Zain: El Consuelo de la Palabra
(Sal. 119:49-56)
Como usted pudo notar al leer esta porción, el corazón de este pasaje es el consuelo que nos da nuestro Señor. El que el Señor nos consuele es una manifestación gloriosa de Su gracia. Éramos sus enemigos, vivíamos en el pecado que a Dios le desagrada y lo que merecíamos era que nuestras aflicciones fueran cada vez más agudas, incluso eternas. Pero nuestro Padre envió a Su Hijo Jesús a morir por nuestros pecados, y adoptarnos como hijos. Siendo hijos nos consuela en medio de la aflicción.
Usted ha notado que mientras los niños están jugando, con todas sus energías, a menudo se caen y se golpean. Y cuando ocurre esto van llorando desesperados a los brazos de su mamá o de su papá. Aunque ellos podrían sobarse solos el lugar donde se golpearon, más que el alivio al dolor físico, ellos necesitan de un alivio emocional, que sólo los brazos de mamá o de papá pueden darle. Ellos se consuelan, se sienten consolados, alivian su pena (su aflicción) con los cariños de sus padres. Asimismo, el Señor, nuestro Padre Celestial, nos consuela en medio de nuestras aflicciones. Y nadie puede aliviar eficaz y completamente tu dolor, tu pérdida, tu tristeza, tu desesperanza, más que Dios.
El consuelo es el descanso y alivio de una pena o aflicción. Si este salmo nos habla de consuelo es porque quien lo escribió, quien lo cantó, estuvo pasando por aflicción, pena, tristeza, desesperanza. Esto es algo que nos resulta evidente al leer nuestro texto. v. 50 “Este es mi consuelo en la aflicción: Que Tu Palabra me ha vivificado”, v. 52 “Me acuerdo de Tus ordenanzas antiguas, oh Señor, Y me consuelo”, v. 55 “Por la noche me acuerdo de Tu nombre, oh Señor, Y guardo tu ley”. Notemos que el salmo enfatiza mucho esto: nos consolamos cuando recordamos. Nos consolamos cuando nos acordamos de quién es Dios y de lo que ha hecho Dios en nuestra vida. El hijo pródigo, aún deseando comer las algarrobas de los cerdos, se consoló cuando recordó quién era su padre y todo lo que tenía. Así, nos consolamos cuando recordamos quién es nuestro Señor y lo que Él ha hecho y hará.
Del texto que hemos leído quiero que podamos meditar en tres grandes asuntos:
Este salmo es el registro de la oración de un santo, de la oración sincera de un hijo del Señor. No es la oración de un incrédulo, de alguien que no conoce al Señor. Ni siquiera es la oración de un creyente que recién está conociendo de la misericordia del Señor. Nosotros vemos en este salmo a un creyente maduro, a un hijo del Señor que ya ha caminado una buena parte del camino. ¿Dónde vemos esto? En el aprecio que tiene de la Palabra de Dios. Lo que determina el nivel de madurez en la vida de un creyente, no es la cantidad de años que puede computar en su registro como asistente de una iglesia, sino el lugar, la importancia, que ese creyente concede a los medios de gracia que el Señor nos dejó para conocerle: la meditación de la Palabra y la oración.
Usted puede llevar 50 años congregándose, diciendo que es un cristiano, pero ello no significa necesariamente que usted es un creyente maduro. Si usted no es un hombre de oración, si usted no medita permanentemente la Palabra de Dios, usted sigue siendo inmaduro. Por otro lado, usted podría llevar uno o dos años de haber conocido a Cristo, y ya ser un creyente maduro. Tres años estuvo el apóstol Pablo aprendiendo de la Palabra y orando, luego de ser convertido, tiempo suficiente para hacerle un creyente maduro en la fe. No tiene que ver con el tiempo en el camino, sino en la importancia que tiene la meditación de la Palabra y la oración en su vida.
Quien escribe se identifica como un siervo que ha recibido la Palabra de Dios. Aunque hay varias maneras de recibir la Palabra, sólo hay una que es la que da verdadero fruto: se recibe con fe. En la parábola del sembrador, la semilla de la Palabra cayó en varios terrenos que no dieron fruto, representando a muchos que recibieron la Palabra, pero no lo hicieron con una fe viva. Sólo la buena tierra recibe la semilla y da fruto. La buena tierra es el corazón regenerado por Dios, al que se le concede esa fe salvadora, necesaria para recibir la Palabra y responder con arrepentimiento y obediencia.
Dice Santiago: “Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (Stgo. 1:21). La Palabra que puede salvar nuestras almas ha de recibirse con un corazón que desecha todo pecado y malicia. Con este corazón es que el salmista ha recibido la Palabra. No sólo se nos dice que la ha recibido, sino que Dios le ha hecho esperar en ella. No sólo se nos dice que espera en las promesas de Dios, sino que Dios mismo es el que le hace esperar.
Alguien podría decir: “Si Dios es Todopoderoso, ¿por qué haría esperar a uno de sus hijos?”. Si usted como padre ve que su hijo está necesitado, triste, angustiado, no lo hace esperar, acude de inmediato a socorrerlo. ¿Por qué nuestro Padre nos hace esperar? Porque el propósito de nuestra vida no es tener todas nuestras necesidades resueltas, sino ser conformados a la estatura del varón de dolores, que es Cristo, y si seremos como ese varón de dolores, experimentado en quebranto, tenemos que pasar por esos dolores y experimentar esos quebrantos. La voluntad de nuestro Señor es que seamos más como Cristo, y seremos como Cristo al experimentar la aflicción. Recordemos las palabras de nuestro Señor: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad yo he vencido al mundo”.
Pero somos obstinados y queremos disfrutar inmediatamente de las bendiciones. Sin embargo, nuestro Señor Jesucristo cuando vino a este mundo, estuvo más de treinta años experimentando las humillaciones propias de la naturaleza humana, antes de ser exaltado hasta lo sumo. A nuestro Señor Jesús el Padre le prometió ser exaltado, le prometió un pueblo que Él ganaría con su sangre, le prometió sujetarle todas las cosas bajo sus pies, y aunque Jesús no dejó de ser Dios, tuvo paciencia y se humilló hasta lo sumo. Tenía pleno poder para destruir a todos aquellos que le vituperaban, latigaban y clavaban en la cruz, pero con paciencia esperó en la promesa de Su Padre y ejecutó Su voluntad. De la misma forma, si deseamos ser exaltados juntamente con Cristo en aquel día final, tendremos que atravesar por circunstancias de aflicción, dolor y tristeza, esperando el pleno cumplimiento de las promesas de Dios.
En varios de los salmos vemos a creyentes esperando en las promesas de Dios: “¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle…” (Sal. 42:5), “Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Sal. 5:3); “... Escudo es a todos los que en él esperan” (Sal. 18:30); “Encamíname en tu verdad, y enséñame, Porque tú eres el Dios de mi salvación; En ti he esperado todo el día” (Sal. 25:5); “Muchos dolores habrá para el impío; Mas al que espera en Jehová, le rodea la misericordia” (Sal. 32:10), por mencionar algunos ejemplos.
Esta espera en el cumplimiento de las promesas del Señor no es una espera incierta. No es un 50-50, cumplirá o no cumplirá. Siempre es una promesa 100% cierta. Todo lo que Él ha dicho lo ha cumplido. Es más, nos dice Hebreos, que para que tengamos un mayor consuelo en el cumplimiento de Su Pacto, interpuso juramento. Juró por sí mismo de que cumpliría Su Pacto (He. 6:13-18). En otras palabras “Si no cumplo mi palabra, dejo de ser quien soy”.
En las únicas promesas que nosotros podemos confiar plenamente es en las promesas del Señor. Nada es más cierto que Su Palabra. Nos dice el Libro de Números: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre, para que se arrepienta. ¿Lo ha dicho Él, y no lo hará?, ¿ha hablado, y no lo cumplirá?” (Nm. 23:19). No, todo lo que ha dicho lo ha cumplido. Él le dijo al patriarca Jacob: “... no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he prometido” (Gn. 28:15). A nosotros, Él nos ha dicho que perfeccionará la buena obra que ya ha iniciado en nosotros, hasta el día de Cristo (Fil. 1:6). Él también nos ha dado promesas de vida eterna, que sabemos que las cumplirá. Nos ha prometido que si oímos sus palabras y creemos al que le envió, tenemos vida eterna, y no vendremos a condenación, pues hemos pasado de muerte a vida (Jn. 5:24). Nos ha prometido que si llevamos toda ansiedad en oración, su paz que sobrepasa todo entendimiento guardará nuestra mente y corazón en Cristo Jesús (Fil. 4:6-7). Usted dirá: “Es que he fallado al Señor, como para que Él cumpla sus promesas”. Pero nos dice Su Palabra que “Si fuéramos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2 Ti. 2:13).
Alguien podrá preguntar: Si Dios no olvida sus promesas, ¿por qué el salmista le ruega que se acuerde? Incluso alguien podría pensar que esto casi es una insolencia, porque ¿quiénes somos nosotros para recordarle a Dios que no olvide su Palabra? La razón por la que el salmista clama a Dios que se acuerde de Su Palabra es la misma por la que el apóstol Juan clamaba “Ven Señor Jesús” (Ap. 22:20) sabiendo que Él vendría. Es por la misma razón por la que el Señor nos manda a orar, siendo que sabe nuestras peticiones aún antes de que se las pidamos (Mt. 6:8). Es por la misma razón por la que rogamos al Señor que nos guarde, aunque sabemos que Él no deja de velar por nosotros (Sal. 121:3). La razón es la misma: el pueblo del Señor ora conforme a las promesas de Dios. Si pedimos conforme a Su voluntad, Él nos oye (1 Jn. 5:14). Las promesas de Dios deben ser la base de nuestras oraciones.
El Señor no consideró una insolencia que roguemos de esta forma. Él no respondió “¿y quién eres tú para recordarme mis deberes?”. Él no reprochó esta oración, sino que la contestó. Vemos en el siguiente versículo, que en medio de esa espera, el salmista es consolado. Su tristeza, su temor, su pena fue aliviada. Por esto, podemos rogar al Señor confiadamente, pidiendo, en su misericordia, que se acuerde de Su Palabra que hemos recibido de Él.
Podemos confiar que estas oraciones, en las que se espera que el Señor haga lo que ha prometido, siempre serán contestadas. No quedarán sin respuesta. Él es celoso de sus palabras. Él no permitirá que el infierno murmure que desatendió el clamor sincero de un alma que en verdad le buscaba.
El versículo 2 dice que su consuelo en medio de la aflicción es que la Palabra de Dios le ha vivificado (le ha dado vida o le ha hecho vivir). Las aflicciones originadas por tentaciones, caídas, pruebas, ansiedades, dificultades, tienen un antídoto común: recordar la nueva vida que el Señor nos ha dado. Cuando miras a Cristo, su poder, nada puede atemorizarse. Él es experto en calmar tempestades. Frente a la vida eterna que Cristo nos da, las aflicciones se desvanecen como el vapor de una taza de café: “Pues considero que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada” (Ro. 8:18).
El Señor nos invita a consolarnos con la obra que Él ya ha hecho en nuestra vida. La manera correcta de enfrentar las aflicciones causadas por nuestros tropiezos en el pecado es recordarnos la obra del Señor en nuestra vida. Recordarnos que estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo Jesús, que hemos muerto al pecado y vivimos para la justicia, que ya hemos recibido esa vida eterna y que entonces debemos vivir conforme a esa nueva vida. Algunos acusarán que eso es una presunción peligrosa, pero quiero que volvamos a notar que quien ora en este salmo es alguien
El salmista se enfrenta a la dura realidad de que su obediencia y temor a Dios producirá rechazo en medio del mundo. Jesús nos dijo que si a Él lo rechazaron, a nosotros nos rechazarán, si han rechazado al Maestro, a sus discípulos con mayor razón (Mt. 10:24-25). Si los hombres amaron más las tinieblas que la Luz (Jesús), cuánto más odiarán a quienes son la luz del mundo y la sal de la tierra. El versículo 51 es una evidencia de aquella oposición hostil y odiosa que ejercen los impíos contra los hijos del Señor: “Los soberbios se burlaron mucho de mí, Mas no me he apartado de tu ley”. Los hombres soberbios se mofan de los que esperan en Jehová.
Muchas veces nuestra reacción frente a las burlas que recibimos por causa de la fe, es equivocada. La sangre hierve al recibir los insultos, sintiéndonos en el derecho de responder de la misma manera. “Si ellos comenzaron insultándome, tengo derecho de responder de la misma manera”. En otras ocasiones, para evitar que nuestra posición suscite momentos tensos entre familiares, colegas, compañeros de estudio, o vecinos, preferimos guardar silencio. Preferimos evitar la oposición faltando a nuestro deber de predicar la Palabra y manifestar nuestra cosmovisión acerca de todo asunto.
Ambas reacciones son erróneas, porque en ninguna de ellas vemos en verdad la actitud de Cristo. El apóstol Pedro dijo de Cristo que “... cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe. 2:23). Jesús es nuestro modelo de aflicción a seguir (1 Pe. 2:21). Jesús tampoco guardó silencio con el objeto de evitar la persecución. No tuvo tapujos en declarar abiertamente el juicio que vendría a aquellos que no se arrepintiesen de sus pecados.
La reacción frente a las burlas, no es amoldarse al pecado para evitarlas, sino mantenerse en obediencia: “Mas no me he apartado de tu ley”. ¡Frente al vituperio, obediencia! ¿Quién más que nuestro Señor Jesucristo puede decir esto con todas sus letras? Aunque recibió las peores blasfemias imaginadas, algunas de ellas estando en la propia cruz, Él no se apartó de la Ley de Dios. Los insultos recibidos por Cristo no son como los menosprecios que recibimos nosotros. Cuando a Él le insultaban no sólo vituperaban a su naturaleza humana, sino también a su naturaleza divina, siendo el Verbo de Dios que creó el mundo (Jn. 1:1-3).
Sin embargo, aunque no se trata del mismo calibre de vituperios e insultos, nuestro Señor, como Sumo Sacerdote que se hizo como sus hermanos, comprende nuestro dolor cuando somos ofendidos por causa de la justicia (He. 2:17-18). Él sabe el dolor de ser rechazado por la familia, el vecindario, los amigos y por todo el mundo en sí. Aún en medio de las burlas, puede socorrernos en medio del dolor y consolar nuestro corazón: “Me acordé, oh Jehová, de tus juicios antiguos, Y me consolé” (Sal. 119:52). El salmista se consoló al recordar los juicios (los estatutos, los mandamientos) del Señor. Insistimos en que el consuelo procede de una mente que recuerda la Palabra que ya ha sido recibida.
Este recuerdo de la Palabra nos lleva a una verdad importante de las Escrituras: Dios nos dio una memoria para recordar. El Señor nos creó para recordar. Cuando creó a Adán y Eva les dio un mandato, que no escribió en un cartel ni lo pegó a sus ojos, sino que lo expresó para que ellos lo recordaran. Fuimos creados con una mente que puede recordar. Si el propósito de nuestra creación y existencia es glorificar al Señor, podemos también decir que el fin de nuestra memoria es recordar lo que glorifica al Señor. El apóstol Pablo nos dice: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8). Todo aquello que necesitamos para obedecer este mandato se encuentra en la Palabra de nuestro Dios.
Por este motivo es que te exhorto a que puedas llenar tu mente de la Palabra, memorizando todo lo que puedas de ella. Por cierto que la Palabra del Señor es un libro extenso, y difícilmente encontraremos un ser humano que lo pueda recordar de inicio a fin, pero ello no es excusa para no memorizar todo lo que podamos. Hay textos que nos aprendimos desde niños y que no hemos olvidado, es posible por tanto que podamos retener las palabras del Señor sin problemas durante mucho tiempo. Esto requiere por cierto de trabajo, esfuerzo, tiempo invertido, pero los beneficios son tan grandes que vale la pena.
Memorizar las Escrituras también es indispensable si queremos enfrentar adecuadamente las tentaciones. Recordemos que la Palabra de Dios es la espada del Espíritu en la armadura del cristiano (Ef. 6:17). Necesitamos tener esta espada fácilmente desenvainada contra los ataques imprevistos de la carne, el enemigo y el mundo. Nuestro Señor enfrentó las tentaciones recordando la Palabra de Dios (Mt. 4:3-4). Si Él siendo Dios hecho hombre las enfrentó de aquella manera, ¿cómo piensas que las vencerás con un método propio? La Palabra debe estar en nuestra mente, lista para ser desenvainada en el momento oportuno. Si no tengo la Palabra en mi mente, difícilmente podré vencer las tentaciones.
Quizás usted no se caracteriza por tener buena memoria, por lo que rechaza la invitación a memorizar cuanto podamos de la Palabra de Dios. Sin embargo, si usted es honesto, al examinarse podrá verificar que en realidad no tiene tan mala memoria. Cuando realiza aquellas cosas que le gusta hacer, su memoria es casi perfecta. Si le gusta el fútbol, podría recordar fácilmente jugadores, campeonatos y fechas. Si le gusta la literatura, recuerda autores, títulos y contenido. Si le gustan las series y películas, recuerda fácilmente actores y escenas. Si le gustan los automóviles, recuerda sin problemas marcas, modelos y capacidad. Si le gusta la construcción conoce medidas, herramientas, materiales, etc. Si le gusta la música, recuerda fácilmente artistas, canciones, discos, etc. ¿Realmente puedes decir que tienes mala memoria? ¿Podrás presentarte ante el Juicio del Gran Trono Blanco de Cristo, diciendo “disculpa Señor, tenía mala memoria”?
Terrible es saber que la memoria que el Señor nos ha dado la hemos llenado de pecado. Nuestra mente no ha olvidado nuestras andanzas antiguas, nuestros pecados de antaño. Una imagen pornográfica puede estar en nuestra memoria durante décadas. Nuestra memoria puede estar profundamente entenebrecida. Sin embargo, nuestra mente debe ser para la gloria del Señor. Será mejor que amemos la Palabra, para así llenar sólo de la Palabra nuestra mente.
El versículo 53 recalca aún más la realidad de que estamos en un ambiente de hostilidad contra Dios y Su pueblo: “Horror se apoderó de mí a causa de los inicuos que dejan tu ley”. Para el salmista, el pecado de sus vecinos le es sumamente ofensivo. Se horroriza o indigna profundamente (NBLA) al presenciar cómo los impíos se alejan de la Ley. Es como el lamento de Habacuc: “¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? Destrucción y violencia están delante de mí, y pleito y contienda se levantan. Por lo cual la ley es debilitada, y el juicio no sale según la verdad; por cuanto el impío asedia al justo, por eso sale torcida la justicia” (Hab. 1:2-4).
¿Realmente te estás indignando contra las obras de los impíos? No me refiero a indignarse por los pecados evidentes y escandalosos, como asaltos, homicidios, corrupción política, violaciones a menores, etc. Sino aquellos pecados que son “normalizados” y que parecen ser parte de nuestro diario vivir. ¿Repudiamos la “pillería”, el ser ladino y “vivo”? ¿Rechazamos que nuestros compañeros de estudio copien en las pruebas? ¿Queremos que se reduzcan los delitos de cuello y corbata, de aquellas personas de gran riqueza? ¿Nos indigna que jóvenes se emborrachen en fiestas privadas y tengan fornicación entre ellos? No podemos acompañar a los impíos en su rebelión diciendo que apoyamos su derecho a cometer esos pecados. El pecado de aquellos que no reconocen el señorío de Cristo, debe despertar en nosotros el horror y la profunda indignación, jamás su aprobación y comprensión.
Aunque veamos este entorno lleno de injusticia horrorífica, el Señor nos consuela en medio de esta generación maligna y perversa: “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa en donde fui extranjero” (v. 54). La Palabra del Señor es el bello canto de nuestra ciudadanía celestial. Esta tierra es la “casa de nuestra peregrinación” (NBLA), el lugar que nos recibe de manera temporal, en nuestro paso hacia nuestra estancia definitiva: la Jerusalén Celestial. Cuando las personas migran a otro país, las canciones patrias de su nación original son un hermoso recuerdo de su tierra. Así también, los estatutos del Señor son un bálsamo de consuelo al alma que espera en Él.
El salmista se consuela al recordar el Nombre del Señor por las noches (v. 55). La noche es un momento especial para el salmista. Sabemos que durante todo el día podemos experimentar las misericordias del Señor y vivir para Su gloria, pero por buena razón el Señor diferenció en la creación el día y la noche. El justo medita en la ley de Jehová de día y de noche (Sal. 1:2). Medita en Su Palabra al calor del sol y a la luz de la luna. Sin embargo, cada momento del día no tiene la misma disposición. Por las mañanas podemos advertir cómo el Señor nos sostuvo mientras dormíamos (Sal. 3:5), mientras que en la noche hacemos un recuento de las misericordias de Dios durante el día, en el que estuvimos plenamente conscientes.
Esto nos lleva a consultarnos cómo estamos enfrentando nuestras noches. Si efectivamente estamos acordándonos del Nombre del Señor, a través de Su Palabra, o estamos simplemente acostándonos a dormir, olvidando la fuente de toda gracia que es nuestro Dios. La noche es un momento importante para orar porque no sólo podemos recordar lo que el Señor hizo por nosotros, al librarnos de todo mal, sino también porque podemos rogarle que perdone nuestros pecados, que fueron claros durante el día. La noche es un momento importante para recordar el pacto del Señor revelado en Su Palabra, y cómo nos ha sustentado con la diestra de Su justicia.
Muchos pueden alegar que en la noche están muy cansados como para orar o meditar la Palabra de Dios. Sin embargo, en las noches también suelen entregarse al entretenimiento, el relajo, ver televisión o navegar en sus redes sociales, cosas que ninguna de ellas es mala en sí, pero desinflan la permanente excusa de que están extremadamente cansados como para orar. El cansancio puede llevarnos a la autocompasión, y ésta al pecado. En nuestra cama, antes de dormir podemos recrearnos en las más perversas fantasías, condenadas por el Señor a través del profeta Miqueas: “¡Ay de los que en sus camas piensan iniquidad y maquinan el mal…!” (Mi. 2:1). ¿Cuántas veces te has visto recreándote en pensamientos inmundos cuando tu cabeza reposaba en la almohada que el Señor te dio? Estos últimos pensamientos deben ser para Él y Su Palabra.
En ocasiones tenemos oraciones contundentes por la mañana, piadosas y poderosas en la presencia del Señor, pero a medida que pasa el día nos deterioramos y comenzamos a alejarnos de Dios. Podemos levantarnos como verdaderos puritanos, pero acostarnos como verdaderos demonios. Por ello es que una oración basada en la Palabra en la noche es tan indispensable, porque nos permite reorientar nuestros pensamientos hacia el Señor.
Debemos recordarnos del Nombre del Señor. Su Nombre nos recuerda sus atributos, entre ellos que Él es Dios fuerte que nos guardará de todo mal. Nuestras ansiedades se desvanecen como el vapor de una taza de café cuando recordamos quién es nuestro Señor. Así como nos consolamos en Su obra en nosotros (v. 50), nos consolamos en Su Ser inmenso y protector. Cuando recordamos sus nombres, recordamos sus perfecciones en las que debemos confiar y anunciar (1 Pe. 2:9-10).
El salmo finaliza diciendo que estas bendiciones son parte de la vida del salmista (v. 56). Esto era parte de él (NBLA). Guardar la Palabra del Señor y consolarse en ella es la experiencia cotidiana del salmista. También puede ser la nuestra por medio de la fe. La obediencia es un fruto de la gracia del Señor operada por medio de la fe en Cristo Jesús. Cuando hemos creído en Jesucristo, hemos sido declarados justos, y santificados para andar en buenas obras que el Señor preparó de antemano (Ef. 2:10). La obediencia es el resultado esperable y obligado que tiene aquel que es guardado por el Señor.
Finalmente, todo este salmo podemos leerlo con los labios de Cristo. En este salmo podemos ver al Hijo de Dios encarnado rogando que su Padre se acuerde de las promesas que le había entregado, esperó pacientemente en el cumplimiento de los tiempos decretados, se consoló en la obra de su Padre, recibió toda clase de burlas sin pecar, guardó la ley a pesar de ser vituperado, se acordaba continuamente de apartarse a lugares solitarios a orar, se horrorizó de la hipocresía de su tiempo, se consoló con la Palabra en medio de una generación perversa, se acordó del Nombre de su Padre por las noches (incluso en la noche más difícil de Getsemaní), y guardó por completo la Ley de Dios. En las fuerzas del Señor, consolémonos siendo sus hijos adoptados por la sangre de Jesús.