Y la Palabra se hizo Hombre

Domingo 9 de febrero de 2020

Texto base: Juan 1:9-18.

A diferencia de los otros tres Evangelios, el relato del Apóstol Juan comienza en la eternidad, antes de la creación, cuando Jesús, quien es Dios, estaba en el seno del Padre y por medio de Él fue hecho todo lo que hay.

Con claridad y profundidad a la vez, Juan nos da a conocer a un Jesús que es la luz, la verdad y la vida; y que se acerca, que viene a habitar entre nosotros y a hablarnos lo que escuchó del Padre, y que no deja a nadie indiferente. Ninguna persona puede clamar neutralidad ante Él: o lo rechazas o lo recibes, y dependiendo de esto último, te espera la condenación o la vida. Hoy, entonces, somos confrontados con la pregunta: ¿Qué harás ante la Palabra de Dios que vino al mundo?

     I.        Las excelencias de Jesús

1. Jesús es el Verbo (vv. 1, 14)

Sólo el Apóstol Juan se refiere a Jesús como “el Verbo”, aquél que estaba en el principio con Dios y que era Dios, y por quien fueron hechas todas las cosas.

Pero, ¿Qué significa que Jesús es el Verbo? Las versiones en español tuvieron muy en cuenta a la versión en latín (Vulgata), y en este pasaje, ella usa el término ‘Verbum’, que significa ‘palabra’. En la lengua original, que es el griego, se usa el término ‘logos’, que significa también “palabra”, aunque a la vez significa : sabiduría, pensamiento, razonamiento, mensaje, discurso. Entonces, la palabra ‘verbo’ implica una idea muy profunda, con varias aristas, pero puede resumirse en que Cristo es la Palabra (con todas las otras connotaciones mencionadas) que era desde la eternidad y con la que todas las cosas fueron hechas.

Juan afirma categóricamente: “y el verbo era Dios”. Juan no quiere dejar lugar a dudas, Cristo es Dios y además aclara que por medio de Él fue creado todo, es decir, Jesús no fue creado, lo que significa que entonces es eterno y tiene vida en sí mismo, al igual que el Padre.

2. Jesús es antes de todas las cosas (vv. 1-2, 10, 15)

Jesús estaba en el mundo, es más, Él creó el mundo. Aquí cuando habla de 'mundo' debemos entender su creación. Desde antes de su encarnación, su presencia estaba en su creación, y eso nos indica que Cristo no llegó a existir únicamente con su nacimiento en Belén, sino que por Él fueron hechas todas las cosas.

Sin embargo, el mundo no le conoció. Aquí la palabra 'mundo' tiene otra connotación: la humanidad bajo el pecado. Esa humanidad compuesta de judíos y gentiles, lo rechazó hasta la muerte.

A pesar de que Jesús nació después que Juan el Bautista, Él es antes y primero que Juan, ya que es eterno, estaba en el principio con Dios y es Dios mismo; Él es el Creador de todas las cosas, por tanto, está muy por sobre Juan, como el Señor y Creador lo está por sobre una de sus criaturas.

3. Jesús es el Unigénito Hijo de Dios

Juan se refiere a Jesús aquí como Hijo de Dios de una forma en que nadie más puede serlo. Nosotros somos llamados por la Escritura “hijos de Dios” porque fuimos adoptados en Cristo, pero sólo Él es “el” Hijo de Dios, el Unigénito que estaba en el seno del Padre (comunión íntima), engendrado eternamente y que comparte la misma esencia eterna con el Padre. Sólo ese Hijo Unigénito de Dios pudo mostrar su gloria de manera tan clara como fue expuesta en este Evangelio, haciendo obras que ningún hijo de mujer jamás hizo, y demostrando perfecciones jamás vistas en un simple hijo de hombre. Al llamarle Hijo Unigénito de Dios, entonces, se reconoce que Jesús es Dios.

Sólo de Cristo como Hijo de Dios se dice: “... A este lo designó heredero de todo, y por medio de él hizo el universo. El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa...”, y “...Tú eres mi hijo; hoy mismo te he engendrado...” (He. 1:2-3,5 NVI).

4. Jesús es la luz que vino al mundo

Jesús es personalmente la luz, tiene luz en sí mismo y brilla en las tinieblas del pecado y de la muerte. Las tinieblas no podrán apagar ni absorber a la luz, sino que seguirá resplandeciendo más y más hasta llenarlo todo.

Por otra parte, se dice que es la luz verdadera porque hay muchas alternativas que se presentan como luz para el hombre: religiones, ideologías, filosofías y corrientes de pensamiento, teorías políticas, etc; pero sólo en Jesús está esa luz verdadera que alumbra a todo hombre. Quien siga las luces falsas, seguirá en las tinieblas del pecado y la muerte.

Cuando dice que alumbra a todo hombre, se refiere a que Cristo vino a ser luz para gente de toda, tribu, pueblo y nación, resplandeciendo en medio de las tinieblas del pecado que cubren a la humanidad. Así, cumple la Escritura que dice: "… te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra" (Is. 49:6).

Si la Palabra de Dios no venía, estábamos condenados al más completo silencio de la muerte. Si la luz verdadera no venía, estábamos condenados a la más completa oscuridad. Si Aquél que tiene vida en sí mismo no venía, estábamos abandonados a la muerte en nuestros delitos y pecados.

5. Jesús es lleno de gracia y de verdad

Lleno de gracia porque su misma venida fue un acto de amor inmerecido como ningún otro, dejando su gloria y la comunión perfecta con el Padre para salvar a criminales rebeldes. En todo su ministerio podemos ver este amor tierno, este favor inmerecido hacia los culpables, teniendo compasión de las masas sin pastor, de los desvalidos, de las viudas, de los extranjeros, de los niños, de los enfermos, así como de todos aquellos que reconocían su miseria y venían a Él en arrepentimiento y fe.

También es lleno de verdad, de hecho Él mismo es la verdad (Jn. 14:6), y por eso todo lo que decía era verdadero y sus Palabras tenían autoridad divina. En su ministerio vino a revelar la realidad definitiva de todas las cosas. Él es el cumplimiento de todos los símbolos, las sombras y las promesas que se habían dado en el Antiguo Testamento. Él es la revelación suprema de Dios, es Dios mismo manifestado a los hombres, es Emanuel, Dios con nosotros.

En este pasaje habla de la ley refiriéndose a la administración del Antiguo Pacto, con sus sombras y figuras, pero donde la gracia y la verdad estaban como bajo un velo, mostrándose, pero no plenamente. Pero en Cristo, esa gracia de Dios y esa realidad de las cosas (verdad) fueron manifestadas. Ya no hablamos de sombras y figuras, o de tipos que nos anuncian cosas por venir, sino que podemos ver todo claramente manifestado en Cristo, la gracia de Dios plenamente revelada en Él, la verdad del Evangelio y el Nuevo Pacto con su pueblo, que es el definitivo y donde su sangre fue derramada para pagar el precio de nuestros pecados.

Había dos cosas que la ley como tal no podía suministrar: gracia para perdonar a los pecadores y ayudarlos en los momentos de necesidad, y verdad, esto es, la realidad a la cual señalaban todos los tipos… Cristo, con su obra expiatoria, proveyó ambas. Él mereció la gracia y cumplió lo que los tipos anunciaban. Téngase también en cuenta que mientras la ley “fue dada”, la gracia y la verdad “vinieron” por la Persona y obra de… Jesucristo” (Hendriksen).

    II.        Jesús se hizo hombre y vivió entre nosotros

1. Jesús se hizo hombre

Esa Palabra (Verbo) que estaba con Dios en el principio y que era Dios, "fue hecho carne", es decir, asumió la naturaleza humana: se hizo hombre, tomó forma de siervo, o como dice el autor de Hebreos, "Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (He. 2:14-15).

Asumió nuestra naturaleza para identificarse con nosotros, pero también para que nosotros pudiéramos identificarnos con Él. Se identificó con nosotros para tomar nuestro lugar, obedecer la ley a nuestra cuenta y tomar sobre sí nuestro pecado en la cruz; y nos identificó con Él para que Su victoria pudiera ser también la nuestra. El Señor tomó forma de siervo para que los que éramos esclavos del pecado, pudiéramos ser hechos ahora siervos de la justicia.

Así, Jesús es la revelación del Padre ante el mundo. En otras palabras, sólo Cristo puede dar a conocer a Dios (Jn. 14:6), porque sólo Dios podía darse a conocer a sí mismo. Debido a nuestro pecado, ningún hombre podría ir hasta Dios para poder conocerlo, ni para poder darlo a conocer. Necesitamos que Él mismo se revele, de otra forma no podemos conocerlo. Y eso lo hizo en Jesús.

Por eso el Apóstol Pablo puede decir que Cristo “… es la imagen del Dios invisible... (Col. 1:15). Quien lo haya visto a Él ha visto al Padre, quien lo escuche a Él escucha al Padre, quien lo recibe a Él recibe al Padre que lo envió, quien lo conoce a Él, conoce al Padre y tiene vida eterna.

2. Jesús habitó entre nosotros

Aquél de quien se dice en el libro de Isaías "...el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad..." (57:15), vino a habitar en medio nuestro. La palabra en el original significa hacer una tienda para acampar, para morar entre nosotros. El Alto y Sublime vino a habitar entre nosotros, para que nosotros pudiéramos habitar con Él por la eternidad en gloria.

Este Dios glorioso, esta Luz Eterna, esta Vida verdadera, esta Palabra de Dios se hizo hombre, tomó sobre sí la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Entró en la historia de la humanidad, en este escenario de guerras, muerte, hambre y dolor, en este valle de lágrimas lleno de pecados y de maldad, vino a ser uno de nosotros, vino a tener un día a día, a soportar nuestras debilidades y nuestra bajeza.

Vimos su gloria”. A pesar de que Jesús asumió una naturaleza humana en estado de humillación, cubriendo su gloria como con un velo, tal es la majestad y la gloria que tiene como Hijo Unigénito de Dios, que sus discípulos pudieron apreciarla con el ojo de la fe. La palabra original para "vimos" implica contemplar, mirar con detención. Jesús no sólo realizó señales maravillosas que demostraron fuera de toda duda que Él era el Cristo y el Dios hecho hombre, sino que también demostró el carácter de Dios de manera perfecta y admirable, y también habló la verdad pura, de una forma en que nadie enseñó antes, de tal manera que aún los guardias del templo dijeron: "... ¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!" (Jn. 7:46).

Aún vestido de humanidad, en Cristo se podía ver algo único, que es la gloria del unigénito del Padre. Todo su Ser era como ningún otro, Él es el hombre perfecto en el más pleno sentido de la palabra. Aunque tomó la naturaleza humana y podía cansarse, herirse y morir; Él podía sujetar los vientos y los mares, podía tener dominio completo sobre la creación, sanar enfermos, echar fuera demonios, dar vida a los muertos y libertad a los cautivos, podía hablar palabras llenas de autoridad y verdad; y podía hacer lo que ningún hombre que no fuera Dios podía hacer: llevar sobre si el castigo de nuestra maldad, soportar la ira eterna de Dios en nuestro lugar y resucitar al tercer día.

   III.        La tragedia de los que rechazan a Jesús

Así, esta Palabra eterna se hizo hombre y se acercó a nosotros, pero vino primero "a lo suyo" (su casa), a lo propio, a lo que le pertenecía. Se refiere con esto al Israel nacional, el pueblo del Antiguo Pacto que recibió las promesas, los pactos y la ley, y que era el que tenía el privilegio de que Jesús viniera primero a ellos, la nación que debía reconocerlo como Mesías.

Lamentablemente, lejos de esto, lo que hizo el Israel nacional fue rechazarlo y desconocer su majestad como Mesías. Lo menospreciaron y lo desecharon, como estaba anunciado ya en Isaías 53.  Los líderes religiosos, entre los que había sacerdotes y escribas, debían ser los primeros en reconocer a Jesús como el Mesías y en guiar al pueblo para que siguiera a Cristo. Pero hicieron todo lo contrario, endurecieron sus corazones contra Él y desde temprano comenzaron a buscar la oportunidad para arrestarlo y matarlo.

No soportaron que Jesús hablara de sí mismo como Hijo de Dios, que se hiciera igual a Dios y que hablara con autoridad divina. No aguantaron que desechara las tradiciones de los rabinos que se habían impuesto como si fuesen la ley de Dios, y se irritaron al ver que Jesús se mantenía apegado al verdadero propósito de la ley (P. ej., día de reposo), en lugar de someterse al pesado yugo de las ceremonias y rituales humanos. No soportaron ver sus señales y milagros, su enseñanza infalible, su carácter íntegro y su vida perfecta y sin pecado. Incluso cuando resucitó a Lázaro, no se convirtieron en sus corazones, sino que buscaron la manera de eliminar la evidencia del poder divino de Jesús, conspirando para matar a Lázaro.

Esta rebelión de los judíos como pueblo contra su Mesías, vino a coronar siglos de incredulidad e infidelidad. Por boca de Isaías, más de 700 años a.C., el Señor confrontaba el pecado de su pueblo: "El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento" (Is. 1:3), y también: "Extendí mis manos todo el día a pueblo rebelde, el cual anda por camino no bueno, en pos de sus pensamientos; pueblo que en mi rostro me provoca de continuo a ira" (Is. 65:2-3a); y unos 600 años a.C., por intermedio de Jeremías les decía: "¿Por qué es este pueblo de Jerusalén rebelde con rebeldía perpetua? Abrazaron el engaño, y no han querido volverse" (Jer. 8:5).

Esta rebelión histórica es lo que es explicó Jesús en la parábola de los labradores malvados (Mt. 21:33-46), donde el Señor es retratado como un padre de familia y dueño de una viña, que arrendó esa propiedad a unos labradores, los que representan a los líderes religiosos judíos. Cuando el dueño de la viña envió a sus siervos a buscar el fruto de la propiedad, esos labradores golpearon a unos y mataron a otros, desconociendo el señorío del padre de familia. Cuando el dueño envió a su hijo, también lo mataron para quedarse con la viña. Con esto su rebelión llegó hasta el punto máximo, y ya no había vuelta atrás, el juicio debía ejecutarse contra ellos.

Esta parábola reflejaba cómo este Israel nacional rechazó la ley de Dios y su reinado sobre ellos, maltratando y matando a los profetas del Señor, y como rebelión máxima, dando muerte al Hijo de Dios que el Padre envió al mundo para su salvación. Por eso, Jesús anunció el juicio sobre ellos, diciendo: "Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará. Y oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que hablaba de ellos" (Mt. 21:43-45).

El Señor se había determinado juzgar al Israel nacional ante su rechazo de Jesús, coronando así su maldad y su incredulidad. "Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo; sí, os digo que será demandada de esta generación" (Lc. 11:49-51).

Cuando Pilato preguntó al pueblo si querían realmente la crucifixión de Jesús, dice la Escritura: "Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos" (Mt. 27:25). Con esto sus pecados llegaron hasta el extremo, y por esta rebelión tendrían consecuencias permanentes. Jesús había anunciado un juicio definitivo sobre ellos con la destrucción del templo y de la ciudad (Lc. 21:5-6,20), y eso terminó cumpliéndose al pie de la letra el año 70 d.C., a manos del general romano Tito Vespasiano.

No sólo los judíos rechazaron al Mesías; también los gentiles, reflejados en Pilato y sus soldados, quienes torturaron brutalmente y rechazaron a Jesús. Pilato luego condenaría a Jesús en la sentencia más injusta jamás dictada, condenando a quien es personalmente la Justicia, como si fuera el peor de los criminales.

Rechazar a Cristo significa amar más el silencio de muerte que la Palabra de Dios, implica amar más la mentira que a Aquél que es la verdad, significa amar más las tinieblas que la luz. Es un crimen eterno, ni siquiera te arriesgues a cometerlo. El mismo Señor Jesucristo dijo: “El que cree en Él no es condenado (juzgado); pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito (único) Hijo de Dios. 19 Y éste es el juicio: que la Luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, pues sus acciones eran malas. 20 Porque todo el que hace lo malo odia la Luz, y no viene a la Luz para que sus acciones no sean expuestas” (Jn. 3:18-20).

El escenario, entonces, no podía ser más trágico: la luz de la vida, el Mesías prometido, había venido al mundo, y los suyos no le recibieron. Los gentiles, sumergidos en el paganismo y la idolatría, también lo rechazaron.

  IV.        El privilegio de quienes reciben a Jesús

Aunque la humanidad bajo el pecado lo rechazó y menospreció, los que creen en Él disfrutan de una bendición incalculable: la de recibir la potestad (poder, autoridad, privilegio) de transformarse en hijos de Dios. La palabra para 'hijos' [τέκνα] da la idea de aquellos niños hijos de la familia, distinta de la que se usa para Jesús, que es más específica [υἱὸς].

"[los judíos] fueron así despojados del privilegio que disfrutaban sobre otros. Pero su impiedad no fue un obstáculo para Cristo, ya que Él erigió el trono de su reino en otro lugar, y llamó indiscriminadamente a la esperanza de salvación a todas las naciones, que antes parecían haber sido rechazadas por Dios" (Juan Calvino).

Por eso podemos identificarnos con el Apóstol Pablo cuando dijo: "con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz" Col. 1:12. No éramos aptos, no éramos hijos, estábamos lejos, pero fue el mismo Señor quien nos hizo aptos, quien nos llamó y nos acercó: “En aquel tiempo [los gentiles] estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. 13 Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:12-13).

Esto es una muestra de misericordia imposible de dimensionar. Es una demostración de amor eterno de parte de Dios hacia nosotros, venciendo la maldad y la rebelión de nuestros corazones para derramar su misericordia en nuestras vidas. Estábamos muertos en delitos y pecados, y ahora estamos vivos en Jesús. Éramos esclavos de maldad y ahora somos siervos de justicia. Éramos extraños y estábamos lejos, pero fuimos hechos cercanos en Jesús. Éramos enemigos de Dios por nuestro pecado, pero fuimos hechos parte de su familia por medio de Jesús.

Es la unión con Cristo lo que nos salva. En Él fuimos adoptados como hijos, siendo Él ese Hijo Unigénito del Padre. Dice la Escritura: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gá. 4:4-6), y “en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo...” (Ef. 1:5).

¿Y cómo somos unidos a Cristo? Por la fe, o en términos de este pasaje, recibiéndolo. Sabemos que hoy se abusa mucho del concepto “recibir a Cristo”. Se le entiende simplemente como una oración prefabricada que se repite para ser salvo, como una especie de conjuro mágico que si repetimos, nos concede la gracia de Dios. Pero aquí habla de recibir verdaderamente al Señor, de creer en su nombre, de abrazar esta Palabra de Dios, a este Dios hecho hombre que viene de lo alto.

Estos hijos de Dios no son engendrados por medios naturales. No hay causa humana ni terrenal que pueda llevarnos a esto. No es porque nosotros lo determinemos, no es por ascendencia sanguínea (p. ej. los judíos), no es por pertenecer a tal o cual país, o por llevar un apellido, ni tampoco se puede heredar. Es sólo porque Dios lo ha querido y ha obrado en nosotros por la fe. No es posible ganarse el favor de Dios, ni comprar la calidad de hijo o hacer méritos para ella. Es sólo para quienes hayan puesto su fe en el Hijo de Dios.

Esto se complementa muy bien con la enseñanza de Jesús a Nicodemo sobre nacer de nuevo, que también se puede traducir como nacer de lo alto, e implica la idea de nacer del Espíritu de Dios. La única forma de ser hechos hijos de Dios es que Él regenere por completo nuestro corazón, transforme todo nuestro ser trayendo la vida de Jesús donde antes reinó la muerte y el pecado, que Él abra nuestros ojos para ver la gloria de Cristo donde antes estábamos ciegos. Por tanto, la iglesia no puede ‘fabricar’ hijos de Dios, por más estrategias y planes que ocupe. Sólo Dios puede dar vida a los huesos secos.

Siendo esto así, ¿Qué harás ante Jesús, la Palabra hecha hombre? En este Evangelio se observa continuamente esa dinámica, pasaje tras pasaje: Cristo es dado a conocer, unos lo rechazan y otros lo reciben, pero a nadie deja indiferente. Desde sus primeros discípulos hasta Anás y Caifás, desde la mujer samaritana hasta Pilato, todos debieron responder esta pregunta, y tú también la estás respondiendo hoy. Toda respuesta que no sea un sí inmediato e incondicional, es un no. En otras palabras, si dices estar esperando para tomar una decisión, si crees poder permanecer sin tomar partido por Jesús ni rechazarlo, sino en un estado neutral, sal de tu engaño: estás rechazando a Cristo y estás bajo condenación: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).

A ti que aún estás indeciso, que todavía no has querido entregar tu vida al Verbo de Dios, te digo: Dios se ha acercado a ti, se ha dado a conocer en Cristo. Tú no merecías esto, lo que correspondía era que quedaras en tu ignorancia y tu oscuridad de muerte. Pero la luz, la Palabra, la vida vino al mundo, Dios mismo puso sus pies en el polvo y se humilló hasta la muerte para darte salvación, ¿Qué esperas para dejar tu camino hacia la destrucción y volverte a Él? “Busquen al Señor mientras se deje encontrar, llámenlo mientras esté cercano. Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia” (Is. 55:6-7).

A ti que has creído en Jesús, que le has recibido, te invito a disfrutar de la comunión con el Dios vivo, a profundizar en ese “recibir” a Jesús, teniendo en cuenta lo que dice este pasaje: Jesús es lleno de gracia y verdad, y de esa llenura tomamos (en el sentido de ser beneficiados) todos, y gracia sobre gracia, lo que implica que Jesús es como una fuente de la que fluye gracia de manera inagotable y abundante. Mientras más personas beben de esa fuente, lejos de agotarse, sigue fluyendo todavía más y más, gracia sobre gracia. Es como un río caudaloso de gracia y verdad en el que nos podemos sumergir y del que podemos beber, sin que jamás llegue a acabarse su agua. Es como las olas que vienen sobre la playa una y otra vez, así su gracia nos inunda y abunda en nosotros cada día, de forma permanente.

Ven Jesús cada día, ven a esta fuente y bebe, sumérgete, disfruta de sus profundidades, de sus riquezas inagotables, de la vida y de la luz que están sólo en Él, de la gracia y la verdad que están en Él como un tesoro para los que hemos sido adoptados como hijos de Dios. Sólo imagina, habiendo sido antes mendigos sin esperanza, ahora somos hijos, parte de la familia de Dios: habiendo comido antes en el basural, el Señor nos ha sentado a su mesa para que nos demos un banquete de gracia y de verdad en Jesús, para que conozcamos la herencia familiar, que es un tesoro de gracia y verdad, de salvación y vida eterna.

Ya has sido recibido en la gran casa de nuestro Padre Dios. Te animo a que a través de la oración, subas por las escaleras y toques la puerta de la habitación de tu Padre. Si alguien pregunta con qué derecho tocas esa puerta, o quién eres tú, muestra tu documento de identidad, donde dice que eres hijo de Dios adoptado en Jesús, y en ese bendito Nombre vienes a hablar con tu Padre. Él, tu hermano mayor, ha dicho que si vas en su Nombre serás escuchado. Lee la Palabra de Dios para que escuches la voz de tu Padre y sepas por qué debes darle gracias y qué debes pedir para cada día. No dejes de congregarte con tus hermanos, los otros hijos de tu Padre, porque esa es la forma que Dios estableció para que nos animemos a creer en Él y obedecerle, y para que Él manifieste su presencia entre nosotros.

Al terminar este glorioso Evangelio, te animo a que mires a tu Salvador Jesús y veas su gloria. A que le recibas, pero no te quedes allí en el umbral de la puerta, sino que entres con decisión y te entregues a la preciosa comunión con el Jesús resucitado, ese que vivió y murió por nosotros, que también se levantó al tercer día y hoy reina en gloria; pero que tiene compasión de nosotros cada día y nos trata con la misma ternura y paciencia que pudimos ver en este Evangelio hacia sus torpes y débiles discípulos.

“... yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10).

“... éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:31).

¡Cree en Jesús y ten vida eterna!