En el Derecho Romano, la redención era un acto por el cual una persona pagaba el precio de un esclavo para darle libertad. Generalmente se trataba de un esclavo que era ofrecido en una plaza pública, y que, si nadie lo compraba, su dueño le iba a quitar la vida. Entonces, se acercaba un hombre libre, y redimía a ese esclavo, pagando su precio. Luego, ese esclavo redimido, vivía su vida sirviendo a quien lo había liberado, en gratitud por su redención.

Eso es lo que Cristo ha hecho con nosotros, nos redimió del pecado, pagó el precio por nuestra libertad, y ese precio fue nada más y nada menos que su propia sangre derramada, su propia vida entregada por nosotros. ¿Hay algún amor más grande que este? ¿Hay una victoria más profunda y más poderosa que la victoria sobre el pecado y la muerte?

Y el Hijo no sólo nos libera, sino que también hace que seamos adoptados por medio de Él. El esclavo no permanece en la casa, pero el Hijo sí. El Hijo siempre será Hijo, y el Padre le dio autoridad para liberar a los esclavos y convertirlos en sus hermanos, hijos adoptados que ahora pueden entrar y permanecer en la Casa de Dios para siempre.

III. Verdaderos discípulos

Y aquí volvemos al principio (vv. 31-32). Jesús estaba hablando con quienes habían creído en Él. Pero el resto del pasaje nos demuestra que no era una fe verdadera, sino que se trataba más bien de simpatizantes. Por eso el Señor les aclara quiénes son los verdaderos discípulos, separa la fe verdadera de la falsa.

Y aquí vemos que “Jesús nunca estuvo interesado en multiplicar el número de convertidos si ellos no eran creyentes genuinos, por lo que insistió en forzar a los eventuales discípulos a calcular el costo de seguirlo... y presentó el evangelio de tal manera que las profesiones de fe espurias eran pronto desenmascaradas” (Donald Carson).

Sus verdaderos discípulos son aquellos que permanecen en su Palabra, aquellos que perseveran en la enseñanza de Jesús. El discípulo obedece, quiere entender mejor, y encuentra en las Palabras de Cristo su tesoro más preciado, mientras otros se resisten a ellas con todas sus fuerzas. Permanecer en su Palabra es atesorarla en nuestros corazones, convertirla en la norma para nuestra vida, obedecerla de corazón.

Y ojo que sólo quienes permanecen en su Palabra son verdaderamente sus discípulos. Eso significa que se puede ser aparentemente un discípulo, o falsamente un discípulo. ¿Cuántos hay en nuestros días que dicen ser cristianos, pero ni siquiera se interesan por conocer las Palabras de Cristo? ¿Cuántos hay que dicen seguir a Cristo, pero dirigen sus vidas según sus propios deseos y su propia voluntad, y no muestran ni una pizca de intención de obedecer a Jesús? Todos esos son falsos discípulos, porque el mismo Cristo dice que los verdaderos discípulos, son aquellos que permanecen en su Palabra.

Aquí también queda claro que no se trata sólo de comenzar en la fe, sino de perseverar. Muchos comienzan aparentemente el camino de la fe, se interesan por Cristo, empiezan a asistir a la iglesia, y algunos incluso llegan a ser miembros y tener cargos en su congregación, pero luego retroceden, dan media vuelta y vuelven al mundo. Otros, en cambio, comienzan con dudas, no parecen muy convencidos, quizá hasta son irregulares, pero luego se afirman y terminan la carrera firmes en la fe, con su esperanza puesta en Cristo. Eso nos muestra que no importa sólo empezar bien, sino terminar bien, por eso la Escritura dice: “el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt. 10:22).

Y sus discípulos, los que permanecen y perseveran en su Palabra, son aquellos que conocen la verdad, y son liberados por ella. Esta es una frase que ha maravillado a muchos en la historia, y que es frecuentemente citada, pero escasamente entendida. No se trata sólo de conocer intelectualmente la verdad, sino de tener un compromiso vital con aquel que ÉS la verdad: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida…” (Jn. 14:6).

Conocer la verdad es conocer a Cristo, porque la verdad es Dios mismo, y todo aquello que sea de acuerdo con su voluntad. Dios es el dueño de toda verdad, toda verdad viene de Él, porque su ser es verdad, Él es quien define lo verdadero, toda su Palabra es verdad, y Cristo es la Palabra de Dios hecha hombre, es la verdad hecha un ser humano. “La verdad os hará libres”, y “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”, son dos formas de decir lo mismo: que la libertad verdadera se encuentra en Cristo, y Cristo es inseparable de su Palabra. Quienes permanecen en su Palabra, permanecen en Él. La libertad, entonces, es inseparable de la verdad, inseparable de Cristo, inseparable de su Palabra.

Y la verdad nos libera de nuestra ignorancia de muerte, nos libera de la mentira que nos lleva a la destrucción, y que hace que vivamos nuestras vidas entregadas al pecado. La verdad alumbra nuestros ojos, rompe las cadenas de nuestra esclavitud, nos saca de nuestra celda oscura y pestilente y nos lleva al camino de la vida, libres, sin grilletes ni cadenas, para que podamos andar en la luz de los que viven.

Esta es la bandera de libertad que debemos levantar, esta es la libertad que debemos anunciar al mundo, gritar a los cuatro vientos, y esta es la libertad en la que debemos estar firmes. Por eso la Escritura dice: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gá. 5:1).

Recuerda que no hay estado intermedio. O eres esclavo del pecado, o has sido liberado por el Hijo de Dios. ¿Eres un verdadero discípulo de Cristo? ¿Permaneces en su Palabra, o eres de aquellos que dice seguir a Cristo, pero tiene su propio estándar, su propia norma de vida, su propia forma de ver y entender el cristianismo? No te engañes, sólo aquel que permanece y persevera en la Palabra de Cristo conoce la verdad y es liberado por ella.

No te atrevas a decir que eres discípulo de Cristo si puedes vivir tranquilo ignorando su voluntad, si no tienes hambre de conocer su Palabra y de obedecerla, si puedes tomar decisiones y configurar tu vida según tu propio criterio y no según la voluntad de Dios. No te atrevas a decir que eres discípulo de Cristo si tu visión de la vida está moldeada por el mundo, si sacaste tu cosmovisión de filosofías de hombres, de las películas de Hollywood o de la música que pasan en las radios; o si piensas y actúas de acuerdo a las ideologías que están de moda. Si esta es tu situación, tú no eres discípulo de Cristo, sino que eres un discípulo de este mundo, y esclavo del pecado. ¡Necesitas conocer la verdad y ser liberado por ella!

Y si ya has conocido y creído en la verdad, no te atrevas a vivir como el viejo hombre que era esclavo del pecado. ¡Tú ya no eres su esclavo! No aceptes que te dé órdenes, no aceptes que se crea tu dueño y señor, porque tú ahora sirves a otro amo, al Señor del universo, al Rey y Soberano de todo lo que hay, que es Cristo el Señor. Que los deseos del pecado no te dominen ni reinen en ti, porque tú has muerto con Cristo, el mundo fue crucificado para ti, y tú fuiste crucificado para el mundo, moriste al pecado con sus pasiones y deseos, no te entregues a él como si todavía fueras su esclavo.

Hermanos, vivamos para aquel que nos rescató, para aquel que dio su vida para pagar el precio de nuestra libertad, que es la verdadera libertad. Entreguemos nuestras vidas a aquel que nos hizo verdaderamente libres, nuestro libertador: el bendito Hijo de Dios.

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